El poder de los europeos
La UE puede y debe superar la crónica autodesconfianza que limita sus enormes posibilidades como potencia liberal ante el nuevo desorden mundial


En tiempos de turbación, no confundirse. Europa dispone de recursos humanos, económicos y geopolíticos para afrontar los grandes desafíos de hoy: la traición del Gobierno de EE UU a su historia liberal; el reto tecnológico, energético y competitivo; los síntomas de “pinza iliberal” entre la superpotencia y Rusia; el pulso de China en pugna por la hegemonía, en concordancia con la vieja trampa de Tucídides, la sobreactuación del poder dominante por su miedo al emergente…
Europa puede salir bien librada si maximiza su energía para corregir el nuevo desorden mundial. Los europeos tienen poder. En comercio, en economía, en relaciones comerciales, en capacidad de negociación multilateral, en ayuda al desarrollo y humanitaria, en ciencia… y en potencia normativa, con permiso de los desreguladores demasiado fanáticos.
Falta que se decidan a emprender lo nuevo necesario para ser más decisivos. Mucho más que hasta ahora, pues la competencia aprieta exponencialmente. Lo exige el vacío de dirección liberal en el mundo globalizado que se resiste a la fragmentación proteccionista. El diagnóstico de necesidades urgentes es claro: defensa y política exterior, tamaño tecnológico, unión bancaria y del mercado de capitales, armonización fiscal y social… Sin estropear las líneas maestras del proyecto iniciado en 1957: consenso democrático, concordia internacional, paz social… agenda verde y digital. Para lo que se requiere no ya autonomía, sino independencia estratégica. Y completar el poder blando con potencia firme y las históricas alianzas occidentales con convergencias fenicias, en todas direcciones.
Requisito previo es deslindar de cuajo el euroescepticismo reaccionario, que erosiona el empeño común, de la fatal tendencia europeísta (incluso federal), al pesimismo paralizante. Su colusión aumenta un viejo síndrome incapacitador: en las bonanzas, optimismo (como en la mítica etapa de Jacques Delors, 1985/1995); en las crisis económicas o geopolíticas (como en los shocks petroleros de los setenta y sus secuelas posteriores), retraimiento bajo el caparazón protector ya conseguido, justo cuando se necesita un vigoroso impulso moral a la acción colectiva. Ahora se cierne ese peligro.
Ese síndrome de desconfianza sobre la propia potencialidad arranca del principio. Los seis socios fundadores de las Comunidades Europeas eran, todos, países perdedores. Alemania, claro, pero también Italia o Francia, que se encaramaron en el penúltimo minuto al carro de los vencedores anglosajones, o el arrasado Benelux que apenas mantenía en Londres, atenazado entre colabos, la dignidad de sus Gobiernos en el exilio y de sus monarquías violadas por el invasor nazi. El continente que renacía de sus cenizas era un erial.
El complejo de inferioridad se afianzó bajo la sombra de la potencia norteamericana, creciente desde la primera Gran Guerra, omnipresente y omnipotente tras la Segunda. Casi todo eran jeremiadas, por lo que no se pudo ser y nunca se alcanzaría. Así que cada paso de la fértil construcción comunitaria consolidada a lo largo de siete decenios iba precedido de una agria interrogación existencial, la duda sobre la unidad, la incógnita acerca de la factibilidad del esfuerzo requerido. O sea, sobre el presente. Y sobre el futuro común.
Esta estéril secuencia del clima pesimista y su consiguiente acción política titubeante —luego corregida— se ha cumplido ante casi todos los nuevos grandes proyectos. Al menos de los que guardan memoria los de la generación que nacimos al saber y al compromiso desde 1968/1969.
Se dudó sobre cómo vencer la crisis energética de los setenta y de cómo afrontar el apabullante crecimiento japonés desde los ochenta. Y se hallaron las recetas en una primera deriva de ahorro y diversificación energética (gas) y algunos pactos sociales antiinflacionarios, la mayor apertura comercial y la erección de un presupuesto común más orientado a la cohesión —en detrimento del viejo agrarismo— e incipientemente a la innovación (desarrollo de Airbus, grandes redes europeas de comunicación y transporte) y a la convergencia educativa (programas Erasmus y derivados, como el Leonardo).
El Acta Única de 1985/1986 que debía acabar con aniquilar mediante 300 directivas (¡regulación!) los obstáculos internos no arancelarios (estándares, servicios) suscitaba un recelo contenido de dirigentes que pronto se rindieron a la evidencia. También gracias al resultado del simultáneo desafío de la acogida a la mayor, más exitosa y más permanente ampliación, la mediterránea a España y Portugal. Fue también la más difícil (hasta la oriental) por el abismo de riqueza relativa y renta per cápita absoluta. Y funcionó por la doble seriedad de quienes acogían y quienes arribaban. O el éxtasis del primer —aunque acotado— euroescepticismo ultraliberal británico, a cargo de una Margaret Thatcher reclamando “I want my money back” (devuélvanme mi dinero). Lo que se zanjó en parte en 1984, con algún ajuste de los ingresos presupuestarios. Ese momento mostró que la Europa comunitaria era capaz de lidiar con tres arduas crisis a la vez.
Después, el proyecto de unión monetaria formateado en 1989 —también en reto triplicado por la caída del Muro y la unificación de las Alemanias— y culminado en 1992, provocó carcajadas entre los economistas más nacionalistas y sus colegas norteamericanos. Casi todos temerosos de un nuevo rival del dólar, investigadores reaccionarios y en algunos casos progresistas, que replicaron solemnemente sus banalidades. Charloteaban de que la ya Unión Europea era una voluntarista fantasía federal y su euro desafiaba la teoría de la OCA (Optimal Currency Area), un área monetaria armónica entre economías equivalentes, del todo armonizadas. Como si Iowa y California lo fuesen. Como si el inventor de la teoría de las OCA, Robert Mundell, no les desmintiese lunes sí y martes también. Como si la moneda única fuese capricho y no requisito para afrontar los continuos terremotos monetarios generados desde EE UU, tal como demostró el gran economista de Berkeley, Barry Eichengreen.
También la crisis de 2008 debía romper el euro y cercenar la comunidad. Y aunque la política de austeridad la enfermó gravemente, surgieron los paquetes de rescate y un renovado BCE que pasó de la política restrictiva heredada del Bundesbank a la expansión cuantitativa de Mario Draghi con su promesa (2012) de que haría “todo lo que sea necesario para salvar al euro, y créanme, será suficiente”.
Otro tanto sucedió con los augurios de ruptura de la Unión Europea por el Brexit —de 2016 a 2020—, en la presunción de que muchos copiarían el secesionismo del Reino Unido. Y al cabo, la defensa del mayor mercado interior liberal mundial cimentó la unión de los Veintisiete y dejó solo en su suicidio al conservadurismo tory. O ante la pandemia de 2020, que debía fragmentar al club en respuestas aisladas de cada socio: y desembocó en la primera gran política sanitaria común. Y en un inédito paquete financiero autónomo, los fondos Next Generation, la primera gran apuesta financiera soportada por un mecanismo de deuda común del todo federal: los eurobonos. O ante la crisis energética y defensiva derivada de la invasión rusa de Ucrania.
Cierto: todos estos desarrollos han seguido una línea de progreso que soterraba o aplazaba la necesidad de adoptar cautelas.
Internamente, se aparcó la construcción de una capacidad coercitiva contra los socios que renegasen del principio democrático: una vez dentro, son menos controlables que cuando fueron candidatos al ingreso. Pero es abusivo deslegitimar el proyecto por la deriva ultraderechista, que va fisurando su unidad: EE UU ha sufrido dos Trump; Europa, no.
Externamente, se afianzó el bienestar común sobre la triple ingenuidad subyacente a la contratación (por toda la UE, no solo por la RFA) de coberturas baratas: la seguridad, a EE UU; la energía, a Rusia; un gran segmento comercial, a China. Es exacto, pero también corolario de traducir la creencia en el orden liberal, y la vocación multilateral de los europeos, en estrategia solitaria. Urge una enérgica ambición de poder. A secas.
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