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El otro lado del festín: lo que no se come también engorda la factura

Desperdiciar alimentos acarrea un grave impacto ambiental, económico y social

Restos de un festín.

En un país donde comer rico es parte de la identidad cultural, cada año miles de toneladas de alimentos acaban en la basura. Esa realidad convive con la de más de seis millones de personas que en España no pueden acceder a comida suficiente y de calidad. Más allá de los efectos inmediatos, el desperdicio conlleva un grave impacto ambiental, económico y social. Se derrocha agua, suelo, horas de trabajo, energía y otros recursos valiosos y, a menudo, limitados. Tirar comida contribuye al cambio climático. Según la ONU, los alimentos que terminan en vertederos generan entre el 8% y el 10% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero. Pero no solo lo paga el ambiente. En la Unión Europea, donde cada año se desaprovechan más de 59 millones de toneladas, la factura es de 132.000 millones de euros, más del doble del presupuesto anual de la PAC (Política Agraria Común) en 2023.

El problema dentro del problema es la dificultad para dimensionarlo con cierta precisión. Hay una cifra que todos repiten: un tercio de los alimentos que se producen en el mundo se pierde en algún punto de la cadena agroalimentaria. Pero es un dato que tiene 14 años. Fue la principal conclusión del primer gran estudio global elaborado en 2011 por la FAO (la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura). La UE publicó por primera vez en 2023 datos sobre el desperdicio alimentario en sus Estados miembros. Aunque, debido a diferencias metodológicas y retrasos, la ONU no considera que las cifras sean confiables. En el caso de España, las estadísticas disponibles son de 2020. El ministro de Agricultura, Luis Planas, reconoce que los países de la UE utilizan metodologías que no coinciden: “En eso tenemos que avanzar y es un punto técnico nada desdeñable”.

Las únicas cifras oficiales actualizadas en España son las del derroche en los hogares. En 2024, las familias tiraron a la basura 1.225 millones de kilos, un 21% menos que en 2020, según los últimos datos del Ministerio de Agricultura. Por ello, varios expertos coinciden en que el país avanza en la dirección correcta, aunque todavía queda mucho por hacer. Uno de los pasos fue la entrada en vigor en abril de la Ley de Prevención de las Pérdidas y el Desperdicio Alimentario, que obliga a los agentes de toda la cadena a contar con planes para prevenir el descarte y a priorizar la redistribución antes que la eliminación. Para varios especialistas consultados, es una norma con buenas intenciones, pero con algunos aspectos mejorables. Planas, impulsor de la ley, valora su carácter “pedagógico” y cree que la conciencia social de las familias es clave en el aprovechamiento de los alimentos.

Fuera de los hogares, hay desperdicio en prácticamente todos los espacios institucionales y comerciales de la sociedad. Desde la comida que sube a un avión y se tira pese a no haber sido tocada hasta los hospitales públicos, donde cada vez más pacientes piden comida en aplicaciones como Glovo en lugar de la bandeja saludable prescrita. Pero, lógicamente, un actor clave son los supermercados, que cada día tienen importantes mermas de comestibles en buen estado. El destino final, según la ley, tiene que ser los bancos de alimentos o entidades sociales sin ánimo de lucro. En algunas tiendas pequeñas de Madrid, productos en buen estado terminan en la basura.

El despilfarro, a su vez, es una expresión de desigualdad. El fácil acceso a alimentos y el bajo coste relativo de muchos productos favorecen un consumo menos responsable a quien se lo puede permitir. Ignacio de los Ríos, director de la cátedra de Banco de Alimentos de la Universidad Politécnica de Madrid, sostiene: “En Europa y en los países desarrollados consideramos que la comida nos viene dada, pues no valoramos suficientemente el tener todos los días un plato”. Mientras, hay miles de personas que comen a diario de lo que otros dejan.

Una caja con melocotones en mal estado en un centro de abastos de Madrid en julio.

El dato de que casi un 30% de la superficie agrícola del mundo se usa anualmente para producir alimentos que luego se desaprovechan también surge del informe de la FAO de 2011. El estudio no tuvo en cuenta lo que se pierde antes de salir de la explotación agrícola, como los cultivos que no se cosechan completamente o que se deterioran durante el almacenamiento. En ocasiones, el desperdicio en el campo es deliberado. Tal es el caso de la cosecha en verde, la práctica que cada año paga a agricultores españoles por cortar prematuramente la uva para equilibrar el mercado. “El producir para destruir es algo antinatural”, se lamenta David Escudero, productor del municipio de Grávalos, en La Rioja Baja.

A más de 400 kilómetros, la fundación catalana Espigoladors recupera desde hace 10 años frutas y verduras descartadas en el campo por razones estéticas o excedentes a través de la técnica ancestral del rebusco. Lo que recolectan lo destinan a entidades sociales —casi un millón de raciones entregadas en 2024— y a producir conservas. Su próximo objetivo es terminar de desarrollar, bajo un programa financiado por la UE, la metodología para medir por primera vez las pérdidas en la producción primaria en Europa.

Muchos tomates en Andalucía no fueron recogidos a tiempo ni fueron rebuscados. Su destino será viajar hasta Buñol para protagonizar la tradicional Tomatina, la batalla campal que se celebra cada último fin de semana de agosto desde 1945 en esa localidad valenciana. La fiesta se retransmite en televisiones de todo el mundo. A la par, las imágenes de personas lanzándose tomates inundan redes sociales como TikTok, Instagram y YouTube. Entre esos videos es probable que el algoritmo recomiende retos de comida, cada vez más populares en las plataformas. Se trata de un espectáculo viral que consiste en ver a influencers engullir grandes cantidades. Una práctica que divide a los usuarios entre el placer y el asco.

Lejos de las cámaras, varios laboratorios y startups españolas buscan formas de reducir el desperdicio o maneras de aprovechar los residuos de alimentos. La inteligencia artificial, pese a su cuestionado impacto ambiental, es un aliado que permite anticipar, optimizar y corregir fallos en distintas fases de la cadena agroalimentaria. Es el caso de la empresa navarra MOA Foodtech que aplica biotecnología e IA para transformar desechos en proteínas capaces de sustituir al huevo en una receta. Usar este tipo de ingredientes puede convertirse en el futuro en uno de los requisitos para que restaurantes ganen una Estrella Verde Michelin. La prestigiosa guía premia cada año a la gastronomía sostenible que destaca la reutilización de alimentos que normalmente son descartados.

El desperdicio tiene miles de orígenes, pero casi siempre un mismo final: el vertedero. El escenario ideal es que acaben junto a los residuos orgánicos y puedan transformarse en compost o biogás, lo que permite aprovechar su valor energético y nutriente. Aunque en gran parte de España esto no pasa. Cada municipio aplica distintos planes de reciclado, algunos más efectivos que otros. Pero ninguno cumplirá el objetivo fijado por la Unión Europea para 2025, que es del 55%, y no parece viable que se llegue al 60% marcado para 2030. El despilfarro tiene su propia meta para los próximo cinco años: reducir a la mitad el desperdicio per cápita.

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