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El debate | ¿Sigue siendo atractiva la idea de Europa?

En un mundo cada vez más inestable, los ciudadanos de la UE se plantean qué papel geopolítico tiene que desempeñar la Unión tanto como qué puede hacer para resolver sus problemas cotidianos

Un hombre sostiene una bandera de la UE durante una manifestación proeuropea en Berlín en 2019.

La idea de Europa está en discusión fuera de las fronteras de la UE, donde campan nacionalistas e imperialistas, pero también dentro, con el avance de los partidos euroescépticos y populistas, como se ha visto esta semana en las elecciones en Portugal, Rumania y Polonia. El atractivo de los valores que han cimentado el europeísmo son igualmente materia de polémica.

Máriam Martínez-Bascuñán, politóloga y columnista de EL PAÍS, defiende que Europa es una aventura que no se acaba, pero hay que ser capaz de reconocer sus errores y criticarlos. Para Andrea Rizzi, corresponsal de Asuntos Globales de este periódico, el europeísmo resulta tal vez hoy más necesario que nunca.


Europa, ese amor que se atreve a criticar

Máriam Martínez-Bascuñán

Amar Europa significa poder criticarla cuando se lo merece. En países como España, el europeísmo ha sido casi una religión laica, asociada con la modernización, la apertura y la democracia. Tras décadas de dictadura, Europa apareció como horizonte de redención histórica: nos traía fondos, reformas y una legitimación internacional que necesitábamos. Pero ese comprensible entusiasmo nos dejó sin herramientas críticas, con un europeísmo acrítico y declarativo que a menudo ha sido un lastre. Asumimos todo —desde las “reformas estructurales” hasta los dogmas de austeridad— sin preguntarnos demasiado por el coste social o político de esa integración, como si ese fuera el precio natural de entrar en la civilización. Y nunca supimos jugar de veras en Bruselas, donde hay un interés europeo que se solapa con los intereses nacionales. Alemania lo tiene clarísimo; Francia e Italia, también. España nunca acabó de dar ese salto de madurez europea y europeísta que consiste en compaginar sus intereses nacionales con los europeos.

Amar Europa no significa defenderla sin fisuras, sino atreverse a someterla a un escrutinio constante, a subrayar sus tensiones a veces contradictorias, sus ambigüedades y el carácter tortuoso de los compromisos de ese objeto político no identificado, según la feliz definición de Delors. Europa es una conversación: la semilla de una idea lúcida, en estado de transición permanente, con la provisionalidad como razón de ser. Quien ama una idea está obligado a no mentirse sobre ella, y entre los españoles, como entre los europeos en general, convive un consenso (muy amplio en España) sobre la idea de la Unión, pero también un cierto descontento con las instituciones. En el Este, o en lugares como Albania, el acercamiento a la UE está siendo más complejo y ambivalente. El pensador Ivan Krastev escribió un libro muy lúcido al respecto: La luz que se apaga. La filósofa Lea Ypi muestra asimismo cómo Europa fue promesa y decepción a la vez. Su generación esperaba que la apertura al liberalismo trajera libertad, pero lo que llegó fue un capitalismo salvaje. Desde esa experiencia, Ypi no idealiza Europa: la observa con distancia, con una mezcla de esperanza crítica y escepticismo constructivo. Esa mirada, paradójicamente, parece más madura, más democrática. ¿Quién se siente hoy convocado por esa promesa?

La crisis de 2008 nos enseñó el otro rostro de Europa: el del castigo moral, el de los hombres de negro, el de los frugales del Norte que nos miraban con condescendencia. La crisis del euro nos mostró otra grieta: la falta de solidaridad estructural. Alemania y otros países impusieron a los del Sur duros planes de austeridad en nombre del “riesgo moral”, sin asumir su propia responsabilidad en el diseño del sistema financiero europeo. Fue una Europa del castigo, no de la cooperación (que en la siguiente crisis, la del coronavirus, se corrigió: las crisis suelen poner a prueba la UE). Hoy, esa ironía ha estallado de forma escandalosa. Los países que nos exigían sacrificios, como Alemania, tienen ahora déficits crecientes, subsidian sus industrias, practican un keynesianismo de guerra y nadie —ni siquiera la vicepresidenta española de Competencia— les impone condiciones. Lo que fue pecado en el Sur es ahora pura política en el Norte. Alemania vivió del gas ruso, del comercio con China y del escudo militar estadounidense, y se metió (y nos metió) en una profunda crisis de modelo. Cuando necesita gastar más, nunca hay hombres de negro para recordarle la disciplina fiscal.

Esa estructura narrativa no se ciñe solo a los asuntos económicos. En 2015, con la crisis de los refugiados, se derrumbó otra ilusión. Krastev lo califica como nuestro 11-S: un giro radical en el relato fundacional. Si en 1989 nos preguntábamos cómo contribuir a la transformación democrática del mundo, hoy la cuestión dominante es cómo protegerse de él. La forma en que Europa trata a los migrantes expresa su crisis moral más profunda: una crisis de valores, de los tan cacareados “valores europeos”. Se habla de proteger “nuestra” civilización —grecorromana, cristiana, blanca— frente a una supuesta amenaza. Es un relato que recuerda más a las mitologías imperiales que a un proyecto cosmopolita. Tony Judt escribió hace 15 años que la Unión le recordaba al imperio carolingio, que Bruselas era “el último heredero del despotismo ilustrado” y que el mayor riesgo de Europa es el nacionalismo: “Una retórica nacionalista defensiva de las regiones deprimidas”, de las sociedades más miedosas, que ahora mismo son casi todas. En este terreno, la distancia entre valores e identidad es alarmante. Esa obsesión por la seguridad tiene algo de kafkiano. En su cuento La construcción, Kafka imagina una criatura que cava una madriguera perfecta para protegerse, pero vive con pánico de que alguien la descubra. Zygmunt Bauman usó esta imagen para describir a Europa: atrapada en su madriguera, desconfiando del exterior, obsesionada con no ser invadida. Hoy, Europa ha levantado kilómetros de muros y de vallas de alambre de espino; y, sobre todo, se encierra tras centros de detención externalizados, como los de Meloni en Albania, mientras la Comisión Europea, dirigida con un tono hiperpresidencialista por Ursula von der Leyen, avala sin rubor políticas migratorias que traicionan todo valor fundacional, y reclama también esos campos de refugiados en países terceros como solución. Los valores, en fin, se difuminan.

Todorov lo dijo con claridad: “Dime cuáles son tus valores y te diré cuál es tu identidad.” Y si Europa ya no sabe cuáles son los suyos, o los aplica solo cuando le conviene, ¿qué identidad puede sostener? La justicia se convierte entonces, como escribió Bauman, en una espina clavada en la carne. Y es esa espina la que muchos ciudadanos sienten hoy: un malestar difuso, una decepción sin ira, una distancia creciente. ¿Dónde está la voz de Europa cuando Gaza arde? ¿Dónde están sus principios cuando se condena la agresión rusa, pero se silencia el sufrimiento palestino? Y, mientras tanto, los enemigos internos del proyecto europeo —el autoritarismo de Orbán en Hungría, la deriva iliberal de gobiernos que atacan el Estado de derecho— siguen creciendo sin consecuencias reales, sin un puñetazo en la mesa de Bruselas como el que oímos hace un cuarto de siglo contra el neofascista Haider en Austria.

La aparente paradoja es que quienes más creen en Europa son hoy quienes más la critican. Europa no es una casa a la que regresar, sino una aventura que no termina nunca. Pero para seguir la travesía, hay que ser capaz de reconocer los errores del camino. Europa está llena de madrigueras, pero falta el aire. Yo quiero seguir creyendo en Europa. Pero no en la Europa fortaleza ni en la de los tratados sin alma. Quiero una Europa que se atreva a democratizar su propia arquitectura y convertirse en una federación política de ciudadanos. No para uniformar, sino para compartir poder. Solo así podrá volver a hacerse digna de esa palabra que tantos hemos pronunciado con esperanza: futuro.


La vigencia del sueño y del método europeísta

Andrea Rizzi

El sueño de los presos antifascistas de Ventotene sigue vivo. Herido, pero vivo y atractivo.

La idea de una Europa libre y unida como antídoto al veneno del nacionalismo que Spinelli, Rossi y Colorni plasmaron durante su reclusión a manos del régimen mussoliniano en la isla del mar Tirreno, en plena II Guerra Mundial, ha dado pasos asombrosos, mantiene toda su vigencia salvadora y, a la vez, sufre una grave hemorragia. Estas afirmaciones son certeras a la vez.

La hemorragia queda evidente en el creciente apoyo a fuerzas euroescépticas o eurofóbicas, pero se encarna también en personas que simpatizan con la idea de una Europa unida, que jamás votarían por fuerzas nacionalistas y que, sin embargo, sienten un profundo desencanto. Los motivos son múltiples y notorios, algunos por acción y otros por omisión, desde el austericidio de la segunda década del siglo XXI hasta la incapacidad de oponerse de manera común y contundente a la infame acción bélica de Israel en estos días. La incapacidad de contener mejor los excesos capitalistas y construir un verdadero pilar social común es otra profunda decepción. La crítica por estas y otras cuestiones es no solo legítima, sino justificada y necesaria.

Pero esta no debería menospreciar los asombrosos pasos dados en el camino. Algunos son evidentes; otros, a menudo, olvidados. Entre los primeros figuran una construcción política extraordinaria que ha propiciado décadas de paz, progreso, confraternización de pueblos en libre circulación y encuentro. O la moneda común, las competencias comerciales federalizadas que permiten defenderse juntos ante el asalto trumpista y la reacción unida ante la brutal violencia putinista. Además, deberían valorarse en toda su importancia poderosos factores de cohesión social y territorial, desde los ingentes fondos que durante décadas han promovido una convergencia entre países contribuyentes y receptores hasta la emisión de deuda común para afrontar el shock pandémico. O el mismo mercado interior, una suerte de materia oscura que rodea a la visible y que, sin ser habitualmente percibido, es parte fundamental de nuestro universo, una que ha sido una fuerza tractora con aspectos muy beneficiosos, como intuyó Delors.

Sobre todo, al margen del balance de errores y aciertos, la crítica no debería perder de vista la vigencia esencial de la idea europeísta, que es tal vez hoy más necesaria y atractiva que nunca desde hace décadas. Lo es por varios motivos.

El primero es de índole estructural, que podemos definir de razón práctica, y tiene que ver con el devenir de un mundo en el que imperialismos, autoritarismos y nacionalismos están de nuevo en auge de una forma que recuerda de alguna manera al tiempo de los presos de Ventotene. Es un mundo brutal, en competición descarnada, en el cual es una verdad intuitiva que la unión de los europeos, pese a sus defectos, supone la única embarcación que nos puede salvar del naufragio.

Tanto es así que, cabe notar, las mismas fuerzas eurófobas han ido cediendo terreno a una verdad que es casi una suerte de ley gravitacional. Ustedes ya no oyen hablar de Frexit, Nexit o algo parecido. Ni siquiera oyen hablar de propuestas de salida de la eurozona, idea con la cual el Frente Nacional o la Liga jugueteaban hace no mucho. La masa del proyecto europeo es enormemente mayor. Lo era antes y lo hacen más evidente ahora los asaltos que, desde Oriente u Occidente, afrontan los europeos, sea con tanques, bulos o aranceles. Desde la unión es como mejor podemos responder.

El segundo motivo de la vigencia esencial de la idea europeísta es menos intuitivo y evidente, pero tal vez incluso más importante. Podemos definirlo de razón procedimental. Tiene que ver con el método.

El método europeísta es, por supuesto, a primera vista, extremadamente complejo y a menudo disfuncional. Acoge en su seno el pilar comunitario y el intergubernamental. Sufre la persistencia de áreas en las que se requiere la unanimidad que producen farragosidad, incluso parálisis, o la coexistencia de una plétora de instituciones, mecanismos, niveles que lo complican todo.

Sin embargo, dando un paso atrás, observando desde una cierta distancia, es posible sentir el valor salvífico del espíritu de ese método. Aunque defectuoso, es el mejor antídoto no solo frente al nacionalismo, sino también frente a la polarización que carcome nuestras democracias, que corroe nuestra capacidad de reflexionar, debatir y deliberar de forma constructiva. En definitiva, nuestra capacidad de cooperar, de asentar y mejorar reglas compartidas del juego, de acordar decisiones de calado transcendental.

Las vidas políticas nacionales se hunden en la espiral de la polarización destructiva por la acción consciente de actores externos e internos. Aunque no se les note tanto, son mayoría aquellos que aborrecen el hooliganismo político militante. El marco europeo propicia un espacio en el que resulta más viable mantener el espíritu y los mecanismos de cooperación constructiva, que son clave crucial para lograr vigor democrático y un progreso estable.

Así, si por el camino toca sufrir ciertos compromisos decepcionantes, deberían siempre ser juzgados en el contexto del valor del método.

Y, aunque el auge de movimientos euroescépticos lo oculte, hay datos que apuntan a que son cada vez más los ciudadanos que sienten la atracción de la materia europeísta, estructural o procedimental, visible u oscura. El Eurobarómetro registra niveles récord en cuestiones clave. Por ejemplo, preguntados si consideran que su país se beneficia de la pertenencia a la UE, un 74% de los encuestados responde que sí, la tasa más elevada desde que se hizo por primera vez la pregunta en 1983. Hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece.

Por supuesto, no hay margen para la complacencia. Los resultados electorales son inquietantes. Junto a la crítica racional, actúa una peligrosa actividad de desgaste con manipulación informativa que altera a ojos vista los equilibrios. Además, hay elementos de malestar socioeconómico para los cuales los instrumentos de protección están en manos de los Estados, lo que hace el juego de los nacionalistas. Por último, parece más fácil espolear un fervor emocional nacionalista que europeísta, y esto también pesa mucho.

Pero ello no puede hacer perder de vista la poderosa, aunque poco visible, fuerza de atracción que el europeísmo sigue ejerciendo por su propia masa, una que cobra mayor entidad en esta época neoimperialista. De forma más o menos consciente, los ciudadanos la perciben. Es razonable pensar que son una mayoría que puede ampliarse con las estrategias correctas. Y que, aclarando el significado de todo esto, afinando políticas y encontrando la vía para espolear un orgullo europeísta, querrán movilizarse para frenar las fuerzas retrógradas. Para defender ese camino kantiano hacia la paz perpetua, esa senda hamiltoniana hacia la federación, ese salto calviniano hacia la levedad frente a un mundo que se petrifica.

“El camino a recorrer no es fácil ni seguro, pero debe ser recorrido y lo será”, concluye el manifiesto de los presos de Ventotene. Ánimo, europeos.

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