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“Nunca imaginé migrar al revés”: deportados de Estados Unidos y retornados forzosos en la nueva ruta hacia el sur

Cada día llegan a Guatemala personas expulsadas por la administración Trump y migrantes latinoamericanos que emprenden el camino de vuelta ante la dificultad de llegar a territorio estadounidense

Migrantes deportados desde Estados Unidos ingresan al Centro de Recepción de Retornados del Instituto Guatemalteco de Migración

Son las 10.30 de un jueves de julio en Ciudad de Guatemala. En la pista de la Fuerza Aérea Guatemalteca aterriza un vuelo chárter de la Eastern Air Express, la aerolínea que contrata desde febrero el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE), para operar los vuelos de deportación desde este país.

En pocos minutos, las puertas se abren y una fila silenciosa de unas 50 personas, escoltadas por personal del Instituto Guatemalteco de Migración, pone pie en su tierra de origen. Algunos aún visten el mono gris y pantuflas azules, el uniforme de los centros de detención para personas indocumentadas.

Entre ellos camina Olinda, 31 años, originaria del norte del país. Con una mano se jala el cuello de la sudadera para cubrirse el rostro, en la otra lleva un pañuelo empapado de lágrimas. Cabeza baja, entra con los demás en el Centro de Recepción de Retornados, donde reciben una charla de bienvenida, alimentos y orientación legal. Aquí el personal del Instituto de Migración se encarga de la acogida, control migratorio y luego brinda orientación laboral en el nuevo Centro de Atención para migrantes retornados, inaugurado el 2 de junio en el centro histórico, al que la mayoría se traslada sucesivamente. Se intenta hacer del retorno forzado una experiencia menos traumática. Pero Olinda sigue llorando.

Migrantes sentados en el Centro de Atención al Migrante (CAR) de Guatemala, esperando recibir orientación e información útil el pasado 3 de julio.

No puede olvidar los cuatro meses de detención en Pensilvania, ni las cadenas que le amarraban manos, pies y cintura hasta que el avión entró en el espacio aéreo guatemalteco. Mucho menos el momento en que fue arrancada de su vida mientras iba con su esposo a comprar material para la empresa de remodelación donde trabajaban en Maryland. Cuando la policía paró el carro para un control, empezó a temblar. Ni ella, ni su esposo tenían papeles. Era un día de marzo y mientras el carro se acercaba a la orilla de la carretera y bajaba la ventanilla, solo un pensamiento cruzó su cabeza: “¿Volveré a ver a mi hija?"

“Nunca más la vi”, cuenta. “Tiene 13 años y estaba en la escuela cuando me agarraron. Solamente le hablé por teléfono desde la detención. Al comienzo pedí que la deportaran conmigo, pero desistí cuando me di cuenta de que en la cárcel no hay doctores, ni una comida decente. No quería que mi niña pasara por esto”.

Olinda solloza y se suena la nariz. Le hace eco Micaela, que ya se quitó el mono gris y volvió a la ropa con la cual la detuvieron. Vivió 12 años en Estados Unidos. Allá deja a tres hijos: los dos más pequeños son estadounidenses por derecho de nacimiento, consagrado por la Enmienda 14 de 1868, a riesgo de ser revocado por la administración Trump. “Me agarraron en casa. No sé cómo supieron que no tenía papeles…“, murmura. ”Mis hijos siguen allá, pero me muero si no los vuelvo a ver. Quiero traerlos, pero tengo que organizarme porque ellos han vivido allá siempre y cambiarles todo no será fácil… La vida aquí es muy distinta”. Micaela tiene 45 años y vivió una vida dura en ambos países. Es analfabeta y firma con la huella digital. Es triste porque piensa que sin saber leer ni escribir será aún más difícil reunirse con ellos.

[Mi hija] tiene 13 años y estaba en la escuela cuando me agarraron. Solamente le hablé por teléfono desde la detención. Al comienzo pedí que la deportaran conmigo, pero desistí. No quería que mi niña pasara por esto
Olinda, deportada guatemalteca

Olinda también planea traerse a su hija, que ahora vive con una vecina y no va a la escuela desde su detención. “Como es menor, me necesita para cualquier trámite escolar”, dice sin dejar de llorar. “Está como varada, sin mí. Espero encontrar un trabajo aquí para pagarle el boleto sí o sí”.

Juan mira esta escena y suspira. “A mí me detuvieron con otros 15 compañeros mientras trabajábamos”, cuenta. “La policía entró sin que el patrón dijera nada. Después de años ahí, fue horrible. Ese tipo [Trump] is fucking crazy [está jodidamente loco]”, suelta en inglés, apretando la mandíbula y tocándose la frente como para reforzar su afirmación, antes de buscar cómo llamar a sus familiares para avisar que llegó.

Aunque el secretario de Estado Marco Rubio habló en febrero en Guatemala de un supuesto aumento del 40% en las deportaciones, lo cierto es que las expulsiones ha disminuido notablemente. Especialmente hacia Guatemala, uno de los países con más deportados en proporción a su población. Entre enero y el 16 de julio de este año, han sido retornadas 24.139 personas. Un promedio de 103 deportados por vía aérea al día, frente a los 168 diarios de 2024, cuando se alcanzaron 61.680 en total. En cambio, el número de vuelos no ha disminuido drásticamente, aunque algunos llegan sin alcanzar la capacidad máxima de unas 120 butacas. No hay explicación oficial, pero se puede suponer que sea una estrategia de Trump para aparentar un alto nivel de deportaciones ante su electorado. De hecho, en junio trascendió la noticia de que Estados Unidos había hecho un nuevo récord, con 209 vuelos de deportaciones, sin especificar el número de deportados.

A diferencia de la administración anterior, la mayoría de los repatriados ya no son migrantes detenidos en la frontera, sino personas arrestadas dentro del país.

De hecho, casi nadie logra siquiera cruzar desde México. En mayo de 2025 fueron detenidas más de 12.400 personas en la frontera suroeste de Estados Unidos frente a más de 170.000 del mismo mes del año anterior. Una reducción de más del 92%.

Retorno y tránsito hacia el sur

Guatemala, un país que históricamente ha sido origen de migrantes, se está convirtiendo cada vez más en un lugar de retorno y de tránsito, ahora más hacia el sur que al norte. Lo sabe David, venezolano de 16 años, que en enero 2024 salió de Colombia con su mamá Marisol, de 50, rumbo a Estados Unidos. Con un limpiacristales en la mano y un desinfectante en la otra, practica cómo lavar los vidrios de un carro aparcado en el centro histórico. Es su primer día haciéndolo, porque normalmente ayuda a su mamá a vender golosinas en los semáforos. Hace un año lo hacían para financiar su viaje al norte. Ahora lo hacen para costear el regreso al sur, tras ocho meses viviendo en la calle en Ciudad de México, esperando un vuelo humanitario que les permitiera “autodeportarse” a Colombia o Venezuela, pero que nunca llegó. “No logramos el sueño americano”, cuenta Marisol. “Estamos deprimidos, pero no aguantábamos más en la calle”. Después de la toma de posesión de Trump, que canceló la aplicación CBP One para solicitar asilo y el parole humanitario, un permiso temporal que beneficiaba a migrantes de Cuba, Venezuela, Nicaragua e Haití, miles de migrantes latinoamericanos decidieron dar marcha atrás hacia sus países de origen.

Marisol vende piruletas en las calles del centro histórico de Ciudad de Guatemala para financiar su viaje de regreso a Colombia, el 4 de julio de 2025.

Cruzar fronteras de regreso también es un negocio. “La travesía entre Panamá y Colombia se hace en balsa y cuesta 300 dólares por persona (256 euros)”, cuenta Beti, venezolana de 32 años. “Mejor que cruzar la selva del Darién, pero ni sé cuantos caramelos tendremos que vender para juntar 1.500 dólares”. Beti está embarazada de cinco meses. Viaja con su esposo Edwin de 38 años y tres niños más, además del que viene en camino. Regresan a Caracas tras año y medio atrapados en una ida y vuelta que les costó unos 30.000 dólares. “Nunca imaginé migrar al revés”, sigue. “Lo peor es que policías y narcos nos asaltan igual. Seguimos siendo mercancía, aunque ya solo queremos regresar”.

Lo peor es que policías y narcos nos asaltan igual. Seguimos siendo mercancía, aunque ya solo queremos regresar
Beti, migrante venezolana

Con ellos va Richard, venezolano de 50 años, que tiene un bastón con un látigo de hierro oculto en su interior. “Después de lo que viví, hay que defenderse”, dice, sonriendo con nerviosismo. Fue deportado de Estados Unidos hacia México el 1 de marzo, tras ser detenido mientras trabajaba de Uber en Dallas. “Me deportaron, aunque tenía permiso de trabajo y carné de conducir”, cuenta. “Me llevaron al centro de detención y solo alcancé a llamar a un amigo para que cuidara el carro”. Después viajó en bus a Panamá, pero al cabo de dos meses volvió a intentar el norte. En junio alcanzó México, donde vivió tres semanas en la calle, defendiéndose cada noche de narcos y ladrones, pero cuando se dio cuenta del aumento de los controles en la frontera, decidió desistir. “Ahora voy a Costa Rica”, comenta. “Tiene mejor economía y es menos violento que México, que me tiene traumado”.

Lorena Pérez, responsable de proyectos en la Casa del Migrante de Ciudad de Guatemala, nunca había visto un flujo tan fuerte en dirección contraria. “Entre 2023 y 2024 atendimos a 2.000 personas al mes, ahora un promedio de 700. El 50% son migrantes a la inversa y el resto son deportados y solicitantes de asilo”, explica. “Solo el 5% va rumbo a Estados Unidos”. Antes de este cambio, la Casa del Migrante ajustó su protocolo: ahora ofrece hasta tres meses de refugio a solicitantes de asilo y unas tres semanas a familias que trabajan para juntar dinero y regresar. Anteriormente, solo daban una noche de posada a quienes iban al norte. “Estamos ampliando el apoyo psicológico porque quienes regresan, aunque parezca voluntario, viven con un semblante de tristeza y fracaso como los deportados”, concluye Pérez.

Pablo, migrante venezolano solicitante de asilo político en Guatemala, muestra la marioneta de Elmo con la que trabaja en las calles del casco histórico para poder mantener a su familia, el pasado 4 de julio.

Aunque Guatemala nunca ha sido destino habitual de solicitantes de asilo, las peticiones van en aumento: de 962 en 2022 a 1.837 en el 2024 y 664 hasta mayo 2025, más que en el mismo periodo del año anterior. Entre ellos está Pablo, ingeniero civil de origen venezolano. Desde noviembre de 2024 es una cara conocida del centro histórico. Con su marioneta de Elmo da espectáculos en los semáforos a cambio de unas monedas con un cártel en el cuello en el que se puede leer: “Ayúdame a llevar alimentos a casa. Dios te bendiga”. La frase termina con “chamo” que en la jerga de Venezuela significa “amigo”. “He solicitado asilo político y ya traje a toda mi familia desde Venezuela”, cuenta Pablo. “Mis hijos ya están en la escuela y pienso vivir acá para siempre”.

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