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TRIBUNA
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El carné de conducir: una historia de amor

Es tentadora esa idea un tanto simplona de que existe un innegable vínculo entre mentes dotadas para las humanidades y una imposibilidad de estar plenamente en el mundo, de ser funcionales

Centro de exámenes para permisos de conducir de la DGT en Móstoles (Madrid), el verano pasado.
Laura Ferrero

Fui a renovar el carné de conducir. Un hecho que, de por sí, no tendría nada de especial si no fuera por la fecha de caducidad del documento: 18 de octubre de 2015. Con nueve años y nueve meses de retraso, me presenté en el centro médico y pasé el chequeo, leí de lejos y de cerca, y salí más o menos airosa de la prueba de coordinación y reflejos, logrando mantener las dos endiabladas bolitas en esos carriles imaginarios. Hasta el final del trámite estuve temiendo la reprimenda, el castigo que certificara que, pasados casi 10 años, era imposible obtener de nuevo el permiso. Pero no sucedió. La encargada del centro médico me hizo pagar lo estipulado sin hacer ningún otro comentario. Cuando me entregó el documento provisional, me delaté a mí misma. ¿Seguro que está bien? La mujer me miró inquisitiva. Quiero decir: que hace mucho que estaba caducado. Pero justo en ese instante sonó el teléfono e hizo una mueca indescifrable. Me fui.

De camino a casa guardé ese papelito junto al documento caducado en el que mi yo de veintipocos años seguía sonriendo confiada. Desde luego, la historia detrás del carné no avalaba la seguridad que transmite la imagen: me apunté a dos autoescuelas distintas, me examiné tres veces de la parte teórica —cómo olvidar mi absoluto desconocimiento de las luces de gálibo, responsable de mi primer suspenso— y cinco de la práctica. Aunque me presenté al examen todas esas veces, solo logré completarlo la quinta. Simplemente no era capaz. En los cuatro intentos anteriores, cuando el examinador se sentaba en la parte trasera, me bloqueaba por completo y ni siquiera podía arrancar el motor. Me daba tanto miedo suspender, hacerlo mal, que abandonaba por anticipado. No sé cómo finalmente lo conseguí. Solo recuerdo que nunca me sentí tan invencible, tan apta para la vida, como aquel día en que aprobé el examen práctico del carné de conducir.

En una divertida y entrañable serie con la que me topé hace poco, No me gusta conducir, el personaje interpretado por Juan Diego Botto afirma que “cualquier idiota con un graduado escolar puede aprender a conducir en una semana”. Su mujer (Leonor Watling) le responde que quizás sí, que cualquiera, “pero tú, con un doctorado en literatura medieval, no”. La torpeza práctica del sabio despistado, ocupado en otros quehaceres más —digamos— elevados, es un cliché irresistible y, sin embargo, confieso que a lo largo de estos años he disfrutado coleccionando ejemplos que apoyan la teoría. En La información, Martin Amis sentencia: “Los poetas no conducen. Nunca confíes en un poeta que sepa conducir”. Tampoco conducían Nabokov (era Vera quien lo llevaba a todas partes), Ray Bradbury, Ursula K. Le Guin o C. S. Lewis.

Durante un tiempo me pareció tentadora esa idea un tanto simplona de que existe un innegable vínculo entre ciertas mentes más dotadas para las humanidades y para el pensamiento —independientemente del talento de cada una— y una imposibilidad de estar plenamente en el mundo, de ser funcionales. Me preguntaba: ¿habrá alguna relación entre el tipo de trabajo, de vocación, y esa torpeza tan tremenda en lo práctico? Claro que luego, por fuerza, recordaba que existen grandísimos poetas —no por contravenir a Amis— que manejan el coche con la misma soltura con la que escriben un verso, y que Cien años de soledad se gestó mientras Gabriel García Márquez llevaba su coche hacia Acapulco.

Nunca conduje. Solo en aparcamientos o descampados donde algún alma generosa me acompañaba para “coger práctica”. A lo largo de mi vida nunca han faltado quienes, de modo más o menos insistente y más o menos paternalista, han sugerido —bienintencionadamente, lo sé— lo necesario que es saber conducir, atreverse, para conquistar definitivamente la independencia y la libertad. Pero, a pesar de mis intentos de “coger práctica”, jamás logré abandonar el aparcamiento para dirigirme hacia la ciudad: la simple idea de encontrarme con una pendiente y el coche que se me calaba al arrancar era suficiente para disuadirme. Unos años atrás, antes de que el carné caducara, decidí apuntarme a una tercera autoescuela para dar clases y “refrescar” los conocimientos que nunca tuve. Si hubiera funcionado no estaría escribiendo esta columna.

En nuestra idea de verano duerme también todo aquello que vamos dejando para más adelante, que postergamos ad infinitum. La temporada estival es la reina de esas impossible tasks, expresión que alude a todas aquellas tareas que, más que por su dificultad, pesan por la carga emocional que arrastran. Desde responder a un correo, colgar un cuadro o renovar un carné que muy probablemente no uses jamás. No sé cuándo se ceja en ese tan poco saludable intento de convertirnos en otras personas ni cuándo nos resignamos definitivamente a la tranquilidad de ser los que somos. Por otro lado, desconozco qué es lo que me ha llevado a desempolvar este viejo tema del carné ahora, en agosto de 2025. Sin embargo, a la espera de recibir este documento que acredita que puedo llevar coche de nuevo, intuyo —bendita madurez, qué tarde llega siempre—, que no volveré a conducir. En realidad, ahora lo sé: lo que ocurre es que nunca he querido conducir.

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