Un mundo al gusto autoritario de Trump
Nada se puede proponer ahora que no sea a mayor gloria del presidente y para proteger exclusivamente los intereses de Estados Unidos


Donald Trump ya ha conseguido su propósito cuando no lleva ni un año en la Casa Blanca. Es como un rey absoluto; justo lo que querían evitar los redactores de la Constitución en 1787. Acreditados estudiosos de las democracias reconocen la involución hacia una forma de autoritarismo al estilo de Hungría, Venezuela o Turquía. El liderazgo del mundo libre del que presumía está virando hacia un liderazgo autoritario y proselitista, tal como expresa la nueva Estrategia Nacional de Seguridad con la que Trump quiere modelar a su gusto la entera escena internacional.
Para los norteamericanos Steven Levitsky, Lucan A. Way y Daniel Ziblatt, se trata de un ‘autoritarismo competitivo’, “en el que los partidos compiten en las elecciones, pero los gobernantes abusan rutinariamente de su poder para castigar a los críticos e inclinar el campo de juego en contra de la oposición”. Aunque en sus formas de expresión encuentran incluso “reminiscencias de las dictaduras militares de los años setenta”, todavía creen que la ofensiva autoritaria es reversible.
La Casa Blanca no da ahora un solo paso sin situar el autoritarismo en primer plano. A diferencia de estrategias similares de anteriores presidentes, nada se puede proponer ahora que no sea a mayor gloria de Trump y para proteger exclusivamente los intereses de Estados Unidos. El mundo exterior interesa como campo de expansión autoritaria, regida por los beneficios económicos e incluso la codicia personal. El resto, sean los derechos humanos o el tipo de régimen político, carece de relevancia.
En el mundo según Trump, regido por la ley de la fuerza, solo cuentan tres hombres fuertes. Ellos negocian entre sí, se lo reparten y lo dirigen. Son Xi Jinping, Vladímir Putin y él mismo. Inspirado en su caso en la Doctrina Monroe (‘América para los americanos’), se reserva el entero continente americano, tratado como área doméstica y soberana, para terminar con las migraciones, reprimir el tráfico de droga, mantener el orden, controlar los recursos estratégicos y evitar la penetración de competidores ajenos a su geografía.
Trump se siente continuador del presidente Theodore Roosevelt, que dio su nombre en 1904 al Corolario a la Doctrina Monroe, con el que reivindica la interferencia en los asuntos internos de los países latinoamericanos. Si aquel inspiró el intervencionismo político y militar durante el siglo XX, ahora el Corolario Trump promueve una red de regímenes amigos y complacientes con las políticas trumpistas y la máxima presión, incluso militar, sobre los díscolos. Sumado a sus impulsos anexionistas hacia Canadá y Groenlandia, el patio trasero que imagina Trump se ensancha y promete pingües beneficios.
En el dolor de cabeza de todos los presidentes que es Oriente Próximo, quiere la seguridad en manos locales y obtener el alivio de unos grandes negocios, asociado con los déspotas en plaza. Al igual que en África, donde no hay que intimidar a los gobernantes locales ni preocuparse por la expansión de los valores liberales o mantener la ayuda al desarrollo, sino obtener oportunidades para los negocios, recursos minerales y socios fiables, además de mantener a raya a los rebeldes.
En el resto del mundo, solo hay un enemigo estratégico que merece ser designado. Ni Rusia, ni China. Ni Corea del Norte, ni Irán. Es Europa. Tal documento ha gustado tanto en Moscú como en Pekín, todo lo contrario a la indignación suscitada entre la mayoría de los europeos. En el caso ruso, con la guerra de Ucrania como fondo, es especial el alborozo por la acusación a los débiles europeos de consentir al “borrado” de su civilización. También tiene motivos de satisfacción China, declarada rival económico y tecnológico con quien establecer “unas relaciones mutuas ventajosas”.
Ante las ambiciones chinas sobre Taiwán, Trump defiende el statu quo, al igual que anteriores administraciones contrarias tanto a la anexión como a la independencia, pero lo expresa como rechazo a cualquier iniciativa unilateral. Sabiendo de su volubilidad, su desdén por la democracia y su mercantilista arte de la negociación, podría aceptar tranquilamente la anexión de la isla si obtuviera buenas contrapartidas. De momento ha dado ya señales de debilidad en la guerra arancelaria y en gestos de apaciguamiento hacia Xi Jinping.
Trumpismo y putinismo apenas difieren. Comparten su desprecio por Europa, la querencia por unos Estados-nación celosos de su soberanía y sus fronteras, la promoción de los populismos supremacistas de extrema derecha, los propósitos destructivos respecto a la UE e incluso el rechazo a su poder normativo. No se habla de Rusia en el documento, potencia peligrosa en la anterior estrategia de Trump, y ahora mencionada solo porque muchos europeos consideran que es una amenaza existencial.
Una sola frase del Nobel de Economía Paul Krugman ilumina el misterio de un antieuropeísmo tan airado: “Trump y su gente odian a Europa y la odian porque todavía honra a los ideales que ellos están abandonando en Estados Unidos”.
‘American Authoritarianism: What Can Reverse Democratic Decline?’
‘A Strategy That Ignores the Real Threats’.
‘Is this the End of the Free World?’
‘El borrado civilizatorio de Europa’
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