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tribuna
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El fiscal imputado, juzgado y condenado “en casa del herrero”

Cuesta entender que los jueces no hayan hecho prevalecer la presunción de inocencia cuando, además de la patente inconsistencia de la prueba de cargo, hay dos votos particulares de extraordinaria potencia

Sentencia al fiscal general del Estado

Debo confesar que, desolado —aunque no sorprendido— por la injusta condena del fiscal general, tenía verdadera curiosidad por comprobar si, llegado a este punto, el Tribunal Supremo sería capaz de elevarse en su sentencia por encima del bajísimo nivel jurídico-constitucional de la instrucción. Ya veo que no. Seguramente por la natural intensidad de la relación entre (falta de) fondo y forma y porque, por fortuna, la ausencia de razón resulta siempre muy difícil de disfrazar. Y más en la justificación de las sentencias, donde los “agujeros negros” lucen siempre con una oscura luz especial. Como es el caso.

El Tribunal condena al fiscal general del Estado por haber difundido los datos relativos a la situación procesal de Alberto González Amador por dos vías: filtrándolos a algún medio de comunicación y mediante la nota informativa de rectificación oficial de las manifestaciones del jefe de gabinete de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, sobre el caso de aquel.

En este modo de operar es advertible la sorprendente recuperación con fines incriminatorios de esa nota institucional , después de haberla desechado antes como tal. Signo inequívoco de que la ostensible falta de prueba de cargo de la filtración, resultante del juicio, no bastaría en modo alguno para dotar de soporte al fallo. (Decidido, por cierto, antes de elaborarse su motivación, como si uno y otra pudieran disociarse).

En efecto, la precariedad del cuadro probatorio en lo relativo a la filtración no pudo ser más evidente, pues las declaraciones de los periodistas informando con rigor y coherencia de lo sabido sobre el caso y desde cuándo son difícilmente inatendibles, de modo que la única hipótesis acusatoria llevada como tal a la vista no ha podido sostenerse por sí sola. Por otra parte, está la impactante circunstancia de que el tribunal reproche al fiscal general la falta de acreditación probatoria de que el famoso mensaje podría haber llegado a una pluralidad indeterminada de personas, cuando ese vacío de acreditación se debe a la inaceptable negativa del instructor a explorar otra hipótesis que la de la acusación, ahora explícitamente hecha suya por la sala.

El déficit probatorio lo acredita asimismo con rotundidad el valor atribuido en la sentencia —¡qué remedio!— al borrado de los mensajes del teléfono por el fiscal general, como si fuera un hecho determinante de su culpabilidad. Pero esto no se sostiene. El contenido de aquel pertenecía a su más estricta intimidad y su reserva habría estado cubierta por el derecho fundamental del imputado a no declarar. Siendo así, hay que decir que borró haciendo uso de su derecho (¡sólo faltaría!). Por tanto, para atribuir valor inculpatorio a ese hecho, como se hace, hay que introducir en la sentencia —subrepticiamente y contra reo— una premisa: que el fiscal general tenía en ese dispositivo algo que ocultar relacionado con la filtración que se le imputa, lo que no solo no puede presumirse, sino que equivale a imponerle la inexigible prueba diabólica de un hecho negativo. Ya desde el Digesto del emperador Justiniano se sabe (o debería saberse) que “negativa non sunt probanda”: los hechos negativos no se prueban.

En el tratamiento de la nota se infiltra el mismo prejuicio injustificado, advertible en el instructor: la valoración de la prisa y la informalidad en el acopio de información como supuesta evidencia de la ilicitud del propósito que la animaba. Mas sucede que el fiscal general tenía las mejores razones para actuar como lo hizo, incluso en el ritmo de la actividad, en vista de las gravísimas imputaciones a desmentir.

Y si de la forma se pasa al examen del contenido, las cosas deberían estar todavía más claras, porque ¿cómo hacer efectiva la rectificación, poniendo las cosas en su sitio, sin ofrecer los datos de contexto? Como en el auto de imputación, vuelven a tratarse los datos de reservados, cuando evidentemente ya no lo eran, si, como resulta exigible, se toman en consideración todos los elementos. En efecto, está acreditado que González Amador dio cuenta de su estatus procesal a Miguel Ángel Rodríguez, que lo utilizó, alterándolo, con el propósito totalmente manifiesto de implicar a la Fiscalía en una acción gravemente antijurídica, además, implicando en ella al Gobierno.

Pues bien, siendo así, habrá que decir, por un lado, que el fiscal estaba no solo legitimado sino obligado a actuar como lo hizo. Y también que, ni queriendo, habría podido menoscabar los derechos del imputado a la presunción de inocencia y a la defensa, mediando como mediaba ya la intervención de Miguel Ángel Rodríguez, obviamente consensuada con el interesado, poniendo de manifiesto la voluntad de este de confesarse autor de dos delitos y pactando la pena; signo evidente de que carecía de posibilidades de defensa. La nota, pues, no pudo divulgar lo que ya entonces era de dominio público ni perjudicar a González Amador en el futuro ejercicio procesal de unos derechos, tenido por él mismo como inviable.

De otra parte, sorprende que, en todo el desarrollo de la causa, ninguna de las instancias implicadas haya dado al directo responsable de esa calumniosa estrategia el tratamiento procesal que realmente merece por lo penalmente antijurídico de su comportamiento. Algo curioso: el instructor se resistió, incluso, a oírle en declaración.

De esta insólita causa cabe decir que, no por casualidad, está cuajada de circunstancias sorprendentes, que contribuyen también a hacerla única. En el caso del instructor, la arrasadora unilateralidad de su estrategia, también dirigida contra el Gobierno. Su arrolladora injerencia en las comunicaciones de los entonces imputados, comprendido el periodo en el que ya tenían esta condición, enseguida apresuradamente delimitada. La iniciativa difícilmente imaginable del devastador allanamiento de los despachos del fiscal general y de la fiscal de Madrid, acordado en una suerte de ukase sin el imprescindible juicio de proporcionalidad y sin reparar en las demoledoras consecuencias para la institución, en sí misma, y en la apreciación ciudadana. Ya en el juicio, el impactante método de investigación del teniente-coronel, que le ha permitido descubrir que en la Fiscalía manda el jefe. Las inquietantes facultades adivinatorias del periodista, que no notario, especialmente dotado para la insidia calumniosa, sin consecuencias, como se ha visto. El peculiar concepto de lesión del derecho de defensa profesado por el Colegio de Abogados de Madrid, exclusivamente en este supuesto y sin que sirva de precedente. El punitivismo exacerbado de una asociación de fiscales. Las singularidades del tribunal: pródigo en relaciones contaminantes y en muestras de ligereza verbal de algunos de sus componentes; con la curiosa sensibilidad del presidente, al interpretar como amenaza la ilustración de un dilema, realmente dramático. Pero, sobre todo, intensamente implicado en la imputación, cuando sucede que, dicho con Francesco Carnelutti: “No se puede abrir el proceso contra alguien sin una cierta dosis de convicción de su culpabilidad”.

En fin, una última consideración: cuesta entender que los juzgadores no hayan hecho prevalecer la presunción de inocencia cuando, además de la patente inconsistencia de la prueba de cargo, hay en la causa dos votos particulares de extraordinaria potencia, por eso cargados de razón… y también de humanidad.

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