Los niños olvidados de Ciudad Juárez
Entre el asedio del crimen organizado y el abandono del Estado, sobrevive una generación que solo ha conocido la violencia. EL PAÍS disecciona el reclutamiento forzado, la trata sexual y la falta de oportunidades que sufren los menores en esta frontera

Los llaman los hijos de la guerra contra el narcotráfico, son también los hijos de la maquila. Crecen bajo un horizonte estrecho: pueden elegir trabajar 12 horas al día en la fábrica que ya emplea a sus padres —por 150 dólares a la semana— o pueden ceder a las presiones del crimen organizado. Tienen 14 años y son utilizados para guiar a los migrantes al otro lado de la frontera, los despiertan de sus camas en la noche, abren el camino, conocen los senderos y cortan el alambre allá donde Estados Unidos todavía no ha puesto muro. O quizás son demasiado pequeños, entonces, vigilan, observan, avisan a los grandes. Son niños con una pistola guardada. Son detenidos y devueltos, arrestados y liberados. Son usados y explotados. Convertidos en mercancía sexual, abusados y grabados. Todo ante los ojos de un Estado que lleva décadas sin protegerlos.
Nada de lo que pasa en su vida puede explicarse sin explicar Ciudad Juárez. Paradigma de la violencia en la frontera norte mexicana, los brutales asesinatos de sus mujeres originaron el concepto de feminicidio a principio de siglo; una década después, asediada por la pugna entre grupos del crimen organizado, se convirtió en la ciudad con más asesinatos del mundo. En esta fractura subyace una realidad menos contada: ¿cómo creció una generación de niños que solo conoció la violencia?
La urbe, que se masificó al calor del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, le ganó terreno al desierto y construyó en los márgenes miles de viviendas para los obreros de las maquiladoras, que llegaban de todas partes de México bajo la promesa de un futuro sin pobreza. El Gobierno y los empresarios dejaron esas hileras de casas minúsculas, pero se les olvidaron los parques, las guarderías, los centros de salud, las escuelas. Cuando empezó la guerra, no hubo donde guarecerse.
Esta frontera sufrió la brutal embestida del crimen organizado y después la de los operativos militares. El 30 de enero de 2010, 15 estudiantes adolescentes fueron masacrados por sicarios en Villas de Salvárcar mientras celebraban una reunión. Un año antes, el cartel se había llevado a María Guadalupe Pérez, de 17 años, para tirar sus restos en un cauce viejo; después de haberla metido en una red de trata de mujeres, como a cientos de niñas de Juárez que fueron obligadas a prostituirse en hoteles y bares a los que acudían oficiales de policía y militares. Desde entonces hay 150 menores todavía desaparecidos. Las agresiones siguen siendo aquí la principal causa de muerte para los adolescentes. Hay heridas que, sin justicia, solo persisten.
Han cambiado cosas desde entonces en esta ciudad estrujada, de la que el periodista Sergio González, autor de una investigación sobre las primeras muertas de Juárez, ya decía hace 30 años que “condensa un mal expansivo”. La explotación sexual infantil ha encontrado su arena perfecta en los celulares; los niños que ya no pueden cruzar migrantes por las políticas de Donald Trump vigilan secuestrados; están al alza los suicidios y la diabetes; y a los menores que cometen pequeñas infracciones, el propio sistema los escupe y los devora de nuevo. Los expertos llaman a lo obvio: empezar a verlos, a hacer políticas y justicia para ellos. “Las voces de las niñas y de los niños deben ser escuchadas y no invalidadas como se ha hecho históricamente”, resume Ana Laura Ramírez, investigadora del Colegio de la Frontera Norte. EL PAÍS disecciona este abandono en cuatro textos.
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