Tampoco saben por qué lo condenan
El autor de la filtración “fue el acusado o una persona de su entorno”, atribuye la sentencia del Supremo, que infiere que “el correo filtrado tuvo que salir de la Fiscalía General del Estado”. ¿Quién? ¿Cómo? ¿Cuándo?


Juzgaron al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, sin fijar claramente en ningún momento a causa de qué hechos: si por filtrar unos correos del abogado del presunto delincuente fiscal Alberto González Amador, o por emitir una nota informativa desmintiendo el bulo de que a este se le negaba “desde arriba” un pacto favorable con la Fiscalía, pretendido para minorar sus penas de cárcel.
Si García Ortiz ignoraba de qué se le juzgaba, mal podía defenderse. Una mella insólita, en un Estado de derecho como el nuestro, al derecho de defensa, la clave de los derechos democráticos, que seguramente deberá restablecer el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Superior a cualquier supremo.
Y le han condenado como autor de un delito inexistente, o equivocado o traspapelado. Por el “delito de revelación de datos reservados, art. 417.1” del Código Penal, reza la sentencia. Cualquier estudiante sabe que ese delito de datos reservados figura en el artículo 197.2, y no en el 417.1. ¿Errata? ¿Ignorancia? ¿Confusión mental? En todo caso, asunto nada menor, sino grave, pues el oficio de juez —aunque sea del Supremo— obliga a la máxima exactitud sobre el precepto presuntamente quebrantado, su justificación, su escala punitiva. Su ausencia, ¿causa de nulidad?
Por si acaso, la mayoría de la Sala le condena por ambas cosas, ambas delictivas. Y ambas sin pruebas. Alude como sustitutivo de ellas a una “unidad de acción” entre la filtración y la nota. Sin justificar —solo sugiriendo— ninguna acción delictiva en ninguna de ambas.
De hecho, atribuye la filtración al condenado, pero no hay condenado cierto y concreto —algo extraño al derecho penal—, sino en condición anónima, inconcreta, ambigua, etérea, desdoblable. “Fue el acusado o una persona de su entorno y de su conocimiento” el autor de la filtración, atribuye. Y: “el correo filtrado tuvo que salir de la Fiscalía General del Estado”, infiere. ¿Quién, en verdad? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Condena al “entorno”, o al entornado? Y alega la sala que dispone de un “cuadro probatorio sólido, coherente y concluyente”, ¿de qué? Un cuadro de sospechas, prueba cero.
Podría la Sala haber reconocido claramente —y con más elegancia— que carecía de pruebas, y apoyarse en su propia sentencia 532/2019, que solo exige indicios serios, múltiples, coincidentes, pero a condición de que sustenten una acusación dotada de una “probabilidad prevaleciente” (criterio 20) con respecto a otras hipótesis: pero claro, no hubo lugar, esas ni siquiera se examinaron en el juicio oral, se relegaron al olvido, no generaron diligencias de investigación: todo estaba atado, desaliñadamente bien atado, desde el inicio.
También debela la publicación de la nota informativa. Sería delictiva porque “el deber de confidencialidad no desaparece por el hecho de que la información que él conoce por razón de su cargo ya ha sido de tratamiento público”, dice el tribunal. Lo contrario de lo que defendió la sala de admisión el 15 de octubre de 2024: “No había información revelada, ante el conocimiento público de los hechos”. O como fijó su sentencia 866/2008, “si el destinatario” de la información reservada “es un profesional de la información, “el secreto ya no es propiamente un secreto, la reserva de la información ya ha desaparecido”.
“Adversus factum suum quis venire non potest”. O sea, nadie puede ir válidamente contra sus propios actos. Ni tan siquiera, o menos que nadie, el Tribunal Supremo.
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