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Morfología de una ciudad violenta

Un grupo de empresarios y gobernantes moldeó Ciudad Juárez a capricho de intereses económicos, que aún ahora explican la condición desolada en la que crecieron los menores en las últimas cuatro décadas

Ciudad Juárez

Sandra Ramírez tiene algo para contar apenas toma un descanso a mitad de su jornada, en la que convive con menores tocados por la violencia. Es acerca de un muchacho de 13 años que solía tener como alumno en uno de sus talleres de arte. Lo recordaba diminuto y entusiasta. Se empleaba como halcón, un vigilante apostado en una esquina del barrio para alertar sobre la presencia de posibles adversarios o de alguna autoridad. Llevaba una pistola fajada al pantalón. “No pude entrar a la secundaria”, le dijo para justificarse, un tanto apenado. La zona en donde vive, al suroriente de Ciudad Juárez, es parte de una cadena de fraccionamientos con casas pequeñas, inclementemente iguales, construidas para los obreros de la industria maquiladora hace tres décadas, justo después de firmarse el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Es una zona habitada por casi la tercera parte del millón y medio de personas que tiene la localidad, en donde no falta agua, drenaje, electricidad ni grandes avenidas, pero sí escuelas, hospitales y parques. Una ciudad dispuesta como dormitorio en la que niñas y niños son vistos como obreros en ciernes.

El único plantel en el que pudo inscribirse aquel adolescente, atiende la demanda de una decena de colonias vecinas, así que no halló lugar disponible. “Ellos me buscaron, maestra, y me ofrecieron 500 pesos por semana [unos 25 dólares] y solo tengo que avisarles por celular si alguien pasa”, le contó a Sandra. La directora de Colectiva Arte, Comunidad y Equidad, comprendió entonces que la de ese muchacho era una batalla perdida. “No podía decirle lo que me habían dicho a mí, cuando tenía su edad, hace 40 años: ‘Estudia para que trabajes y te compres una casa y un carro, para que tengas una vida mejor’. Eso ya no existe. Esta ciudad lo primero que mata es algo psicológico, es una visión de futuro. Viven el presente, porque lo demás no importa”.

Juárez ha ido cubriéndose de cicatrices a lo largo de medio siglo. Es una ciudad violenta por fuera y por dentro, a la que un puñado de empresarios le empeñó su suerte a cambio de un modelo económico con el que vieron crecer sus fortunas mientras trastocaban la vida de cada generación nacida desde entonces. Desde 1970 se han desarrollado 30 parques industriales, con más de 450 empresas y 2.655 establecimientos dedicados a la manufactura, de acuerdo con Index, el órgano privado que defiende los intereses del sector. En ellas se emplean 309.000 personas, equivalentes al 1,5% del total nacional inscrito en el IMSS, y al 64% del Estado.

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Convertirse en asiento principal de ese modelo empresarial generó un modelo comunitario sin precedentes. La arquitectura social de Juárez se explica en la alianza corrupta entre los dueños del capital y las instancias de Gobierno, que imprimió un estilo de vida sin variables para la clase trabajadora, cuyas zonas de residencia fueron degradándose al paso de los años. La manera en que se consolidó esa estructura de miseria y desolación explica fenómenos sociales como la desaparición y asesinato de cientos de mujeres jóvenes, el alto consumo de alcohol y drogas, el suicidio entre infantes y adolescentes, y por encima de cualquiera, una de las rachas de violencia criminal más prolongadas y profundas del continente, que tiene como perpetradores tanto a agentes del Estado como a organizaciones delictivas, aunque estas últimas sean las únicas señaladas en el discurso oficial.

Los hijos de la maquila

Los meses previos a la firma del TLCAN, en 1994, el Gobierno de Chihuahua operó de forma expedita para expropiar cientos de hectáreas dentro de un polígono conocido como Lote Bravo, al suroriente. Esa vasta extensión desértica pertenecía a cinco de las familias poseedoras de casi todo el territorio municipal, y que fueron las promotoras del sistema de plantas de ensamblaje o se beneficiaron con él. En un primer auge, la maquila suscitó un fenómeno sin precedentes en América Latina, una inmigración interna de mujeres jóvenes. Ellas constituyeron la única mano de obra empleada durante los siguientes 20 años. En su mayoría arribaron solas y gradualmente trajeron a sus padres. La ola migrante duplicó la población década tras década y generó la llegada a las tierras desoladas del poniente, que pertenecían también a las mismas familias del nuevo motor industrial que les atrajo.

Esas mujeres fueron las primeras en lograr independencia económica. No necesitaron de hombres para su manutención, y a la hora de tener descendencia inauguraron un nuevo modelo de familia, en el que el matrimonio dejó de ser la regla y pasaron a convertirse en cabezas de clan. En la década de 1980 sus hijos habrían de conformar las pandillas que asolaron hasta entrada la década de los 90. Los “hijos de la maquila” cometían asaltos y se enfrentaban entre ellos con navajas, cadenas y palos. Pero, a no ser por que la consumían, el tráfico de drogas constituía un universo que les era completamente ajeno. Juárez, como sea, se encaminaba con pasos agigantados hacia el colapso. Ni los promotores de la maquila ni los gobernantes en turno buscaron atender las necesidades de ese cuerpo urbano que crecía sin orden. Presumían de empleo total, de vanguardia por sus mujeres trabajadoras, aunque no se les proveyó de planteles educativos, guarderías infantiles, hospitales, centro recreativos o transporte público a la altura.

“Nunca hubo ni ha existido una política de cuidado infantil que permita paliar al menos la ausencia del vínculo materno”, dice Hugo Almada, el académico coautor de La realidad social de Ciudad Juárez: análisis territorial. “La cantidad de guarderías fue siempre muy pequeña y concentrada en la parte norte de la ciudad, que tiene más poder económico. Pero en el resto de los sectores, en donde residían y reside la clase obrera, no existen”. Una omisión en apariencia insignificante, al menos para empresarios y autoridades, produjo el campo perfecto para un ramal que no ha hecho sino crecer desde mediados de 1990: el narcomenudeo.

Las nuevas pandillas, que para entonces la Secretaria de Seguridad Pública Municipal estimaba en más de 400, pasaron de las navajas y palos a las armas de fuego. Se habían constituido como red de distribución local y, para inicios del siglo, en peones dentro de las organizaciones criminales. Este nuevo estatus habría de ejercer una presión enorme sobre la población menor de edad, tanto para el consumo como para la distribución, que terminaría por mostrar su lado más crudo entre 2008 y 2011, los años de la supuesta guerra contra el narco. “Esa explosión de violencia generó una situación nueva y terrible por dos cosas”, explica Almada. “Una, por la cantidad de personas jóvenes asesinadas y la cantidad de niños que quedaron huérfanos, y dos, porque el terror que se generó en las calles provocó que las personas no salieran de sus casas, y los hogares se convirtieron en ollas de presión con bastante violencia interna”. De los hijos de la maquila, Juárez transitó en muy poco tiempo a la era de los hijos de la violencia.

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Cuando es más fácil obtener un arma que una beca

Entre el verano de 2007 y diciembre de 2011, Juárez registró 10.000 asesinatos. Aun para una ciudad como esta, la cifra salió de todo parámetro. El Colegio de la Frontera Norte (Colef) decidió reeditar en 2018 una investigación llamada Geografía de la violencia en Ciudad Juárez, Chihuahua. “Es posible sostener que Ciudad Juárez se ha caracterizado por espacios urbanos en condiciones que directa o indirectamente acercan a sus pobladores al fenómeno de la violencia”, se expuso. La marginalidad se midió a partir del nivel de pobreza, bienestar, infraestructura y jerarquía socioespacial. Lo que se encontró no fue novedoso, pero volvió irrefutable cualquier lectura contraria, en este caso la de empresarios y gobernantes que niegan la relación entre el modelo que crearon y las expresiones más graves de la violencia: los feminicidios, los homicidios dolosos, la delincuencia juvenil y el maltrato a menores.

“Los jóvenes, las niñas y niños ven la delincuencia y la violencia como algo muy normal”, dice Adriana Chávez, coordinadora general de Las Hormigas Comunidad en Desarrollo, una asociación civil fundada en el 2000, en la que probablemente sea el máximo emblema del abandono urbano, una colonia llamada Anapra, justo en la frontera con Nuevo México y Texas, en Estados Unidos. “Ellos quisieran ser policía judicial para tener el poder de matar a alguien que hace algo malo. O si no, idealizan al sicario, porque ser les da identidad, esta idea del poder de la violencia. Pero tiene un porqué: en una zona como esta, en la que estamos, es más fácil obtener un arma que una beca”.

El año en el que Las Hormigas abrió sus puertas, Anapra lucía como un campamento de refugiados. Las chozas de cartón y madera se esparcían sobre la arena a capricho de sus moradores, la mayoría obreros de maquila. Fueron los últimos en llegar en la década de 1970, animados por la promesa de un trabajo con prestaciones, como seguro social y fondo para vivienda, y también por la proximidad con Estados Unidos. Pero una cosa es la idea del paraíso y otra muy diferente acceder a él.

Durante el último cuarto de siglo la colonia concentra la mayor tasa de embarazo adolescente y ha permanecido como núcleo principal en el registro de feminicidios, asesinatos y maltrato infantil. En ese tiempo se han abierto dos escuelas, una primaria y una secundaria. No hay preparatoria ni parques, ni foros de cultura ni guarderías. Solo la avenida principal se pavimentó para dar paso a los camiones del transporte de personal que los acarrea de lunes a viernes. La coordinadora del programa educativo dentro de Las Hormigas, Yazmín Jiménez, enmarca las consecuencias de esos años más violentos: “La pérdida de la figura parental vino a revolucionar por completo a toda una generación de niñas, niños y adolescentes que hoy en día son los padres de familia de la población que atendemos, y no debemos olvidar que muchos ya habían sufrido la pérdida de mujeres”.

Juárez, “donde quiere vivir Dios”

Cuatro décadas atrás, Juan Gabriel, el divo local, ofreció uno de los pocos tributos a la dignidad de la tierra que lo formó: Ciudad Juárez es el No. 1, contenida en su álbum más afamado, Recuerdos II. De la frontera en “donde quiere vivir Dios” queda, sin embargo, muy poco. En 1984, dos terceras partes de la población percibía más de tres salarios mínimos. Esa condición se invertiría tras firmarse el acuerdo comercial con Estados Unidos y Canadá, y dejaría aquel himno popular como estampa de un momento olvidado. “El impacto de la implementación de la industria maquiladora a partir del TLCAN ha sido un decrecimiento generalizado”, dice Susana Prieto, la máxima figura en la defensa de los derechos laborales y exdiputada federal, expulsada de la bancada de Morena por exigir la reducción de la jornada laboral. “Hay una complicidad con las empresas del Gobierno de México, sea cual sea su color político. Eso podemos verlo claramente en la ausencia de políticas públicas hacia las infancias. Los niños han estado abandonados por el sistema desde hace más de cuatro décadas”.

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Nadie aquí descubre el hilo negro. Lo que se vive en Juárez obedece a un plan bastante bien estructurado del capitalismo salvaje. Es la evidencia de un modelo depredador en el que las víctimas primero fueron las mujeres y después sus hijos. La forma en que se les ha violentado no solo se constriñe a lo urbano y lo social, sino a lo sanitario. En los últimos 30 años, las personas se mueren cada vez más jóvenes, no solo por las balas sino por las consecuencias de su condición hipertensa y diabética, producto de una dieta condicionada por su bajo poder adquisitivo. O por suicidio, cuando son niños o adolescentes. “Los chavos ahora no quieren ir a chingarle 12 horas diarias por un salario de 3.000 varos [unos 150 dólares] por semana”, dice la abogada. “Ese dinero no alcanza ni para cubrir la canasta alimenticia, mucho menos para el pago de servicios, esparcimiento, recreación, vivienda, salud. Cuando vemos esto, puede comprenderse por qué son carne de cañón del crimen organizado”, añade.

Sandra Ramírez, la directora de Colectiva Arte, Comunidad y Equidad tiene una nostalgia por la ciudad a la que le cantaba Juan Gabriel. En la década de los 80, dice, la vida se disfrutaba. Niñas y niños salían a las calles sin preocupar a sus padres. Los barrios tenían sus panaderías y tiendas de abarrotes. El espacio público era de todos y todos se cuidaban entre sí. Pero la apertura comercial terminó con el idilio. “Recuerdo mucho una anécdota”, apunta Ramírez, “había una fiesta y llegó un comando armado y empezó a disparar en contra de los asistentes. Iban por dos personas, dos hombres de la familia. Pero en el evento se llevaron a más adultos. Las niñas y los niños salieron corriendo, gritando. Uno de los sicarios tomó a un niño en sus brazos y le dio la vuelta para que no viera cuando asesinó a su papá. Después lo soltó y se fue... Y así hay muchos casos que destruyen la esperanza”.

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