Un legado de violencia
El verdadero acto de fe en Colombia consiste en seguir creyendo, contra las evidencias, que es posible un país donde no sea tan fácil el asesinato político


En la mañana del lunes pasado, 65 días después de recibir tres balazos por la espalda, murió en Bogotá el candidato a la presidencia Miguel Uribe Turbay. Nunca lo conocí realmente, pero compartí con él un par de eventos de esos que quieren ser de diálogo (aunque no acaben siendo más que una serie de monólogos), y siempre tuve la impresión de que nos separaban la mayor parte de nuestras convicciones políticas, pero también de que Miguel Uribe era un demócrata de principios y además un hombre decente: un adjetivo que no siempre se puede usar —corrijo: que se puede usar rara vez— en el mundo sucio de la política de mi país. Tenía 39 años, una edad a la que muchos políticos ya tienen un prontuario generoso de deshonestidades y trapicheos, y los periódicos colombianos han señalado elogiosamente que nunca se vio envuelto en escándalos de corrupción. También desempolvaron una palabra que no se usaba tanto desde los años noventa, magnicidio, y los que recordamos esas épocas hemos vuelto a preguntarnos si la violencia política en Colombia no será un rasgo fatal de nuestro temperamento, un eterno retorno del cual no lograremos liberarnos nunca.
La escena política de mi país es un inventario de vidas truncadas; si uno se descuida, además, puede tener la impresión frustrante de que la violencia es hereditaria. Miguel Uribe era hijo de Diana Turbay, una periodista valiente que fue secuestrada por Pablo Escobar en agosto de 1990 —como sabe todo lector de Noticia de un secuestro, el reportaje de García Márquez— y murió en enero del año siguiente, en un hospital de Medellín, como consecuencia de las heridas de bala que sufrió en medio de una confusa operación de rescate. El niño Miguel, que por entonces tenía cuatro años, le había mandado un mensaje de Navidad a través del noticiero que ella presentaba, y no he podido sacarme de la cabeza el hecho desgarrador de que el candidato Uribe, asesinado 35 años después, deja a un niño de cuatro años que cargará con ese legado de violencia que es la vida política en Colombia. No conozco a la familia de Miguel Uribe, pero creo no ser el único que se ha admirado con la entereza de su esposa, ni el único que ha seguido con inútil compasión su destino de estos días.
Esto es Colombia: una violencia que se repite. No sé cuándo se puso el busto de Diana Turbay que hoy la conmemora en la carrera Séptima, una de las avenidas principales de mi ciudad, pero llevo desde entonces pasando por allí con frecuencia, y nunca lo he hecho sin recordar que en esta misma avenida, unas 80 cuadras al sur, murió asesinado en 1948 Jorge Eliécer Gaitán, candidato liberal a la presidencia; y a cuatro calles del lugar donde cayó Gaitán, siempre sobre la misma avenida, murió asesinado el senador liberal Rafael Uribe Uribe, un veterano de varias guerras civiles que cometió su pecado mayor cuando quiso dejar la guerra para dialogar con sus enemigos conservadores. Los conservadores lo siguieron odiando, por liberal, y los liberales lo comenzaron a odiar, por traidor: a veces me pregunto si en Colombia no será tan peligroso hacer la guerra como intentar la paz. Sea como sea, ni el asesinato de Uribe Uribe ni el de Gaitán se han resuelto de forma satisfactoria. Conocemos a los dos asesinos, pero no a sus determinadores. La impunidad siembra violencias futuras.
Hace poco menos de dos años, a propósito de la elección del nuevo alcalde de Bogotá, escribí que la nuestra era una política de supervivientes. El alcalde que acababa de ser elegido era Carlos Fernando Galán, hijo del candidato liberal Luis Carlos Galán: asesinado en 1989 por Pablo Escobar y el cartel de Medellín. En las elecciones que ganó competía con Rodrigo Lara Restrepo, hijo del ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla: asesinado en 1984 por Pablo Escobar y el cartel de Medellín. En estos días, mientras nos lamentamos por la muerte de Miguel Uribe, hijo de una víctima de Pablo Escobar y el cartel de Medellín, los colombianos hemos recordado también al periodista Guillermo Cano, que nació hace cien años y murió prematuramente, en 1986, asesinado por Pablo Escobar y el cartel de Medellín. Entenderán ustedes que me haga más bien poca gracia que los mercachifles de todo el mundo hayan convertido la cara del asesino Escobar en una forma de hacer dinero, explotando la frivolidad y la ignorancia y la franca memez de quienes han visto en esos años dolorosos poco más que un relato sensacionalista. Pero esto es tema de otra conversación.
El día de la investidura de Gustavo Petro como presidente de Colombia, la banda presidencial le fue impuesta por la senadora María José Pizarro, hija de un comandante guerrillero que entregó las armas, hizo la paz y fue asesinado por la extrema derecha colombiana; he leído en alguna parte que Miguel Uribe, que estaba en las antípodas ideológicas del presidente y de la senadora, dijo que le alegraba verla en ese momento, pues también él sabía lo que significaba perder a un ser querido por la violencia política. No son los únicos: el senador Iván Cepeda es hijo de Manuel Cepeda Vargas, político de izquierda asesinado por la extrema derecha; el senador Juan Manuel Galán es, como el alcalde de Bogotá, hijo del candidato asesinado por el narcotráfico. Por eso digo que nuestro Congreso es, entre otras cosas, un lugar de supervivientes. Un día habremos de pensar seriamente en las consecuencias que eso tiene: las leyes se votan entre hombres y mujeres que viven todos los días pensando en sus pérdidas, y a mí no deja de maravillarme que quieran servirle a este país que les ha hecho tanto daño.
En un cuento de Borges que todo lector colombiano ha citado alguna vez, a un personaje le preguntan qué es ser colombiano. “No sé” responde. “Es un acto de fe”. Los lectores hemos usado y abusado de esa frase que sirve para cualquier cosa, pero hoy se me ocurre que el verdadero acto de fe consiste en seguir creyendo, contra la evidencia sobrecogedora del pasado, que es posible un país donde no se mate con tanta facilidad: donde cueste más, aunque sólo sea un poco más, acabar con la vida de otro. Muchos han dicho que con el asesinato vil y cobarde de Miguel Uribe vuelve la violencia de otros tiempos, y yo mismo he podido dar esa impresión al recordar los años noventa, pero la verdad es que la violencia no se ha ido nunca: cada semana caen asesinados líderes sociales y políticos. Muchos han hablado del odio que corroe nuestra política y de la facilidad alarmante con que lo inflaman quienes pueden hacerlo, pero recordemos también que el asesino de Miguel Uribe no mató por odio, sino por dinero: porque matar es fácil.
La nuestra es una sociedad descompuesta que lleva muchas décadas pudriéndose por dentro. Este crimen no empezó a ocurrir ayer, ni hace dos meses, ni hace dos años, ni tampoco terminará mañana. El dolor y la frustración y la rabia que sentimos ahora ya es el combustible que alguien está comenzando a explotar en alguna parte. Queda una familia rota que debería concitar nuestra solidaridad unánime y silenciosa, no ser instrumento de los intereses de nadie. Queda también un país que, a pocos meses de unas elecciones cruciales, no sabe muy bien cómo mirarse al espejo.
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