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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Una sentencia inaceptable

184 páginas no sirven para disfrazar un enorme vacío probatorio derivado de una instrucción errática y sesgada

Manuel Cancio Meliá

Como es obvio, en cualquier sistema judicial tiene que haber una instancia que concluya definitivamente los procesos, especialmente los polémicos y poco claros, que establezca la verdad judicial, resuelva el caso, afirmando o negando la existencia de un delito. Solo así puede pasarse página del conflicto social que siempre está en la base de un proceso penal. En los casos normales, podrá estarse más o menos de acuerdo con la decisión adoptada, pero en algún momento alguien tiene que poner el punto y final.

Es normal que las sentencias sean dictadas por los órganos judiciales a los que la ley atribuye la competencia para hacerlo. Sin embargo, no es normal que sea el Tribunal Supremo, el órgano de máxima jerarquía de la jurisdicción ordinaria, quien, en vez ejercer la competencia derivada de su condición de última instancia, de resolver recursos para fijar la doctrina interpretativa de los tribunales, instruya y resuelva en instancia única un caso. Esto deriva de la peculiaridad española del aforamiento: una anomalía de origen autoritario que sustrae la jurisdicción al tribunal normalmente competente por razón del territorio para atribuírsela, en el caso de determinadas personas, a un órgano cuyos miembros son designados por una instancia tan sometida a la influencia directa de los partidos políticos como el Consejo General del Poder Judicial.

Es normal que se anticipe el fallo, en algunos casos. Pero en un juicio de primera y única instancia, no es normal que pasen varias semanas entre el fallo y la publicación de su fundamentación, y que se diga, en un proceso por una filtración, que ese desfase se produce por temor a las filtraciones desde el propio tribunal.

Es normal que una condena se produzca sin que haya prueba evidente y directa, sobre la base de una serie de indicios que descarten toda duda razonable de que los hechos fueran distintos a los que justifican una condena. No es normal que esos indicios consistan en que el tribunal, entre diversas alternativas posibles, escoja una, la que lleva a la condena, sin más razón que sus convicciones íntimas no explicitadas.

Es normal que una condena se pronuncie por mayoría y no por unanimidad, porque una parte de los miembros del tribunal colegiado vea una duda razonable y la mayoría piense que tal duda no existe. O que una parte del tribunal interprete de un modo una norma que conduce a afirmar la concurrencia de un delito y otra, en otro sentido, que llevaría a la absolución. No es normal que los miembros que discrepan afirmen expresamente que la opinión mayoritaria atenta nada más y nada menos contra la presunción de inocencia, que la mayoría diga negro y el voto particular, blanco.

No hay Roma locuta, causa finita en el sistema penal en un Estado de Derecho. Las sentencias no se respetan por quien las dicta, sino por la calidad de su motivación y su sumisión a la Ley. Y la sentencia de la mayoría que ha condenado es inaceptable porque es incomprensible en términos jurídicos: ni hay prueba de cargo razonable ni interpreta en términos razonables la ley penal que aplica.

En cuanto a lo primero: 184 páginas no sirven para disfrazar un enorme vacío probatorio derivado de una instrucción errática y sesgada. De una explicación enrevesada hasta lo cansino queda clara una cosa: que tal y como indica el voto particular, se escoge entre muy diversas alternativas posibles precisamente la más inverosímil y artificiosa: que el acusado comunicó en cuatro segundos el contenido de la filtración al periodista que dio la noticia del bulo propagado desde el Gobierno de la Comunidad de Madrid. Lo que “sugiere”, dice la mayoría, que había comunicaciones previas. ¿Origen de la “sugerencia”? Que así lo creen quienes firman la sentencia, punto. Una “mera sospecha”, como dice el voto particular, no un “cuadro probatorio” sólido.

Como guinda de ese pastel probatorio, después de una loa un poco larga y elegíaca al derecho de los periodistas a guardar el secreto de sus fuentes, se concluye que eso les permite mentir. Falso. Como dice el voto particular: los periodistas tienen derecho a ocultar sus fuentes, no a mentir sobre los hechos, afirmando, como hizo el periodista en cuestión, que no fue el FGE quien le filtró la información. Si hay certeza indiciaria de que el periodista mintió y fue el FGE quien le filtró la información protegida, esa certeza debería bastar para pedir el procesamiento de quien mintió. Que no se haya deducido testimonio por falso testimonio es el smoking gun de los hechos: hay que echar tierra sobre el asunto.

En cuanto a lo segundo: no se puede revelar lo que ya es conocido: que la Comunidad de Madrid, al servicio de “un ciudadano particular”, ha desarrollado una campaña de desinformación que tergiversa los hechos sobre los presuntos delitos por él cometidos, tal y como se desprende de las declaraciones en el juicio oral. En este caso, no subsiste el deber de reserva.

Llama aún mucho más la atención que, de pronto, resucite la nota de prensa, esta sí, de autoría reconocida por el FGE, que en la resolución que admitía inicialmente el procesamiento era considerada irrelevante por no desvelar informaciones reservadas. El ramplón birlibirloque de la supuesta “unidad de acción” entre la filtración del correo y la nota intenta dar algo más de consistencia a lo que es claro en Derecho, más allá de las opiniones: no hay prueba de que fuera el FGE.

Hay quien dice que así se cierra una etapa lamentable por la mezcla entre política y Derecho en el proceso. No es así: una sentencia inaceptable en Derecho no cierra nada, sino que abre una nueva fase de incertidumbre en la que los tribunales de garantías, en Madrid o en Estrasburgo, tendrán que decir si así se puede condenar en Derecho. Y una fase en la que la ciudadanía se preguntará quién designó a quién cuando actúe el Tribunal Supremo en cuestiones de relevancia política. Malo para el Tribunal Supremo, malo para el país.

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