Reavalúo
Así como un bien raíz puede perder valor cuando revela grietas no declaradas, la democracia también puede erosionarse si sus fundamentos éticos se relativizan

Días atrás, el Gobierno solicitó la renuncia del director del Servicio de Impuestos Internos (SII), el ingeniero Javier Etcheberry. Al parecer, no se trataba de un cuestionamiento a su reconocida trayectoria profesional, sino más bien de un reproche de índole ética, formulado bajo el argumento oficial de “resguardar el buen funcionamiento del Servicio en un contexto de creciente tensión política”. Todo estalló tras un reportaje en la TV pública donde se reveló que el propio director del SII había mantenido durante nueve años una propiedad con construcciones no regularizadas y sin el pago correspondiente de contribuciones. Aunque no existe información precisa sobre cuántos ciudadanos se encuentran en una situación similar, rápidamente se supo que varios funcionarios públicos también estaban en falta. Todos fueron conminados a regularizar su situación tributaria, aunque ninguno, excepto Etcheberry, terminó siendo apartado de su cargo. Las razones detrás de este tratamiento desigual por parte del Ejecutivo quedan, por ahora, en el terreno de la especulación. Las dejo en manos de quienes mejor conocen las complejidades de las intrigas palaciegas.
Lo cierto es que el exdirector de Impuestos Internos había sido protagonista de ásperos roces con actores políticos y gremiales por el proceso de reavalúo que había incrementado de manera significativa el pago contribuciones, en muchos casos sin una lógica transparente ni criterios claramente explicados a la ciudadanía. De esta manera, lo que comenzó como una reforma orientada a mejorar la equidad fiscal, rápidamente mutó en conflicto político. Diversos actores acusaron al SII de actuar con discrecionalidad, sin una debida evaluación territorial ni mecanismos de apelación claros, mientras el exdirector, por su parte, defendía la medida como necesaria para reducir la evasión. De esta manera, la polémica solo se agudizó con la revelación pública de la falta, el hecho fue percibido no solo como una contradicción personal, sino como una incoherencia institucional que debilitaba la legitimidad misma del proceso. En consecuencia, una medida que originalmente fue concebida como un mecanismo de justicia tributaria terminó operando, simbólicamente, como un juicio anticipado al sistema democrático: cuando quienes deben liderar las correcciones estructurales no se someten a las mismas reglas, lo que se erosiona no es solo la confianza fiscal, sino la confianza en el modelo político que las sustenta.
Justamente a este terreno quería llevarlos. Observando cómo se desmorona globalmente el significado de lo que entendíamos hasta ahora por democracia, es relevante preguntarse: ¿Estamos frente a una especie de ‘reavalúo’ institucional, donde cada acción individual, transparencia y vínculo ético se examinan bajo una nueva demanda ciudadana de congruencia republicana o se trata de simples pantomimas del juego político donde las sanciones éticas se aplican con criterios selectivos, las crisis se administran como gestos performativos, y la indignación pública se instrumentaliza según la conveniencia del momento? El dilema no es menor. Porque si el juicio ciudadano sobre la democracia es real, entonces estamos ante un proceso profundo, correctivo y refundacional. Pero si es solo apariencia, si la ciudadanía percibe que el ‘reavalúo’ no es más que una simulación, entonces lo que se deteriora no es solo la confianza en quienes gobiernan, sino en el sistema mismo. Y cuando eso ocurre, la democracia no se revaloriza: se desvaloriza.
En los próximos meses, la democracia chilena no solo enfrentará un nuevo ciclo electoral, sino algo más profundo: una ciudadanía que la somete a un reavalúo. No hablamos aquí del procedimiento técnico, sino de un acto simbólico y político: la revisión colectiva del valor real de nuestras instituciones, prácticas y liderazgos democráticos. Un reavalúo que al parecer ya no se guía por fórmulas normativas, sino por exigencias éticas, narrativas de legitimidad y afectos ciudadanos. En este nuevo escenario, lo que está en juego no es solo quién gana una elección, sino cuánto vale hoy la democracia para quienes deben sostenerla con su confianza.
En un periodo marcado por tensiones políticas incrementales y una ciudadanía crecientemente desconfiada, la democracia chilena parece entrar en un nuevo período de evaluación profunda. Ya no basta con que las instituciones funcionen técnicamente ni que las reglas del juego electoral se cumplan formalmente. La exigencia pública ha mutado: se trata ahora de ajustar el ‘valor real’ de la democracia en función de su integridad, coherencia simbólica y capacidad de representación.
No es un hecho aislado entonces el que la reivindicación del golpe militar y el fantasma del comunismo vuelven al ruedo, no como recuerdo histórico, sino como herramienta de campaña. En pleno reavalúo institucional, lo que está en juego es la legitimidad misma de la democracia como sistema, donde algunos sectores parecen dispuestos a depreciarla si no garantiza orden o castiga al adversario. El riesgo que corremos no es menor puesto que estas narrativas erosionan el pacto democrático mientras se disfrazan de defensa patriótica. Y lo más inquietante es que, en ciertos segmentos del electorado y también de los medios de comunicación, y notoriamente en las redes sociales, esta tasación regresiva encuentra tribuna, incluso aplausos, y no despierta las alarmas de las instituciones que representan a una ciudadanía que mayoritariamente se inclina por un sistema de gobierno democrático.
Así como un bien raíz puede perder valor cuando revela grietas no declaradas, la democracia también puede erosionarse si sus fundamentos éticos se relativizan. En los próximos meses, Chile enfrentará más que una elección: vivirá un nuevo capítulo del reavalúo ciudadano sobre su modelo político. Y en esa reevaluación no solo se juzgará a los candidatos, sino a todo el sistema, sus instituciones y sus promesas. ¿Aún vale la pena la democracia tal como la conocemos? ¿O estamos asistiendo al nacimiento de una nueva forma de entenderla, más exigente, más emocional, y más inestable?
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