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El depredador vivía en casa de Luz y Mario

Los delitos sexuales están tejidos a la historia de Ciudad Juárez. La trata de menores se recrudece en la frontera sin que las autoridades tengan herramientas, ni siquiera, para abordarla

Delitos sexuales en Ciudad Juárez
Beatriz Guillén

Cuando Luz lo asimiló, olvidó cómo escribir. Tenía 10 años y buenas calificaciones en la escuela, pero el shock le impedía colocar una letra tras otra. Le pasó lo mismo a Mario, su hermano de ocho años: no reconocía los números, no podía trazar un nombre completo, no podía leerlo. Las psicólogas lo llaman “deterioro cognitivo”, es producto del trauma. Luz fue víctima de violación y trata sexual por parte de la pareja de su madre, Gregorio, durante seis años. En un momento, que ninguno de los niños puede identificar con precisión, el hombre obligó a Mario a participar en las agresiones sexuales. Eso fue determinante. Luz había normalizado su parte, pero no estaba preparada para ver sufrir a su hermano pequeño. “Lloraba mucho”, dijo en una de sus primeras declaraciones ante la Fiscalía Especializada de la Mujer (FEM), en Ciudad Juárez. La niña reveló en el colegio una parte mínima, apenas unas frases, de lo que estaban viviendo y, por suerte, las alarmas se prendieron. Las palabras que Luz dejó de poder escribir descubrieron una grieta profunda: la explotación sexual infantil vive en las sombras de esta frontera.

¿Quiénes vieron las retransmisiones de los abusos que sufrieron Luz y Mario durante años? ¿Cuántos participaron? ¿Qué pasa con el resto de víctimas? Las redes de trata se enredan sin resolver en esta ciudad alargada y polvorosa, que tiene su historia tejida a la de los crímenes sexuales. Es una localidad ultraviolenta —llegó a ser la más violenta del mundo— y los delitos sexuales son, según la fiscal especializada Wendy Chávez, los que más sufren los niños de Juárez. Solo en 2024, la FEM registró 1.121 víctimas. La pregunta es heredada, se repite desde que en esta ciudad se originó el concepto de feminicidio: ¿por qué aquí?

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La casita es blanca, de un solo nivel, con concertinas y un pequeño patio delante. Se distingue poco del resto. En la construcción masiva y reciente del suroriente de la ciudad, los neumáticos hacen de camellón, un canal de aguas negras rompe el trazado de unos barrios desechos y el supermercado está asentado en la tierra que hacía de fosa clandestina. Ahí vivieron Luz y Mario, con su hermano menor, Luis, y su madre, Ana. Ahí llegó sobre el 2016 Gregorio, compañero de maquila y pareja de Ana. Ahí dentro sucedió lo que sucede en tantas otras casas de esta planicie desértica, pero todavía no se ha contado.

SOLO USAR PARA EL ESPECIAL DE VIOLENCIA CONTRA LOS NIÑOS EN CIUDAD JUÁREZ

En Ciudad Juárez, 360 niñas menores de 10 años fueron agredidas sexualmente solo en 2024, según los datos de Red Mesa de Mujeres. Esta organización recoge que el año pasado hubo 633 denuncias por trata de mujeres y niñas en la ciudad, una cifra que está multiplicándose: solo hubo 20 en 2023. El suroriente, donde viven estos niños, lidera el ranking de abusos sexuales y violaciones de toda la ciudad. Entre las causas: una violencia familiar normalizadísima; unas viviendas mínimas que los exponen desde muy pequeños a los desnudos, a los tocamientos y a ver relaciones sexuales; padres ausentes y madres que trabajan jornadas de 12 horas en una zona sin lugares de cuidado; niños, en definitiva, que se crían solos con la ayuda, a veces, de un vecino, un familiar, un abusador.

Todos los nombres de la familia que aparecen en este reportaje son ficticios. Ellos los eligieron. Excepto Mario, Mario quería llamarse Sonic, sus terapeutas tuvieron que convencerlo. Tampoco es real el del agresor ni los de las psicólogas, trabajadoras sociales y abogadas de Casa Amiga, que han acompañado este caso. Sí aparece el de Lidia Cordero, directora de esta institución que se ha vuelto un refugio indispensable para las mujeres y los niños de Ciudad Juárez.

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Luz fue víctima de explotación sexual desde los cuatro hasta los 10 años. Casi siempre en la noche, mientras su madre trabajaba el turno nocturno de la maquila. El agresor era quien la llevaba y traía al colegio, quien cuidaba la casa, quien la “protegía” de los regaños de su mamá: era su persona de confianza. Los niños no convivieron con su padre biológico, que maltrataba a Ana, abandonó Juárez y nunca volvió ni envió dinero. La pareja de su madre se convirtió muy pronto en la figura paterna, lo llamaban: “Papá Gregorio”.

El hombre, que tiene ahora 39 años, obligaba a Luz a encerrarse con él. A veces estaban solos, otras los veían sus hermanos, muchas lo hacían frente a una cámara, en transmisiones grabadas o en vivo, también en videollamadas donde, al otro lado, otros hombres seguían la violación. Algunos de ellos eran quienes “mandaban” sobre la escena. En palabras de Luz: “Me quitaba la ropa para grabar videos con él y los subía a una aplicación para que los vieran otras personas desconocidas. (...) El de la videollamada me estaba haciendo a mí. Gregorio me decía qué decirle a la persona”.

El testimonio de Luz es dificilísimo. No solo por el dolor que lleva aparejado, sino por la dificultad que entraña que los niños puedan identificar que sus abusos están siendo retransmitidos, vendidos: “Dijo que tenía que enviar fotos y videos a un hombre y si no ese hombre nos podía mandar a la cárcel, matar o secuestrar”. O: “En el 2022, casi por mi cumpleaños, tenía nueve años, él llegó muy asustado, me dijo que un hombre mandó un mensaje desde una aplicación que no era WhatsApp, me dijo que ese hombre quería que nosotros hagamos cosas sexuales y que cada cosa que hagamos él y yo, lo tenía que grabar y mandárselo a él (...) Al día siguiente de la nada me dijo lo mismo, pero yo ya no quise, yo empecé a llorar, a llorar”.

Luz, con sus 10 años, explica con claridad el funcionamiento de una red de trata sexual; indica dónde están las pruebas (“tiene los videos guardados en una consola que tiene conectada a la televisión de su cuarto”); adelanta que Gregorio, quien le mostraba videos que le hizo a ella misma desde muy pequeña, le enseñó también imágenes abusando de otras niñas; y revela, desde su primera entrevista con la Fiscalía, el 9 de diciembre de 2022, que un día “Gregorio agarró a Mario y lo llevó al cuarto”.

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Escala grave de estrés postraumático de Luz, según el peritaje psicológico inicial de la Fiscalía: “Me da miedo ir donde me hicieron daño”. “Me da miedo recordar lo que me pasó, me asustó con ruidos o movimientos fuertes”. “Casi todos los días hacía eso”. “No sé por qué lo hacía tanto”.

Se añade: víctima con pensamiento suicida.

Mario, de acuerdo con el peritaje de la Fiscalía: “Afectaciones: abuso sexual infantil, maltrato psicológico infantil, negligencia infantil”.

Se identifican las brutales lesiones físicas en ambos. Los peritos estiman una temporalidad de los impactos emocionales para ambos: de por vida.

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Gregorio fue detenido, de casualidad (cometió una infracción de tráfico y se dieron cuenta de que estaba prófugo), unas semanas después de las declaraciones de Luz y Mario en la Fiscalía. Esperó encerrado el juicio, que llegó en junio de 2024. Las audiencias duraron una semana. En ese punto, los niños habían declarado tantas veces lo sucedido que no querían hacerlo más. Fue Irene, su psicóloga de Casa Amiga, quien los convenció de que ese era el último escalón. “Lo hicieron superbien”, resume la terapeuta: “Salieron y me acuerdo que me dijo Mario: ‘Tócame el corazón, se me va a salir”.

Las declaraciones de Luz y Mario llevaron a abrir una carpeta de investigación por violación agravada (no hay tipificación para la violencia sexual infantil), otra de trata con fines de explotación sexual y una más por abuso sexual a una de sus primas, que había sido agredida por Gregorio en una ocasión que se quedó a pasar la noche en su casa. Solo el primer delito ha sido juzgado. El testimonio de los niños, junto a los peritajes, fue la clave para que en julio de 2024, después de una apelación, el agresor fuera definitivamente sentenciado a 66 años de cárcel y una reparación moral de casi un millón de pesos. No ha pagado ni un centavo.

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Mariana Gil lidera la Oficina de Defensoría de los Derechos de la Infancia (ODI), lleva más de 15 años investigando la explotación sexual en menores, destapó en 2022 una red de trata en las escuelas mexicanas, y, con esa experiencia, declara firme: “El 90% de los casos de abuso sexual infantil lleva otros delitos aparejados. Casi todos vienen o perpetuados durante años o cometidos por varias personas o con la creación de material de explotación sexual infantil”. La abogada explica que en la mayoría de los casos solo se judicializa uno de los crímenes —normalmente el abuso sexual— por falta de más investigación. Las Fiscalías mexicanas, dice Gil, no tienen los programas ni las bases de datos, no cuentan con la experiencia ni los recursos para localizar el almacenamiento o el streaming de este contenido abusivo, mucho menos para buscar las conexiones de estas imágenes con plataformas o transferencias bancarias: “No están capacitados para esta nueva modalidad de delitos. Se espera siempre que la víctima dé toda la información”.

La explotación sexual de menores en internet se ha disparado. Lo recoge la ONU (que apunta que el material con contenido de abuso sexual de niños ha aumentado “exponencialmente” desde 2010), el informe de 2024 del Child Safety Institute de la Universidad de Edimburgo (que recoge que 302 millones de niños fueron víctimas de algún tipo de este material) o el Centro Nacional de Niños Desaparecidos y Explotados (NCMEC, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos, que subraya que las denuncias de páginas con material de abuso sexual infantil se incrementó un 12% hasta llegar a 36,2 millones en 2023. Esto solo en la web abierta, la que se utiliza normalmente, sin contar la deep web, donde se almacena el 80% de este material, según NCMEC. De todas estos reportes, al menos 800.000 contenían indicadores geográficos que vinculaban la ubicación de carga del material de abuso con México.

Sin embargo, las alertas que llegan a México por estas denuncias, critica ODI en su último informe, se quedan en nada: “Se almacenan como datos estadísticos, no se convierten en investigaciones abiertas, aunque la ley obligue a actuar de oficio”.

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La fiscal especializada Wendy Chávez reconoce que todavía les faltan recursos para investigar estos delitos complejos. Pero la falta de capacidad de las autoridades en México también reside en la carga de trabajo. Por ejemplo, en la unidad de delitos sexuales de la Fiscalía de la Mujer de Ciudad Juárez trabajan 14 agentes: cada una lleva entre 800 y 1.200 casos. Cada año llegan unas 1.100 denuncias nuevas, solo de menores de edad. Las omisiones se cuelan entre las montañas de carpetas acumuladas.

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El acta de aseguramiento de la Fiscalía, del 10 de diciembre de 2022, registra los siguientes indicios de la casa del agresor y las víctimas:

• Adaptador de pantalla.

• Reproductor mp3.

• Lector de tarjeta SIM.

• Memoria de 64 gigas.

• Tres juguetes sexuales.

• Play Station 5.

• Dos discos duros.

Dos años y siete meses después, estos objetos —las evidencias de una red de trata sexual infantil— siguen sin haberse revisado. En un primer momento, la ministerio público adjudicada al caso señaló que habían tratado de analizar los aparatos, pero que no había sido posible, porque “tenían contraseña”. En junio de 2025, ante la insistencia del equipo legal de Casa Amiga, los dispositivos se mandaron por fin a los peritos. En todo esto tiempo, la investigación por la explotación sexual que vivieron Luz y Mario, la única que permitiría rastrear al resto de agresores y a otras víctimas, no ha podido iniciarse.

Lidia Cordero, directora de Casa Amiga, lo resume así: “Sigue siendo una laguna de información saber quién vio esos videos, si alguien más los grabó, si alguien más los tiene, si hay información que esté circulando ahí en la red. No se sabe porque no se ha llegado a la investigación”. “La forma de detener estas descargas descomunales de pornografía infantil está en la inteligencia cibernética, porque lograr que los niños identifiquen que son grabados es muy difícil”, detalla Cordero, que recuerda lo fácil que es colocar un celular y añade que la primera batalla es contra la normalización de la violencia sexual.

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Son todos muy bajitos, todavía más los de las filas delanteras. Llegan agarrados, contentos, acompañados por sus maestras. Se sientan en las sillas frente al teatro de marionetas que han instalado en su escuela. Se levantan, se revuelven, se tiran al suelo, pero la mayoría se emboba en cuanto aparecen Miguelito y su abuela. El propósito de los dos títeres está claro: que los niños puedan identificar qué partes de su cuerpo son privadas, por lo que nadie puede tocarlas, ni ellos tocar las de los demás. Las trabajadoras de Casa Amiga han conseguido, al menos esta mañana, que quede claro el mensaje. “¡No, no lo toco a usted, eso no me gusta, respétame!”, corea una treintena de vocecillas.

Este teatro forma parte de las actividades de prevención que organiza Casa Amiga en los centros educativos. Los eligen con cuidado, no quieren abrir puertas que no van a poder cerrar. Saben que hay decenas de casos como el de la familia de Luz. “Se necesita mucha estrategia, no queremos llegar a destapar casos que no estemos preparadas para asumir. Ya estamos en riesgo de sobresaturación”, apunta Lidia Cordero: “¿Para qué vamos a hacer a un niño decirlo si no va a haber ninguna consecuencia?”.

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Luz quiere ser tiktoker o, quizás, cantante de pop. También dice que quiere estudiar y ser algo que le permita ayudar a su mamá. Ha empezado la secundaria, tiene nuevas amigas y ganas de salir, de quitarse el estigma, de tener una vida fuera de ser la agredida. “Ahorita ya es una nueva vida para ella”, cuenta Loreto, su psicóloga actual, “le ha tocado armar todas sus piezas otra vez, con mucho trabajo”. Mario quiere ser policía. Un alivio para Luis, el más pequeño de los tres, porque así tiene el camino despejado para un sueño que tiene claro desde hace años: trabajar en el puesto de verduras de sus abuelos. “Han progresado muchísimo”, apunta Loreto: “Están en un proceso de reencontrarse, de validar sus emociones. Pueden expresarse abiertamente sobre el tema. Ya no existe ese temor. Tienen un ideal, aspiraciones, lo que habla de un deseo, de su valentía y de su fuerza”.

Entre sus palabras se impregna la urgencia: “Cuando ellos han contado su historia con otros niños, nada más han dicho ciertos detalles y ellos mismos dicen: ‘Es que mi amiga dice que le pasó lo mismo. Pero yo ya les dije que viniera acá’. Es una situación fuerte. Pero ellos han tomado conciencia de que se puede encontrar a alguien que pueda ayudar, ellos han tomado conciencia de lo que ellos vivieron y de que eso no se debe permitir”.

Sobre la firma

Beatriz Guillén
Reportera de EL PAÍS en México. Cubre temas sociales, con especial atención en derechos humanos, justicia, migración y violencia contra las mujeres. Graduada en Periodismo por la Universidad de Valencia y Máster de Periodismo en EL PAÍS.
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