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El debate | ¿Hay que legislar sobre la violencia obstétrica?

Portugal aprobó en abril, contra la opinión de los médicos, una ley para regular las prácticas consideradas inapropiadas durante el parto. En España existe esta preocupación, pero no hay un registro oficial de los procedimientos empleados

Una mujer con su hijo recién nacido por cesárea en un hospital de Ciudad de México, el 1 de enero de 2024.

En España no hay datos estadísticos de la incidencia de la violencia obstétrica hacia las mujeres, una práctica que la OMS define como “maltrato físico, humillación y abuso verbal, o procedimientos médicos coercitivos o no consentidos” antes, durante y después del parto. El pasado abril, Portugal aprobó una ley contra estas prácticas que incluye penalizaciones y sanciones contra los hospitales y profesionales que ejerzan procedimientos injustificads durante el parto. La respuesta mayoritaria en la profesión ha sido de indignación.

En la ley española sobre salud sexual y reproductiva aprobada en 2023, se aboga por disminuir el “intervencionismo, evitando prácticas innecesarias e inadecuadas que no estén avaladas por la evidencia científica”, pero no existe una legislación específica. El Parlamento europeo instó en 2021 a los estados a combatir “la violencia ginecológica y obstétrica mediante el refuerzo de los procedimientos que garantizan el respeto del consentimiento libre, previo e informado y la protección frente a un trato inhumano y degradante en los centros asistenciales”.

Ante esta situación, la psiquiatra, escritora y consultora de la OMS, Ibone Olza, y la socióloga y doctora en Educación por la Universidad Complutense de Madrid, Natalia Biencinto, aportan sus visiones.


Criminalizar intervenciones no es la solución

Ibone Olza

Tenemos un problema importante con la atención al parto en este país. No somos los únicos: como lleva años denunciando la OMS, el problema es global y se resume en abuso, falta de respeto y maltrato a las embarazadas, parturientas y recién nacidos. En dos palabras, según Naciones Unidas: violencia obstétrica. El problema con la atención al parto es parte de la violencia que soportamos las mujeres en el sistema patriarcal; el termino violencia obstétrica acuñado por las activistas latinoamericanas nos ha ayudado a nombrarlo. Aunque levante muchas ampollas, la Unión Europea aboga por su uso ya que permite visibilizar que se trata de una violencia estructural y de género.

Igual conviene aclarar que violencia obstétrica no significa que los obstetras dañen intencionadamente a las mujeres. Más bien señala una violencia inherente en un modelo heredado y misógino de atención al parto que trata a las mujeres como contenedoras del valioso “producto” (así se llama al bebé en obstetricia) y las tiene poco o nada en cuenta. Como cuando nos colocan en la peor postura posible para dar a luz, nos impiden movernos o estar acompañadas en un momento crítico de nuestra vida sexual, se ríen de nuestros planes de parto o, peor aún, nos violentan de muy diversas maneras. El parto no es una enfermedad ni la parturienta una paciente, pero no por eso hay que saltarse la Ley de Autonomía del Paciente. Si introducir cualquier cosa en la vagina de una mujer sin su consentimiento es una violación, ¿cómo es posible que aún se realicen tantísimos tactos vaginales a las parturientas sin su consentimiento explícito e informado? ¿Por qué a estas alturas del siglo no se permite la presencia del acompañante elegido en todas las cesáreas?

La violencia obstétrica la pueden ejercer todos los profesionales sanitarios que atienden a las embarazadas pero, precisamente porque es estructural, también ellos la pueden padecer. ¿Cuántas profesionales de la matronería y la obstetricia han abandonado el paritorio para no ser cómplices de esa violencia, cuántas han sufrido acoso por trabajar de acuerdo a la evidencia científica siendo tachadas de hippies o incluso sancionadas por cosas tan saludables como permitir que las mujeres den a luz en la postura que les da la gana? La violencia obstétrica daña a todas las partes implicadas y se perpetua en las facultades y espacios formativos.

Erradicarla no va a ser sencillo, pero no parece que criminalizar algunas intervenciones sea la solución. Ninguna intervención es violenta en sí misma. Tan grave es hacer una cesárea sin consentimiento, como fue el caso de Nahia, como no hacerla a tiempo. No es pues, cuestión de dictaminar que prácticas son violentas y hay que demonizar y cuales no, sino de ir más allá y ver las cifras y el contexto.

La complejidad de la obstetricia moderna es enorme. El problema de atender el embarazo y el parto como si de una enfermedad se tratara, conocido como medicalización, se agrava en un contexto de medicina defensiva, donde hay más condenas por cesáreas no hechas que por inne-cesáreas. Claro que eso no justifica las sangrantes tasas de cesáreas ni las clamorosas desigualdades entre comunidades autónomas, pero sirve como botón de muestra para ilustrar la complejidad del asunto y porqué la prioridad es adoptar políticas públicas más que legislar.

Urgente es cumplir las leyes que ya tenemos y los dictámenes internacionales al respecto, como la resolución de Naciones Unidas que tres años después sigue sin ejecutarse. En ella, además de recordar la necesidad de reparar e indemnizar a las víctimas, la relatora de la ONU instó a España a realizar estudios sobre la violencia obstétrica que sirvan para orientar las políticas públicas (¡imprescindibles las cifras y la transparencia en la obstetricia!), así como a capacitar tanto a sanitarios como al personal judicial y al encargado de velar por el cumplimiento de la ley. Necesitamos formar a las profesionales para que sean exquisitas en el trato y atención que dan a madres y bebés.

Mejor priorizar la formación y apostar por un enfoque restaurativo, que escuche a las mujeres y ofrezca un espacio seguro que permita la práctica reflexiva de los profesionales.


Sin leyes no hay verdadera justicia

Natalia Biencinto

La medicina, como el resto de las disciplinas, no es impermeable a los estereotipos, valores e inercias sociales que colocan a las mujeres en posición de desventaja. Hay numerosas evidencias de que estas se trasladan a la investigación, la formación y, finalmente, a la práctica, generando sesgos en la atención médica. Un ejemplo es el tratamiento del dolor de las mujeres. En esta cuestión, las sociedades oscilan entre ensalzar nuestra, dicen los estereotipos, mayor resistencia al dolor —tan bien recogido en ese meme de “en el parto, una mujer puede llegar a experimentar casi lo que un hombre siente cuando le da gripe”— y minimizarlo o atribuirlo solo a causas psicológicas (es estrés, depresión… variaciones del tradicional “estás muy nerviosa”).

Carecemos de datos estadísticos oficiales respecto a la incidencia de la violencia obstétrica en España, pero algunas aproximaciones muestran una alta incidencia, de más del 60%. El ejemplo más evidente es la tasa de cesáreas, del 25,2% en 2023, que apenas ha variado en casi 15 años (era del 25% en 2010) y sigue estando muy lejos de la recomendación general del 10-15% que, desde 1985, la comunidad sanitaria internacional ha considerado la tasa “objetivo”.

La violencia obstétrica, como toda violencia estructural, no ha de entenderse tanto como resultado de prácticas “individuales” aisladas o puntuales, sino de formas ya institucionalizadas de entender la atención sanitaria a las mujeres durante el proceso reproductivo.

Décadas legislando en materia de violencia contra las mujeres han demostrado que las leyes son necesarias pero no suficientes para erradicarla, porque continúa y continuará mientras persistan las desigualdades que la originan. No somos tan ingenuas de pensar que con una ley acabaremos con la violencia obstétrica, pero también sabemos que las normas son instrumentos imprescindibles para nosotras porque, sin ellas, es posible pero mucho más difícil visibilizar, pasar del discurso a los hechos y, a largo plazo, impulsar cambios sociales que produzcan mejoras significativas en nuestras vidas.

Creo que hay tres razones fundamentales para argumentar a favor. La más importante es hacer justicia. Con ello, se pone la vulneración de derechos fundamentales de las mujeres en el mismo nivel que otras. Nuestra integridad y nuestra dignidad durante, antes y después del parto es tan importante como la de cualquier otra persona en cualquier otro momento de su vida. Y sin un marco legal no hay acceso a la justicia —mecanismos para denunciar, investigar, aclarar y, en su caso, sancionar (nada más garantista que la ley), ni tampoco instancias de reparación y seguimiento— en caso de que sean vulneradas.

La segunda, es que las leyes contribuyen de manera casi automática a nombrar, dar visibilidad y, con ello, reconocimiento de conculcaciones de derechos que no se consideran tales porque están normalizados. Por ejemplo, no hace tanto que el ejercicio de la violencia constituía una potestad más del marido frente a la esposa. Esta normalización comenzó a resquebrajarse cuando le pusimos nombre, nos movilizamos y, finalmente, conseguimos que se legislara en contra. Sabemos que incluso el término de “violencia obstétrica” (qué importante es nombrar) genera muchas controversias entre el personal médico, cuando no abierto rechazo o negación. Frente a este panorama, legislar es aún más necesario para que salga de ese terreno de “semioscuridad”.

La tercera es contribuir más eficazmente a la mejora de la calidad general de la atención perinatal. Legislar para garantizar la erradicación de prácticas obsoletas o desaconsejadas (medicalización innecesaria, cesáreas o episiotomías sin indicación, maniobra de Kristeller, trato denigrante, o desinformación) es todavía necesario porque se siguen dando.

Tras décadas trabajando desde las lógicas del “convencer” sabemos que informar, concienciar, estudiar, y capacitar sigue siendo imprescindible pero no es suficiente; las leyes no son varitas mágicas, pero, sin ellas, es más difícil y, sobre todo y mientras tanto: sigue siendo más desigual e injusto para nosotras.

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