Huérfanos de una frontera militarizada
Son hijos y nietos de una generación que no conoció otra cosa que la violencia. Sin redes de apoyo, los grupos criminales los reclutan con facilidad como halcones o guías para migrantes
A los 11 años abandonó la escuela. A los 14 se convirtió en vigía de operaciones de contrabando. “Había dejado de ir a la escuela, me aburría ahí”, explica el niño durante una de las 18 entrevistas realizadas por Gabriella Sánchez, académica especializada en redes de tráfico de migrantes, en Ciudad Juárez. “Un amigo me invitó a ser vigía para cuando los otros cruzaran gente. No tenía nada más que hacer, y mi amigo y yo pensamos: al menos haciendo esto estoy ganando algo de dinero, ¿no? Así que me quedé y trabajé con ellos por un tiempo". Su testimonio refleja el patrón que define a cientos de menores en esta frontera: deserción escolar temprana, reclutamiento, la percepción del contrabando como única alternativa económica viable. Como halcón, su trabajo consistía en vigilar mientras otros guiaban a migrantes a través de rutas clandestinas hacia Estados Unidos, explica Sánchez, quien a través de su investigación ha documentado las dinámicas de estos menores conocidos como “niños de circuito”.
Los roles asignados forman una cadena operativa: halcones que vigilan el movimiento de autoridades, guías que conocen cada vereda y escondite del desierto, señuelos que distraen a la Patrulla Fronteriza, y conductores que transportan a los migrantes una vez que cruzan. Los niños más pequeños suelen comenzar como vigías; conforme crecen y demuestran confiabilidad, ascienden a roles más complejos y peligrosos.
Los menores se han convertido es un “activo invaluable” para el crimen organizado, explica Laurencio Barraza, director de la asociación Tira Paro. “Si los agarran, como son menores, no les pasa absolutamente nada en Estados Unidos. Es decir, no van a la cárcel. Los regresan, sin mayores complicaciones. Un activo invaluable para quienes se dedican a andar pollereando”, detalla. La Patrulla Fronteriza estadounidense inició en 2014 un censo —que descontinuó al año siguiente— en el que registró 600 menores mexicanos que habían cruzado la frontera en ese año. Algunos habían cruzado, sido detenidos y devueltos a México hasta 48 veces.
La situación es otra ahora. El regreso de Donald Trump a la Casa Blanca y el endurecimiento de las políticas migratorias ha provocado la caída hasta un 94% de las detenciones en la frontera. En ese nuevo escenario amurallado, ahora los menores están siendo reclutados para otras economías, como los secuestros o narcomenudeo.

“Son los huérfanos de la guerra”, sentencia Fernando Loera, coordinador del Programa de Atención y Prevención de Niñas, Niños y Adolescentes en Migración de Circuito. La misma idea señala Antonio Salas Martínez, director de Previsión Social de la Secretaría de Seguridad de Ciudad Juárez: “Hijos y nietos que carecen de una red de apoyo, porque sus padres o sus abuelos murieron asesinados en ese lapso del 2007 al 2011”. El funcionario se refiere a los efectos del periodo en el que arrancó la estrategia de seguridad militarizada de Felipe Calderón, pero es la misma estrategia que ha seguido hasta ahora Claudia Sheinbaum, sexenio tras sexenio. En Ciudad Juárez llegaron los militares, luego los federales, después la Guardia Nacional.
Los expertos rehuyen de los estereotipos clásicos, que llaman a estos menores “polleritos” o “coyotitos”, porque ese tipo de descripción “animaliza”, dice, y no ve el problema estructural detrás. La investigadora de la Universidad de Georgetown, Gabriella Sánchez, que lleva años poniendo la mirada en sus largas investigaciones sobre niños de circuito, describe: “Los jóvenes de la región fronteriza han estado históricamente involucrados en estos mercados [irregulares], pero sus actividades se han vuelto más visibles en el contexto de la creciente militarización de la frontera y controles migratorios y de seguridad implementados por ambos gobiernos: el mexicano y el estadounidense”. Lejos de que estas infancias se vean a sí mismas como víctimas, explica, “expresan demandas legítimas y relevantes sobre su participación en mercados ilícitos”.
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Ciudad Juárez es una ciudad que en el verano supera los 38 grados centígrados y el sol del desierto convierte el pavimento en una plancha. En invierno, las temperaturas pueden caer bajo cero y el viento helado barre las calles de tierra de la periferia. El imponente muro que divide esta ciudad de El Paso se extiende entre metal y concreto a lo largo del horizonte. A sus pies, en colonias como Anapra, Fronteriza Baja y Felipe Ángeles, las casas de ladrillo o los caminos de terracería se pierden entre barrancos y tiraderos clandestinos, donde el polvo cubren todo de color ocre.
Laurencio Barraza comenzó su labor con infancias en este territorio hace algunos años. Un día, una integrante de su asociación Tira Paro le dio el aviso: “Uno de los jóvenes del programa no ha venido. Ya tiene días, una semana más o menos. Nadie sabe de él”. El chico de 14 ó 15 años se había desvanecido. “Los están utilizando para que pasen gente al otro lado”, apuntó ella.
“Son chavos que son listos”, explica Barraza, con esa voz franca y golpeada de la gente de Chihuahua, “conocen las rutas, las veredas de la frontera, sin necesidad de mapas ni GPS. Y eso es una forma en la que economiza el cártel, los polleros”.

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Para entender cómo estos menores perciben su trabajo hay que escuchar sus propias voces. Gabriella Sánchez recogió los testimonios de 18 niñas, niños y adolescentes en un trabajo etnográfico publicado en 2018, llamado Niños de circuito: Las experiencias y perspectivas de los niños que participan en la facilitación del tráfico ilícito de migrantes en la frontera entre México y Estados Unidos. Ahí se lee: “Nos permitía comprar pizza para todos. Pizza de jamón y piña, esa era mi favorita”, recuerda un adolescente que trabajó como guía desde los 12 años. “Sabía lo que significaba poder comprar eso yo mismo, para mis hermanitos. Se siente bonito poder comprar zapatos y ropa para todos, decirle a mi mamá que no se preocupe, que yo puedo encargarme de las cosas”.
Su hermana mayor describió la dinámica familiar cuando fue entrevistada por Sánchez: “Mis padres murieron y yo ya estaba casada, así que traje a mi hermano y hermana a vivir con nosotros. Pero mi hermano se dio cuenta muy rápido de que estábamos batallando económicamente; no era tonto. Mi esposo no ganaba mucho y yo no podía conseguir trabajo porque no había nadie que me ayudara a cuidar a mis hijos”.
Una noche, el niño llegó a casa con dinero: “Aquí tienes, para que nos puedas comprar comida”, le dijo. Tenía solo 13 años. “Me asusté porque era muy joven y me pregunté, ¿de dónde sacó todo este dinero? Le pregunté y no me quiso decir. ‘Qué te importa’, me dijo, ‘solo estoy cansado de ver cómo batallan. Solo tómalo.’ No me gustaba (que estuviera involucrado en contrabando), pero pensé, ¿qué más puede hacer?”.
Un adolescente puede ganar unos 100 dólares ganar en un solo cruce. A veces es más: el dinero que reciben depende de la tarea y de que tan efectivos sean. Por ejemplo, es mayor el pago por cruzar migrantes que no son mexicanos. Una cantidad muy atractiva para niños que crecieron con hambre, en colonias a veces sin agua potable ni electricidad. “No hay forma de competir”, admite Barraza: “Los chavos obtienen cosas que nunca iban a poder obtener de una manera tradicional, con base en su condición económica”.
En los primeros reportes que recibió cuando comenzó con su organización, Barraza identificó un patrón: adolescentes que semanas o meses atrás apenas tenían para comer tres veces al día, de pronto llegaban a las sesiones con tenis y ropa de marca. La bonanza no la guardaban para sí mismos. Compartían su suerte con los amigos dentro del programa: compraban golosinas, refrescos, e incluso tenis y camisetas idénticas a las que ellos portaban.
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Las decisiones de Estados Unidos reconfiguran el mercado criminal en Ciudad Juárez, ha documentado Fernando Loera. Por ejemplo, “con las caravanas y las llegadas masificadas, hubo un incremento en la demanda de adolescentes que el crimen organizado reclutaba para facilitar cruces indocumentados”. El sentido es ahora el contrario. Trump ha cancelado la aplicación para pedir asilo CPB One, ha quitado la protección para refugiados, ha llevado las redadas a iglesias y escuelas, ha deportado a migrantes sin antecedentes criminales a El Salvador o Sudán, ha encerrados a otros en su nueva Alcatraz en Florida. En consecuencias, el miedo ha vaciado los albergues a este lado de la frontera.
Pero, el crimen sigue, adaptado con una eficiencia brutal. “Las grandes cualidades que tiene el crimen organizado es buscar diferentes formas de sostenibilidad”, señala Loera.

En los últimos meses ha identificado un aumento en la participación de adolescentes en secuestros, “que era algo que no teníamos”. Y no son secuestros aleatorios, están dirigidos a inmigrantes o mexicanos deportados con familiares en Estados Unidos que creen que podrán pagar por un rescate.
De enero a junio de este año, entre 175 y 179 adolescentes que habían sido detenidos por faltas administrativas —como consumo de alcohol en vía pública, alteración del orden público o desobediencia a la autoridad— han sido canalizados a programas sociales de prevención, informó Salas Martínez. Estos jóvenes llegan por medio de la coordinación entre su oficina de Previsión Social y el DIF estatal, con lo que se evita su procesamiento en el sistema de justicia penal.
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En un barrio de la periferia, una adolescente describía con Gabriella Sánchez su trabajo como guía: “Es muy triste que no puedas estar con tu familia por lo que pasa en la frontera. Siempre me sentí mal por la gente que cruzábamos. Porque nosotros somos pobres pero siempre hemos estado juntos. No es mi mamá la que cuida a mi niño y a mis hermanitos, soy yo, entonces entiendo que es natural que la gente quiera estar con sus familias”.
Así, los menores que participan en estos cruces por dinero, también comprenden, desde su propia experiencia de precariedad, el dolor de la separación familiar. Otro niño de 12 años que trabajó como conductor explicó por qué prefería transportar mujeres migrantes: “Me recordaban a mi mamá y mis hermanas. Entraba, las encontraba, las despertaba si estaban dormidas y les decía: ‘Despiértese, estoy aquí para llevarlas, vámonos, no se pueden quedar aquí”. El niño había escuchado historias terribles de lo que les pasa a las mujeres cuando cruzan: “No quería que les pasara nada malo. Manejábamos y ellas estaban todas calladas, entonces trataba de tranquilizarlas contando chistes y me preguntaban qué edad tenía y cuando les decía se reían y eso como que rompía el hielo”.
A veces intercambiaban números de teléfono: “Me mandaban mensajes cuando llegaban a su destino. Se sentía bonito ser parte de lo que vivían, que podía ayudar”.
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Hace cuatro años, casi el 46% de los adolescentes en Ciudad Juárez dijeron vivir bajo la sombra del secuestro, la desaparición y el asesinato, según una consulta del INEGI. Y una cuarta parte señaló el robo y la inseguridad como los riesgos más grandes. El 35% mencionó los feminicidios y la inseguridad para las mujeres.
Ante la falta de escuelas, de espacios educativos, hay vacíos que se llenan de otras formas, dice Mariel Martínez, coordinadora de Participación Comunitaria del Plan Estratégico de Ciudad Juárez. “Y el tema del reclutamiento es una salida, una forma de llenar este vacío de oportunidades”.

En el programa Va de Nuez, que organizan desde la asociación Tira Paro, 10 de 20 están involucrados en actividades delictivas. Muchos llegan de un grupo de 30 colonias del norponiente de la ciudad, donde las autoridades también tienen registros de casas de secuestro y cautiverio. La mayoría ha participado en el cruce irregular de migrantes. “En su ingenuidad o jactancia”, a veces presumen de sus hazañas y revelan detalles sensibles de todo lo que el jefe o el cabecilla les ordena en esas tareas. Pero cruzar droga o matar es diferente. “Muchos no estaban dispuestos a cruzar esa línea”, dice Barraza.
Para muchos adolescentes que viven alejados del centro de la ciudad, su barrio no es solo una zona de riesgo. “Cuando veo fotos de mi colonia se siente bonito”, le dijo una chica de 16 años que trabajó como vigía a la investigadora Sánchez. “Ahí está la casa de mi tía, la de mi mamá, la calle donde juego con mis amigos”. Lejos de los estereotipos, construyen vínculos de pertenencia. “Sí, hay gente pobre, y sí, también hay gente mala. Pero es mi colonia, ¿ves? Nos juntamos, hacemos fiestas juntos, vamos a la escuela juntos. Me gusta mi colonia y la extraño cuando no estoy”. Ahí aprendió a jugar a esconderse, a subir el cerro, a correr.
Como cualquier niña.
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