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El debate | ¿Es posible mantener las corridas de toros sin matar al animal?

Ciudad de México y Portugal han aprobado reformas para eliminar de la lidia la muerte del toro, mientras se mantienen los lances donde no hay derramamiento de sangre. ¿Puede ser este un futuro viable para la tauromaquia?

El torero Morante de la Puebla, entrando a matar un toro en 2023.

El Congreso de Ciudad de México ha acordado transformar las corridas de toros en espectáculos “sin violencia”, en los que no se podrá matar al animal ni antes, ni durante ni después de la lidia. Esa decisión ha devuelto actualidad al debate sobre el futuro de una tradición cultural que cada vez cuenta con mayor número de detractores.

El crítico taurino Antonio Lorca considera que ese tipo de reformas suponen de hecho la desaparición de la tauromaquia, ya que el toro bravo solo tiene sentido para la lidia. El exdiputado de Podemos en el Parlament balear Carlos Saura León considera, por el contrario, que la tradición de los toros va a acabar desapareciendo por sí misma y que hasta entonces lo más sensato es avanzar hacia un espectáculo donde el toro no sufra.


Una sentencia de muerte para el toro bravo

Antonio Lorca

Decía Joaquín Vidal, recordado crítico taurino de este periódico, que al igual que la gallina sirve para hacer un buen caldo, el toro bravo ha nacido para la lidia. Y tenía razón. Qué sentido tiene, si no, la existencia de la gallina, o la del propio toro, de carne fibrosa, cuyo mayor reclamo gastronómico es el rabo macerado en vino.

Sucede, es verdad, que mientras que el ave doméstica se sacrifica en las higienizadas y frías salas de un matadero, el toro muere (se le mata) en el transcurso de un espectáculo público cruento en el que se produce derramamiento de sangre; mejor dicho, en el fragor de una lucha —ese es el significado de la palabra lidia— entre un ser humano y un animal seleccionado por autodidactas de la genética, como son los ganaderos, para la creación de un rito que, para muchos, es un modo de entender la belleza.

La belleza, sí, la emoción, la pasión…, el arte del toreo se conoce como la fusión entre esa fuerza de la naturaleza que es el toro bravo y la inteligencia, la técnica, la inspiración y genialidad de un torero capaz de crear un chispazo misterioso que remueve el espíritu de quien es capaz de interiorizar ese rito ancestral que se llama tauromaquia.

Pero es un rito violento, sí, en el que el toro muere de verdad y tiene la oportunidad de formar parte de la memoria colectiva, y el torero se juega la gloria, el fracaso y también su propia vida.

Ese es el misterio de la fiesta de los toros, incomprensible e inmarcesible, que encandila a unos y produce rechazo en otros.

El Congreso de la Ciudad de México ha aprobado recientemente una nueva figura jurídica, “espectáculo taurino libre de violencia”, y lo asume como un paso adelante en la evolución social, y no como lo que es, una cesión a los grupos antitaurinos y animalistas. Unas 27.000 firmas —algo más de la mitad del aforo de la plaza de toros Monumental de la capital mexicana— pidieron a los políticos la prohibición total de la fiesta, y estos han respondido con una reforma caricaturesca (las faenas durarán 10 minutos, se prohibirán espadas y banderillas y se cubrirán los cuernos del toro para evitar heridas).

No es una evolución la reforma aprobada, sino la supresión de la tauromaquia en Ciudad de México disfrazada de progresismo. No existe ni existirá nunca un espectáculo taurino sin varas de picar, sin banderillas, sin estoque, sin peligro, sin pasión, sin gloria, sin fracaso, sin muerte… No hay afición a los toros que resista semejante mutilación a la esencia misma de la tauromaquia. Esta fiesta no tiene ningún sentido reconvertida en una bufonada.

Además, en un intento de proteger al animal, los políticos mexicanos han decretado la sentencia de muerte del toro bravo. ¿Qué valor tiene su vida si no es para la lidia?

En un intento —fallido— de proteger al toro, han propinado un zarpazo a la historia, a la economía, a los sueños de toreros y aspirantes a la gloria y a la ilusión de los aficionados de ese país, pocos, quizá, pero merecedores de que se les respete su derecho a acudir a una plaza y disfrutar de un espectáculo taurino íntegro.

Por cierto, ¿dónde están los aficionados mexicanos? ¿No será, acaso, que son tan minoritarios como los antitaurinos, pero menos activos, y su indolencia ha permitido el desafuero del Congreso de la capital? México ha perdido el alto prestigio taurino de épocas pasadas, muchos espectadores han huido de sus plazas, y quizá ahí, y en la ausencia de una legislación nacional que proteja y ampare la tauromaquia, resida este postureo reformista que anuncia un horizonte tan sombrío.

La fiesta de los toros es un misterio, y como tal ha permanecido viva a lo largo de la historia a pesar de sus detractores y prohibicionistas. Hoy, otra vez, intentan emborronarla, zaherirla, romperla y desnaturalizarla. Hoy, con más pasión que nunca, habría que recordar a Juan Ramón en su poema más breve: “¡No le toques ya más, que así es la rosa!”.


O el toreo evoluciona o se perderá en la historia

Carlos Saura León

En 2017 aprobamos en Baleares una ley conocida como “toros a la balear”. Impulsada por Podemos y respaldada por grupos como Més y el PSOE, su objetivo era claro: actuar en el margen de nuestras competencias para erradicar el sufrimiento y el ensañamiento en el espectáculo taurino en nuestra comunidad autónoma. Frente a ella, se alzaron los guardianes de una supuesta “cultura de Estado”, empeñados en elevar el sacrificio de un animal indefenso a la categoría de goce estético nacional. Una tradición legitimada por el peso de los siglos y las ansias de sangre de un público cada vez más escaso y envejecido.

Los argumentos que se esgrimieron entonces evitaron abordar lo esencial. Los taurinos —que, en el fondo, son los verdaderos antitaurinos— decían defender al toro, cuando en realidad lo condenaban al tormento. Quienes estamos a favor de los toros somos quienes no queremos verlos torturados hasta la muerte. Se habló de la extinción del toro de lidia, del carácter milenario del toreo o de las pérdidas económicas del sector. Pero no se dijo la verdad. Su objetivo justificaba cualquier medio, por deshonesto o tramposo que fuera.

El corazón del debate era y es que no conciben el toreo sin sufrimiento. Dicen que este sufrimiento sacralizado es indisociable del goce estético que provoca en los aficionados. Asimismo, defienden la idea de una pugna en igualdad entre el toro y el torero. Cosa que resulta muy difícil sostener: se trata de un enfrentamiento claramente desigual, en el que un ser humano —dotado de inteligencia y técnica— provoca la muerte del 99% de los toros entre vítores y “olés”, mientras que solo mueren, aproximadamente, dos de cada 10.000 participantes humanos en el espectáculo. Es, en realidad, una humillación ritualizada, un despotismo abusivo y cruel, una lenta agonía del animal, cuya fuerza se apaga entre desgarros y estocadas, hasta que cae fulminado. Esta es la esencia trágica de la tauromaquia de la que hablaba Ortega y Gasset, aunque solo resulta verdaderamente trágica —en el sentido más desdichado del término— para el toro. La tauromaquia ha sido durante mucho tiempo una vía para saciar una pulsión de muerte ancestral, envuelta en retórica estética. Sin embargo, cabe preguntarse si una sociedad responsable, democrática y madura puede permitirse un símbolo tan bárbaro y brutal como es el de la lidia con sangre. O si, por el contrario, debemos optar por avanzar hacia formas más amables. Ya que, como tantas otras prácticas antaño consideradas cultura, ha de enfrentarse a una disyuntiva: o evoluciona o será historia más pronto que tarde. La metafísica del toreo tradicional, dicen, necesita del dolor: sin sufrimiento, no hay rito. La sangre, los bramidos, el espasmo del cuerpo herido forman parte del espectáculo. Dicho esto, ¿por qué no habría de cambiar? ¿No han cambiado otras tradiciones? Si, como se dice, el arte del toreo reside en la danza entre toro y torero, ¿por qué no quieren los aficionados preservar esa expresión sin matar al animal? Esa sería la opción más equilibrada, ya que la sensibilidad social avanza hacia una ética más compasiva con todos los seres sintientes. Es obvio que el toreo irá cayendo por su propio peso. Pero si buscamos un término medio entre tradición y progreso, lo lógico sería que quienes aún defienden la lidia se adapten a los nuevos tiempos. Como sucede en Portugal, o como se ha aprobado recientemente en Ciudad de México: lidia sí, pero sin muerte.

La liturgia del toreo tradicional ha revestido durante siglos de solemnidad estética un sadismo de lenta agonía, disfrazándolo de cultura. Y, en efecto, desde un punto de vista antropológico, lo es. Pero la cultura no solo describe lo que hemos sido: también debe interpelarnos sobre lo que queremos —y debemos— ser. En una sociedad democrática, el legado no puede ser excusa para perpetuar la violencia. La tauromaquia, en su forma más cruda, no es más que una reliquia de la lógica patriarcal: dominio, sangre, sometimiento. Y quizás ha llegado el momento de que el arte deje de oler a muerte.

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