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TRIBUNA
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La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad

La condena al fiscal general omite un hecho crucial: las calumnias previas de la pareja de Ayuso y su entorno

No se puede entender cómo es posible que la sentencia por la que se condena al fiscal general del Estado no haya recogido en el relato de los hechos las imputaciones calumniosas que el querellante particular y su entorno — actuando de consuno— hicieron contra la Fiscalía y el propio fiscal general. Calumnia consistente en sostener que Alberto González Amador era objeto de una persecución política sin que hubiera cometido fraude alguno contra la Hacienda pública. Defenderse de tales imputaciones fue la razón de la conducta del fiscal general, y ello constituye una eximente (art. 20.4 y 7 del Código Penal) determinante de que ni su conducta puede considerarse delito —no es antijurídica— ni el supuesto secreto o información fuese algo que “no deba ser divulgado” (art. 417.1 del Código). Omitir todo ello implica una radical nulidad y una violación de los derechos del fiscal general producida por la propia sentencia al no relatar toda la verdad en los términos del título de esta tribuna.

Eso se hubiera evitado si el instructor y la sentencia, en su relato de hechos, hubieran empezado por no omitir completamente un hecho crucial: que Alberto González Amador y su entorno habían imputado falsamente a la Fiscalía comportamientos constitutivos de un delito de prevaricación, lo que suponía calumniar pública y gravemente a la Fiscalía, en general, y al fiscal general en particular. Imputaciones iniciadas muchas horas antes de que el fiscal general hubiera recibido siquiera (a las 21.59 del 13 de marzo de 2024) el correo del abogado de González Amador del 2 de febrero anterior (que la sentencia dice que el fiscal, o alguien de su entorno, filtró, sin prueba concreta de ello); correo en que reconocía sus delitos de fraude a la Hacienda pública y proponía un acuerdo. El silencio de la sentencia sobre las graves imputaciones afecta sustancialmente, por muchas razones, al ser mismo del delito de revelación y determina su inexistencia. En efecto, la conducta del fiscal general fue la reacción necesaria y obligada ante la calumnia de González Amador y su entorno. El fiscal general y la Fiscalía tenían el deber (por la función y cargo que ostentan) y también el derecho, como personas ofendidas, a defenderse y probar la falsedad de una calumnia. Y ese deber y derecho eximen de responsabilidad penal al que actúa, como aquí es el caso, en defensa de derechos propios o ajenos o actúa en cumplimiento de un deber o en el ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo. No hay pues delito alguno en el fiscal general al defender su persona y derechos propios y ajenos y cumplir con su deber de defender la institución de la Fiscalía frente a una calumnia, contando la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad: que el abogado de González Amador fue autorizado por este a reconocer en su correo del 2 de febrero que había cometido los delitos de fraude a la Hacienda pública y proponía un acuerdo de conformidad.

Tal calumnia determina también la inexistencia del delito por el que ha sido condenado el fiscal general (revelar informaciones “que no deban ser divulgadas”) no solo porque fue precisamente González Amador quien divulgó lo esencial de las informaciones, sino que al hacerlo calumniosamente hizo necesario divulgar la realidad completa de los hechos ya revelados. El deber de reserva o secreto alcanza a las dos partes que lo conocen —a González Amador y a la Fiscalía— siendo un sarcasmo que la primera(la que ha roto doblemente su obligación de reserva) se querelle alegando que la segunda (la calumniada) continúa obligada a seguir callada para que la calumnia la siga denigrando. Ruptura doble por revelar lo esencial del acuerdo —conformarse con una pena menor reconociendo su delito— y afirmar después, contradictoriamente, que se trataba de una mera persecución política.

Constituye un principio general del derecho que la parte que incumple una obligación —aquí la de González Amador de reserva— no puede exigir a la otra que siga cumpliendo con la suya, como recogen aforismos clásicos (non adimpleti contractus o inadimplenti non est adimplendum), consagra el artículo 1.124 del Código Civil y la doctrina unánime de las distintas salas del Tribunal Supremo. Es difícil de entender cómo la sentencia supone que se está ante informaciones “que no deban ser divulgadas” cuando lo han sido en lo sustancial por el querellante para calumniar a la Fiscalía, a la que impone silencio. Tal vez la inexplicable presencia del Colegio de Abogados de Madrid apoyando a González Amador como acusador popular le ha dado cierto confort a la sala para sostener lo insostenible.

La atribución al querellante González Amador de la calumnia contra el fiscal general se explica, pese a que en la misma han participado dos personas más, por la íntima relación entre ellas. Una, Isabel Díaz Ayuso, tan próxima a González Amador como para convivir more uxorio con él y que desde las primeras horas del 12 de marzo de 2024 —y reiteradamente durante el día 13— declaró públicamente que todo el asunto no tenía que ver con fraude alguno a Hacienda, sino con la persecución de todo el aparato del Estado contra ella, a la que quería destruir. La otra, el jefe de gabinete de la anterior, Miguel Ángel Rodríguez, quien reconoció que, desde primeras horas del 12 de marzo, estuvo en contacto reiterado con González Amador, que le dio documentación y correos para que los empleara a su criterio para explicar la persecución de que decía ser objeto; y así debió de facilitar a El Mundo información incompleta de los correos y, sobre todo, sobre las 19.00 del día 13 difundió a 50 o 60 periodistas —algunos de los cuales lo difundieron a su vez— la calumnia concreta y decisiva de que la conformidad con el fiscal del caso se paró “por órdenes de arriba”, a lo que añade: “Todo turbio y feo”.

Esa conducta calumniosa no proviene de terceros desconocidos sino de personas perfectamente identificadas y estrechamente vinculadas entre sí que, de consuno —y sin que sea relevante determinar la participación de cada uno en cada acción— permite atribuir la autoría conjunta de la calumnia al querellante.

No se trata de bulo alguno, sino de una calumnia. Un bulo es un rumor falso de origen más o menos desconocido, lo que aquí no es el caso. Ese término “bulo” ha sido como un señuelo que ha desorientado al Tribunal Supremo —y a tertulianos y periodistas— hasta el punto de olvidarse del autor de las imputaciones calumniosas mismas y del deber y derecho del fiscal general de defenderse y explicar la verdad de los hechos.

Los hechos que la sentencia mayoritaria nunca debió omitir sí se recogen, en cambio, con todo detalle en el voto particular, poniendo de relieve la grave omisión y nulidad de la sentencia mayoritaria.

Son muchas más las críticas posibles que exigirían una reflexión más detallada, que habrá ocasión de hacer, sobre las infracciones constitucionales de la presunción de inocencia, el in dubio por reo, el descarte de la prueba de testigos cuando invocan un derecho constitucional al secreto de las fuentes o el modo en el que presenta como hechos probados lo que son inferencias o deducciones sin argumentarlas razonablemente. Pero entrar en ello supone olvidar y, en cierto modo convalidar, lo más grave de todo lo que aquí se ha expuesto.

Sin dejar de acatar la sentencia mientras mantenga su validez, es obligación de todo jurista criticarla, si lo merece, en términos estrictamente objetivos sin poner en duda la rectitud de intenciones de la mayoría pese a sus errores; aquí centrados en no haber recogido toda la verdad y nada más que la verdad, lo que supone no respetar, objetivamente, la verdad misma. De esa forma, sin toda la verdad, no solo padecen los derechos del condenado, sino la justicia misma de la Sala Segunda del Supremo.

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