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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Nuevas palabras para la vieja violencia

La violencia se repite y no da tregua, aunque cambien sus actores y sus motivaciones, y es imposible pensar en ella con palabras que no hayamos usado muchas veces antes

Una persona yace sin vida tras la explosión de una bomba en Valle del Cauca, Colombia, el 10 de junio de 2025.
Juan Gabriel Vásquez

El drama de Colombia es que no hay maneras nuevas de hablar del drama de Colombia. Desde hace una semana, desde la tarde del atentado contra Miguel Uribe Turbay, los que han querido reaccionar mediante frases más o menos organizadas se han topado fatalmente con la sensación de hablar en lugares comunes. La razón es muy sencilla: estamos hablando en lugares comunes. La violencia colombiana se repite y no da tregua, aunque cambien sus actores y sus motivaciones, y es imposible pensar en ella con palabras que no hayamos usado muchas veces antes. Es un lugar común, por ejemplo, hablar de la catástrofe social de los jóvenes sicarios, porque ese desadaptado de 14 años que le disparó a la cabeza a Miguel Uribe no es una imagen nueva: los que tenemos memoria la hemos visto ya muchas veces, repetida como la mona de un álbum, aunque el nombre de la figura cambie. Uno podría decir que ese lugar comenzó a ser común con Byron Velásquez, asesino de Rodrigo Lara Bonilla, que apareció en las imágenes de los noticieros llorando mientras lo subían a una furgoneta policial (o así recuerdo la imagen, pero tal vez mi memoria sea imprecisa). Y si buceara el tiempo suficiente en mi memoria seguramente podría encontrar otros nombres de otros asesinos, de otros sicarios, porque son un lugar tan común que hasta novelas se han escrito sobre ellos.

Durante estos días hemos vivido con la desolación profunda por lo que le ha pasado a Miguel Uribe Turbay, y hemos seguido los comunicados de la clínica donde lucha por seguir vivo, y hemos escuchado los rumores que llegan de esa clínica describiendo el grotesco oportunismo de tantos. Pero también hemos seguido la suerte del sicario, porque un lugar común de la violencia colombiana es que los asesinos mueran inmediatamente asesinados: así Juan Roa Sierra, asesino de Gaitán; así el asesino de Carlos Pizarro, muerto a bala por los escoltas de la víctima en el mismo avión en que la víctima fue asesinada. El sicario de Miguel Uribe sabe cosas y tiene en su memoria nombres incriminadores, y por eso los colombianos están vigilando su destino: para que no acabe como acabaron otros, muerto antes de contar lo que sabe. ¿Cómo hace un país para acostumbrarse a estas escenas de victimarios muertos? En la prensa he visto más de una vez, revivido como un zombi, el término magnicidio: otro lugar común de la vida en Colombia. Y se ha hablado mil veces de Gaitán, sobre todo para hablar enseguida de Álvaro Gómez, de Luis Carlos Galán, de Bernardo Jaramillo, y para recordar, con esos nombres en la boca, que los magnicidios no comenzaron ayer. Ni anteayer. No: son un lugar común en Colombia.

Y luego está el debate sobre lo que hemos dado en llamar “discursos de odio”. Ya hemos tenido tiempo de oír a la derecha quejarse de la retórica violenta de Petro y a la izquierda quejarse de que se queje la derecha. La verdad es que Petro lleva ya varios meses hablando de “guerra a muerte”, y llamando nazi a todo el mundo con una frivolidad y una ligereza que ya no sorprende a nadie, e incluso llegando a acusar a los congresistas rivales de tener sangre en las manos por no aprobar la ley que él quisiera. No seré yo el primero en recordar las palabras inverosímiles que usó después del asesinato de uno de sus seguidores. “Alberto es el primer muerto gracias a las decisiones de ese Congreso, por haber negado el tránsito de la ley de la reforma laboral”, dijo, y luego se dirigió a una congresista en particular. “Aunque no lo ordenó la señora Blel, la sangre de Alberto hoy la ensucia a usted y a su familia”. No sé si la derecha hipócrita que tenemos haya pensado en esa acusación irresponsable cuando le lanzó al presidente las acusaciones que le ha lanzado, pero tengo que decir que sus reclamos sonarían más creíbles si no se hubiera pasado los últimos años –y no los del gobierno Petro, sino muchos más– envenenando el ambiente con sus calumnias y sus agresiones: como cuando Uribe llamó “violador de niños” a un periodista crítico, por ejemplo, o como cuando todos los defensores de derechos humanos eran “auxiliadores del terrorismo”, o cuando los jóvenes asesinados para cobrar recompensas no estaban, en aquellas gloriosas palabras, “recogiendo café”. Mucho veneno ha circulado con las palabras irresponsables de estos que tanto se quejan ahora de la irresponsabilidad de signo opuesto.

Ha sido un rasgo de la vida política en Colombia: las condenas se hacen siguiendo primorosamente líneas ideológicas, y lo que es obsceno si lo hace el otro es legítima defensa o valiente denuncia si lo hacemos nosotros. En estos días hubiera sido para reírse (si no fuera para llorar) la intervención lamentable de Marco Rubio, que se atrevió a denunciar la violencia en la retórica de Petro: él, cuyo Gobierno ha hecho de la amenaza una forma de la política tan aceptable como cualquier otra. Donald Trump ha declarado en sus discursos que los periodistas son enemigos del pueblo, y luego ha elogiado a quienes agreden a los periodistas; le preguntó a su secretario de defensa, después de la muerte de George Floyd, si no era posible simplemente pegarles un tiro en las piernas a los manifestantes; ha dicho que los inmigrantes envenenan la sangre del país –la imagen no es original: alguien ya la usó en la Alemania de los años 30– y dedicó todo un discurso, que comenté aquí hace años, a prometer venganza a sus seguidores. “Yo soy su venganza”, les dijo a los enfebrecidos trumpistas. Mientras tanto ha cubierto también el trayecto inverso: a los verdaderos violentos, a los delincuentes condenados por intento de asesinato y violencias diversas el 6 de enero, los ha perdonado. ¿Por qué pensará Marco Rubio que tiene la más mínima autoridad moral para criticar la retórica de los otros, cuando él representa a un grotesco Gobierno de matones, a un fascismo levemente disfrazado?

La vida en Colombia consiste en buscar palabras para hablar de la violencia y consiste, también, en darnos cuenta de que no hay palabras nuevas. Basta echar una mirada a lo que se ha dicho para notar la facilidad con que acudimos a la hipocresía, a la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio.Algunos han llamado a la mesura y a la moderación y, previsiblemente, han sido acusados de todo y de cualquier cosa por los cínicos (que también son numerosos). Yo llevo una semana buscando palabras nuevas para hablar de esta frustración, esta rabia y esta tristeza, y para hablar de lo que se viene encima en el próximo año electoral: la repugnancia, la incredulidad, las varias formas de la angustia; y la certeza, la horrible certeza, de que la violencia no se acaba aquí, sino que tomará otras formas y asomará en otros lugares. Por eso yo sí creo que debemos proponer como actitudes la mesura y la moderación: aunque al final resulte que la propuesta caiga en los proverbiales oídos sordos de nuestra violencia siempre latente. En otras palabras: aunque pedir que se hable sin violencia sea un lugar común. Y lo es: quizás el más común de los lugares.

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Sobre la firma

Juan Gabriel Vásquez
Nació en Bogotá, Colombia, en 1973. Es autor de siete novelas, dos libros de cuentos, tres libros de ensayos, una recopilación de escritos políticos y un poemario. Su obra ha recibido múltiples premios, se traduce a 30 lenguas y se publica en 50 países. Es miembro de la Academia colombiana de la Lengua.
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