El viejo destino manifiesto del intervencionismo de EE UU
La Doctrina Monroe de injerencia estadounidense en América Latina se dirigía contra una Inglaterra en decadencia. La de Trump, contra influencia de China, una potencia emergente


El pastor John Cotton fue el primero al que se le ocurrió decir, para el tiempo de la colonización de Nueva Inglaterra, que una nación podía avasallar a otra siempre que los amparara “un designio especial del cielo como el que tuvieron los israelitas”. Para aquellos puritanos, abuelos fundadores de los futuros Estados Unidos, todo placer estaba vedado; la comida era para nutrirse, el sexo para reproducirse, la ropa no para engalanarse, sino para abrigarse, y las guerras para asegurarse un espacio vital deparado por la voluntad divina.
Esta misión sagrada la pondría en todas sus letras, en 1848, el periodista John L. O’Sullivan para defender la conquista de Texas y Oregón: “El cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la Providencia”.
Era el tiempo en que el país original avanzaba hacia el oeste, para adueñarse del territorio continental de más de dos millones de kilómetros cuadrados, lo que le costó a México la mitad de su territorio; o lo compraban a precios de saldo, como Luisiana a Francia y Florida a España.
El Destino Manifiesto y la Doctrina Monroe, que vienen a juntar sus aguas en un solo caudal. En 1823, el presidente James Monroe, en un discurso ante el Congreso de la Unión, había declarado hostil cualquier intervención de potencias de otros continentes en los asuntos políticos de América. Es curioso. Ahora el nombre de América, que los Estados Unidos se reservan para sí mismos como nación, se extendía a todo el continente para establecer un área de exclusividad política. En el “América para los americanos” ya entrábamos todos, pero alguien se llevaba la tajada del león.
Destino Manifiesto y Doctrina Monroe de por medio, el primer punto de mira es el Caribe, donde en 1898 se estrena, como corolario, la política de las cañoneras del presidente McKinley, cuando la guerra de Cuba culmina con la derrota de España, que pierde la última de sus posesiones en América junto con Puerto Rico. El otro corolario será la política de “el gran garrote”, que ampara al presidente Theodore Roosevelt para segregar Panamá del territorio de Colombia en 1903, y dar así paso a la construcción del canal interoceánico.
Ya no se trata de integrar territorios al dominio federal, sino de tutelar naciones de precaria soberanía, como ocurrió en Cuba bajo la Enmienda Platt en 1901, y en Nicaragua en 1910 bajo los Pactos Dawson, tras el derrocamiento de la dictadura liberal del general José Santos Zelaya.
Estos pactos o enmiendas, y la intervención militar de la marina de guerra, aseguran los intereses financieros de los bancos de Wall Street, que asumen el control de las aduanas para asegurarse el pago de los préstamos, y de las compañías que explotan materias primas, caucho, banano, oro; y así las intervenciones militares se suceden también en República Dominicana, Honduras, o Haití.
Theodore Roosevelt lo dejó muy claro en 1904: si una nación “mantiene el orden y respeta sus obligaciones, no tiene por qué temer una intervención” ... Pero “puede obligar a los Estados Unidos, aunque en contra de sus deseos, en casos flagrantes de injusticia o de impotencia, a ejercer un poder de policía internacional”.
Y ahora el “el corolario Trump a la Doctrina Monroe”, tal como aparece en el documento Estrategia de Seguridad Nacional, dado a conocer en noviembre: “Tras años de abandono, Estados Unidos reafirmará y hará cumplir la Doctrina Monroe para restaurar la preeminencia estadounidense en el hemisferio occidental y proteger nuestra patria y nuestro acceso a geografías clave en toda la región…”.
Esto presupone “un reajuste de nuestra presencia militar global para abordar amenazas urgentes en nuestro hemisferio”, junto con la diplomacia comercial, las inversiones de empresas estadounidenses en áreas estratégicas, y la imposición de aranceles y acuerdos comerciales “como armas poderosas”.
La Doctrina Monroe estaba dirigida a mantener a distancia a las naciones europeas, principalmente Inglaterra, que de todas maneras empezaba a perder influencia en América, aunque se mantuviera como primera potencia colonial en Asia y África.
Hoy, el corolario Trump también tiene un destinatario: China, nombrada como “cierto actor extranjero” en el documento, que propone “la reducción de la influencia externa adversaria, desde el control de instalaciones militares, puertos e infraestructura clave hasta la compra de activos estratégicos”. Aunque el mismo documento reconoce que “será difícil revertir cierta influencia extranjera, dadas las alianzas políticas entre ciertos gobiernos latinoamericanos y ciertos actores extranjeros”.
Esa es la gran diferencia entre el presupuesto de la Doctrina Monroe, y su nuevo corolario Trump. China no es una potencia en declive, sino una potencia emergente. Y en América ya está hace rato, con inversiones cuantiosas, y como socio comercial preponderante.
Pero la flota de Estados Unidos ya se halla de nuevo en las aguas del Caribe frente a las costas de Venezuela, donde China y Rusia tienen tiempo de haberse aposentado, en sostén a la dictadura fraudulenta de Maduro.
Y otra vez la rueda de la historia vuelve a girar.
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