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Maquila, cárcel o muerte: los tres caminos de Alan

Los adolescentes de Juárez enfrentan cada día la precariedad, el déficit urbano, la violencia mientras la ciudad les ofrece ingresar a una industria extenuante o al crimen organizado

Ciudad Juárez

Alan tiene un tatuaje sobre su ceja izquierda que dice con letras góticas “good life”, y aunque lo bueno y lo malo permanezcan como dos de los conceptos más subjetivos y abstractos, es difícil imaginar lo bueno en la vida de Alan hoy que está sentado en el patio del Centro de Reinserción Social Estatal 3, en el surponiente de Ciudad Juárez. Él mismo es quien lo duda, ahora, a sus 22 años, en el jardín de visitas mientras cuenta su historia y una ráfaga de viento le mueve el uniforme gris como un pedazo de bandera descolorida y rota.

Cuando se nace en Ciudad Juárez, específicamente en alguna colonia periférica y se crece entre las carencias y la violencia, los caminos son pocos. Es posible que el destino de Alan estuviera ya algo trazado a sus 17 años, cuando decidió dejar la escuela preparatoria para entrar a trabajar como operador a la planta maquiladora Seisa, donde empezó a fabricar dispositivos médicos. “No podía seguir estudiando, era mucho gasto y mi madre era sola y trabajaba en maquila, siempre ha trabajado en maquila, como obrera. Mi padre murió cuando yo tenía cinco años, conducía en estado de ebriedad y bajo el efecto de drogas, también trabajaba en maquiladora y era soldador, llegaba a la casa del trabajo y seguía trabajando. Tengo cinco hermanos, yo soy el mayor”, cuenta de corrido.

En la maquiladora donde empezó todo —que paradójicamente se encuentra a dos cuadras del Cereso 3—, a Alan le empezaron a ofrecer que se quedara tiempo extra: dos, tres o hasta cuatro horas más de las ocho de su horario oficial. Con esto su sueldo, de alrededor de 1.500 pesos por semana (unos 80 dólares), podía llegar hasta 2.500. Pero el cansancio se apilaba.

No fue un dealer en un bar o un pandillero en una esquina de un barrio bravo, cuenta Alan, fue un compañero de la línea de producción el primero que le ofreció cristal (metanfetamina) como una alternativa para palear la fatiga acumulada de días sin descanso. Lo que empezó para Alan como una solución se convirtió en el problema de su vida, como el de miles de adolescentes y empleados de maquiladora de Juárez. “Me llegaba a gastar el cheque de la semana en un día, en puro cristal o piedra”, cuenta. Ante la falta de dinero para comprar más droga empezó a asaltar. “Mi abuelo tenía una tienda en el barrio y yo le ayudaba cuando era niño, pasaba mucho tiempo ahí con él y veía cómo llegaban y lo asaltaban. Después me tocó estar del otro lado”, dice.

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El crimen no como algo externo ni como una amenaza lejana, tampoco como un organismo interno que se mueve cerca, más bien como una plataforma bajo la ciudad. “El crimen organizado ha penetrado las comunidades y eso le ha permitido apoderarse de proyectos de vida en la frontera, no se tiene que amenazar a nadie porque tienen años y años de estar penetrándose, lo que les ha permitido que muchos niños y niñas ya formen parte desde que nacieron y los que se incorporan después lo hacen a través de la seducción ante una vida precarizada y no por la violencia”, dice Salvador Salazar, sociólogo investigador de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez y autor del libro La cárcel es mi vida y mi destino.

El modelo de reinserción para menores agoniza

El primer encuentro de Alan con un proceso penal fue por asaltar un abarrotes. Se había gastado su sueldo en cristal y junto con un amigo entraron armados al establecimiento para despojar de su dinero al dueño. Sin embargo, una patrulla que pasaba cerca les dio alcance cuando huían del lugar.

En el Centro de Reinserción Social para Menores (Cersai) pasó apenas unos meses. Salió con 18 años y volvió a la misma colonia en la que creció al suroriente de la ciudad, la Lucio Blanco. Regresó al mismo contexto que lo llevó al Cersai, a las mismas amistades, las mismas calles, e incluso al mismo empleo de operador aunque en otra maquiladora, a la misma dinámica, a las mismas drogas. Pero con un cambio fundamental.

Esta vez, por haber estado en el Cersai y conocer personas dentro conectadas con la venta de drogas, una vez libre le invitaron a vender cristal en su trabajo. Una vez más Alan estaba al otro lado del que inició. No sólo no se reinsertó, sino que en la pirámide criminal, escaló un peldaño. Ahora era él quien ofrecía droga a los compañeros de trabajo que veía fatigados.

“Estamos ante una histórica crisis de estos centros de detención, salen y sucede que se vuelven a reinsertar en el crimen o simplemente son asesinados. Cuando un joven cumple una sentencia y es liberado, las condiciones de poder acceder a espacios que les permitan pensar en proyectos de vida y al trabajo formal o educación no existen. Las redes de complicidad entre el crimen y los territorios son tan fuertes que cuando salen estos jóvenes vuelven a las redes de la macrocriminalidad”, asegura Salvador Salazar. Graciela Delgado, trabajadora social que trabajó más de 10 años en el Cersai de Ciudad Juárez, ahonda en esta misma idea: “Es que no cambian los contextos afuera, no hay manera de que exista una reinserción exitosa porque en realidad se reinsertan otra vez a la pobreza, la precariedad y el crimen”.

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La jerarquía de los tenis

El 34% de la población en Juárez tiene menos de 19 años, es decir, son más de 550.000 niños y adolescentes. Y a la fecha el Cersai 3 tiene dentro entre 55 y 60 adolescentes (de los cuales el 90% son hombres), según explicó la jueza especializada en Justicia para Adolescentes Gloria Farfán. La juzgadora destaca que el de Ciudad Juárez es de los más poblados del país: “Hay centros para adolescentes en otros Estados del país en los que hay dos o tres internos”.

De acuerdo con la jueza especializada, Juárez tiene particularidades que han llevado a sus adolescentes a involucrarse en delitos considerados graves, cuya complejidad solo se puede tratar con internamiento para que inicien un proceso de reinserción. “Los adolescentes que se encuentran en un proceso penal internos, en su mayoría, tienen problemas de participación con el crimen organizado. En Chihuahua es mucho menos ese contacto. Ciudad Juárez está lleno de huérfanos de la guerra contra el narcotráfico y esos adolescentes fueron niños que vivieron bajo esa premisa de la guerra contra el narcotráfico”, añade.

Además, una empleada del Cersai que pidió anonimato desgrana cómo los usa el crimen: “Los jóvenes que están en el Cersai no pueden tener una condena mayor a cinco años, eso los hace más sujetos a que los usen los grupos criminales. Ellos cometen los delitos graves o figuran como los operadores. Salen y les prometen la gran vida, entonces no pueden dejar el crimen, están amarrados, por eso la reinserción no puede suceder, porque estos que están afuera están esperándolos”.

El Cersai es un negocio del que se benefician muchas personas. Todo tiene un precio ahí adentro. Tener celular cuesta 500 pesos semanales aproximadamente, unos 25 dólares, a pesar de que está prohibido el uso de estos dispositivos incluso por parte del personal. También tienen acceso a navajas para cortarse el cabello —lo que implica estatus— así como a ropa y calzado de marca que muy pocos pueden pagar, de acuerdo con el testimonio de la empleada. “Su uniforme es de marca, es una pantalonera y una sudadera gris como la que te dan ahí, pero con el logo de Tommy Hilfiger, por ejemplo. Los tenis te dicen todo, son una jerarquía muy cabrona, es lo primero que se dijan en la cárcel lo primero que se fijan”, explica.

Y por supuesto, también existe el acceso a drogas, sobre todo marihuana, pero también cristal. Alan salió de un espacio que lo debió proteger con los pies más hundidos en el crimen.

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Carlos Guadalupe y Ever Armando

El 1 de enero de 2023, Juárez y el país vivieron uno de los episodios más violentos de su historia penitenciaria. Un comando armado ingresó al Cereso Estatal 3 de Ciudad Juárez y asesinó a 10 custodios y a cuatro internos, para provocar un motín que terminó con la evasión de 30 presos. Entre los fugados iban Carlos Guadalupe y Ever Armando, de entonces 29 y 27 años respectivamente. Su historial delictivo había empezado una década antes.

Ambos fueron detenidos y sentenciados por homicidio en el caso de una narcofosa encontrada en el Valle de Juárez. Eran parte de una célula de por lo menos 10 integrantes —de los que cinco eran menores de edad— que trabajaba para el Cártel de Sinaloa en esa zona fronteriza. En la fosa había tres cuerpos decapitados (las cabezas fueron localizadas en la carretera Juárez-El Porvenir el 1 de febrero de 2010). Carlos Guadalupe y Ever Armando fueron detenidos unos días más tarde, tenían entonces 14 y 16 años.

Los dos cumplieron una sentencia en la Escuela de Mejoramiento Social para Menores México —el nombre con el que se conocía antes al Cersai—, de la que salieron a inicios de 2016. Para noviembre de ese mismo año, cuando tenían 20 y 22 años, los dos fueron detenidos por participar en el secuestro de una persona menonita en el Valle de Juárez. El siguiente paso ya fue la cárcel. Se fugaron, pero ambos fueron recapturados, continúan hasta hoy en el Cereso 3.

La vida en la calle

También a Alan poco le duró el tiempo de libertad después del Cersai. Estuvo apenas un par de meses como vendedor de cristal. A mitad de 2021 fue detenido mientras caminaba a su casa de vuelta del trabajo. Llevaba consigo varias dosis. Fue recluido en el Cereso 3. A los tres meses lo soltaron. Esta vez decidió que no seguiría vendiendo la droga. Pero no pudo dejar de consumirla una vez en la calle. “Cada vez necesitaba más, ya no me importaba comer”, cuenta el joven.

Fue un lapso de semanas para que la cosa se volviera insostenible. Lo que inició como una ayuda para trabajar jornadas más largas en la maquila, esta vez le impidió seguir trabajando.

La maquiladora es un espectro de claroscuros, es el pilar económico de la ciudad y un polo negativo en el desarrollo urbano y social. “La industria con la que convivimos cada día es una expresión del capitalismo predatorio. Son condiciones muy fuertes de explotación. Las personas tienen que dedicar entre 10 y 12 horas al día entre transporte y trabajo. Es una de las peores expresiones del capitalismo más brutal, más salvaje”, dice Salvador Salazar. “Parece que todo es bonito, trabajo formal, seguro médico, pero dentro de la propia maquila se genera un mercado de consumo de sustancias diversas para explotar más la vida del operario. Eso se sabe entre los altos empresarios, pero mientras sean más productivos a sus intereses seguirán haciendo ojo ciego”, menciona el investigador.

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Alan dejó de ir a la maquiladora por estar drogado, se dedicó a lavar autos en la calle y a pedir dinero en los cruceros. De pronto, casi sin darse cuenta ni planearlo, Alan vivía en la calle. Compartía espacio debajo de una lona en un terreno baldío junto a un puente vial del poniente de la ciudad. “Estaba cadavérico”, recuerda. Igual que las personas que iban y venían de la carpa donde fumaban piedra y cristal.

El camino de regreso

Una vez más, este febrero, una patrulla de la Policía Municipal lo detuvo para revisarlo, sin explicaciones, como suelen hacer con los jóvenes de la ciudad. Le encontró dosis de cristal. Fue trasladado al Cereso 3, donde espera la audiencia en que le dictarán sentencia a mediados de agosto. “Espero entre seis y diez meses de cárcel, no era mucho lo que traía”, cuenta el joven resignado.

Una vez más en su camino, Alan volvió a la cárcel, donde lo veo ahora rodeado de custodios mientras piensa en lo bueno y lo malo de la vida; afuera lo bueno son su madre y sus hermanos solamente, y adentro en el Cereso, entrelaza sus manos y dice: “Al menos vuelvo a disfrutar de las cosas más sencillas, hace mucho que no percibía el olor de la tierra mojada, me gusta mucho ese olor”. Lo demás, dice, no vale la pena recordarlo.

Y es verdad, un olor a tierra mojada permea el jardín de las visitas y al norponiente se alcanzan a ver unas nubes oscuras que se mueven con la fuerza de las ráfagas de viento que apenas nos dejan escucharnos cuando caen las primeras gotas de la tormenta.

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