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Los indígenas de Nariño que resisten a la ganadería extensiva y al cambio climático: “Queremos soberanía alimentaria”

La comunidad Pasto, que habita en la frontera de Colombia con Ecuador, busca alternativas para erradicar el hambre en su región mientras protege los cultivos ancestrales con iniciativas como los bancos de semillas

Dos jóvenes hacen la caracterización de las papas en el cultivo de su colegio, en Cumbal, el 20 de noviembre.

Zoila Mitis ha estado toda su vida en el resguardo indígena del Gran Cumbal, un enclave rural ubicado en el suroeste de Colombia, muy cerca de la frontera con Ecuador. La parcela de tierra en la que vive, junto con sus padres y su hijo, la dedica exclusivamente a la agricultura. Alrededor de su casa, se extienden cultivos de al menos siete tipos diferentes de papa y de otros tubérculos, como el cubio y la oca. Su granja es una excepción en esta zona, rodeada por volcanes y a más de 3.000 metros sobre el nivel del mar, del departamento de Nariño. La mayoría de los indígenas ha optado por volcarse en la ganadería, actividad que ha degradado los suelos para la agricultura, que ya de por sí sufre con gravedad los efectos del cambio climático.

En el Gran Cumbal viven más de 25.000 indígenas de la comunidad Pasto (de más de 120.000 que se reconocen como tal entre Colombia y Ecuador). Allí han empezado a notar que las temporadas cálidas son cada vez más secas y las frías son casi una sentencia de muerte para los cultivos. “Gracias a Dios no hemos pasado hambre, pero las heladas nos golpean cada vez más y hemos perdido cultivos enteros. Cuando era una niña el clima no pegaba tanto”, cuenta Zoila, de 26 años y madre de un niño de nueve.

Zoila Mitis y su hijo, Edison Mitis, en Cumbal, el 20 de noviembre.

La dificultad para sembrar, y los bajos precios de venta de sus productos, empujaron a muchos a dedicarse exclusivamente a la ganadería, la actividad más importante en el resguardo. Y aunque ha aliviado la economía de muchos hogares, la cría de vacas ha afectado hectáreas enteras y ha provocado la desaparición de muchos cultivos ancestrales por la pérdida de tierra fértil. La alerta final llegó durante la pandemia. Cuando por la cuarentena empezó a llegar cada vez menos comida de fuera, fue evidente que había que cambiar la estrategia, no solo para proteger la identidad, sino para erradicar el hambre en la comunidad.

Es en este contexto que aterriza un proyecto novedoso en Colombia, que ya ha mostrado ser efectivo en otras partes del mundo que han sufrido de grandes desastres naturales como consecuencia del cambio climático; en Kenia, Vietnam, Ghana o Perú han funcionado los bancos de semillas comunitarios. Son instalaciones que almacenan la diversidad genética de los cultivos locales para preservar su viabilidad ante condiciones adversas. El del Gran Cumbal es una “caja fuerte” a mucho menor escala que el banco de germoplasma universal ubicado en Noruega o que el del Centro Internacional para la Agricultura Tropical, CIAT, ubicado en el Valle del Cauca. Lo que lo diferencia es que este se construye desde la comunidad.

Muestras de papas cultivadas en la escuela El Romerillo, en Cumbal, el 20 de noviembre de 2025.

“Este banco de semillas es único: combinamos el conocimiento científico, que nos ayuda a mantener nuestra diversidad genética; con el conocimiento cosmológico. La comunidad Pasto tiene sus propios rituales de respeto a la Madre Tierra, la Pachamama, que queremos conservar”, explica Esteban Gangotena, director del proyecto, que, como su nombre indica, funciona como una especie de banco.

Los campesinos acuden con semillas —casi siempre de tubérculos— que se guardan en un pequeño cobertizo ubicado en la escuela más grande del resguardo. Algunos granos se siembran y así se multiplican para evitar su extinción. A su vez, los agricultores pueden pedir un “préstamo” de semillas para las cosechas, que luego “pagan” en un pequeño “interés” para devolver alimento a la comunidad. En lo que va del año, se han identificado 30 especies de cultivos de alimentos y vegetales, 30 de frutales y 100 de plantas aromáticas y medicinales.

La iniciativa está liderada por la Alianza de Bioversity International y el CIAT, una organización dedicada a la protección del medio ambiente. El científico neerlandés Ronnie Vernooy coordina el aspecto académico del proyecto. “Unimos la ciencia moderna y la ciencia ancestral. Hacemos capacitaciones en la comunidad para que ellos sepan los mejores métodos de conservación, mientras nosotros aprendemos de cómo funcionan, por ejemplo, las fases de la luna para obtener mejores cosechas”, cuenta durante el recorrido que hizo este diario en la zona por invitación de la organización.

El Cumbal, el 21 de noviembre.

El mecanismo de conservación del Gran Cumbal tiene una rotación más rápida que la de grandes centros como el noruego. “Las semillas que recolectamos no están ahí para quedarse. Las conservamos por un año o dos, y las volvemos a poner en distribución porque están para aumentar la distribución de los alimentos entre la comunidad”, apunta Vernooy.

El trabajo para promover la siembra de cultivos ancestrales no se limita al banco de semillas. Poco a poco, campesinos que usaban sus propiedades únicamente para el ganado han retomado la actividad agrícola en sus shagras (parcelas para el cultivo tradicional indígena). “La ganadería nos ha quitado mucho. Vemos cómo, generación tras generación, hay menos variedad de tubérculos, frutas y vegetales. Eso se traduce en menos comida que surge de nuestra tierra. Por eso hemos tenido que empezar a traer de fuera, pero esos alimentos suelen ser muy sintéticos al usar tantos químicos”, indica Alegría Chirán, lideresa social del resguardo, muy involucrada en el proyecto. Su llamado es claro: “Queremos soberanía alimentaria y depender de nosotros mismos”.

Una joven enseña una papa Mambera Rosada, en Cumbal.

Aunque ha habido avances, Chirán admite que hay “resistencia” por parte de los campesinos cuya economía depende de la leche. La ganadería entró de lleno a inicios de los 2000, cuando Colombia comenzó a prohibir los cultivos de amapola, una planta usada para producir heroína y que tanto florecía en Nariño. Varias iniciativas, algunas de ellas internacionales, promovieron cambiar el destino de estas tierras a actividades más convencionales. Lo que no preveían es que, más de 20 años después, la ganadería extensiva erosionase los suelos y contribuyese a la deforestación.

“Muchos se aferran al signo pesos y creen que por tener un poco más de dinero tienen una mejor vida. Pero la realidad es que la buena vida viene de comer sano y de proteger la comida de nuestros ancestros”, argumenta la lideresa. Es por eso que el proyecto liderado por el CIAT también incluye ayudas a estas familias que, en varios casos de éxito, han puesto a convivir en sus predios ambas actividades.

El banco de semillas, que ya opera con una red de otros ocho ‘mini’ bancos, repartidos en otras veredas, ha probado tener un respaldo de muchas familias del resguardo, al igual que de parte del cabildo indígena, el organismo autónomo que gobierna en Gran Cumbal. Pero, tras casi dos años de trabajo, una cuestión se ha vuelto central: una vez que las cosechas ya sean suficientes para el alimento propio, ¿cómo hacer de ellas un producto de exportación?

Una madre y su hijo enseñan las semillas que cultivan, en Cumbal.

La papa es un ingrediente fundamental para la cocina colombiana, especialmente en el centro y el sur del país. La variedad capira, usada para recetas como las papas fritas, es la más usada en el territorio nacional. Los indígenas quieren irrumpir en ese mercado, pero con tubérculos autóctonos. En el banco de semillas hay variedades de papa como “ratona”, “corazón de piedra” o “botella”, nombres coloquiales que reciben por sus formas y tamaños. Cada una tiene un sabor, color o textura propio: algunas son completamente negras; otras, al partirse por la mitad, sacan un jugo violeta similar a la sangre.

Con esta gran variedad quieren entrar, sobre todo, en alta culinaria y la cocina de autor. En un momento en el que los restaurantes más prestigiosos de Colombia apuestan por usar ingredientes locales, la comunidad Pasto ve una ventana de oportunidad para convertir su supervivencia alimentaria en una actividad productiva. Alegría Chirán es optimista con que el resguardo conseguirá irrumpir en un mercado dominado por las multinacionales: “Hay papas que solo se consiguen aquí. Tenemos que aprovechar esta ventaja que nos dio la Pachamama”.

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Sobre la firma

Diego Stacey
Periodista de la sección Internacional. Anteriormente trabajó en 'El Tiempo', en Colombia. Es licenciado en Comunicación Social por la Universidad Javeriana de Bogotá y Máster de Periodismo UAM-EL PAÍS.
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