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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Solo la diplomacia frenará la bomba atómica. Reflexiones tras la guerra contra Irán

Por mucho que Netanyahu se presente como un nuevo Churchill, sus ataques contra Irán pueden conseguir lo contrario y que el régimen asegure su supervivencia mediante la fabricación de un arsenal nuclear. Para evitarlo, hay que llegar a acuerdos de futuro

Guerra Irán
Shlomo Ben Ami

¿Qué fue lo que salvó a Irán después de 12 días de control total del espacio aéreo por parte de Israel y, como consecuencia, un ataque extraordinario contra la República Islámica de Irán que afectó a su programa nuclear, destruyó muchos de sus símbolos gubernamentales y decapitó su jerarquía militar? Si se lo preguntamos a Fayyaz Zahed, reformista y analista político iraní, respondería que “no fue la ideología delirante del régimen, sino la larga historia de Irán y la experiencia de haber sobrevivido a las invasiones de Alejandro Magno, los mongoles y los árabes”. Igual que ocurre con China, la rica historia y el legado imperial de Irán han hecho que el país se considere el centro del mundo civilizado, una nación destinada a grandes cosas, y han inspirado sus políticas en Oriente Próximo y otros lugares. La historia de Irán va desde los siglos de magnificencia imperial en la Antigüedad hasta el momento en el que el imperio se encontró con una nueva potencia ascendente en el sur, el islam, que supuso el comienzo del declive persa y su caída en el siglo XIX, al toparse con las ambiciones imperiales de Gran Bretaña y Rusia. La grandeza del pasado ha hecho que los funestos recuerdos de las invasiones extranjeras en la época contemporánea sean el equivalente iraní al “siglo de humillación” de China.

Por eso, la historia moderna de Irán, como la de China, ha consistido en la lucha para tener el estatus propio de una gran potencia, con una celosa defensa de su soberanía. Las relaciones exteriores de Irán —un país no árabe en una región árabe, que además es el único Estado del mundo musulmán cuya religión oficial es el islam chií— deben interpretarse en el contexto de ese carácter excepcional que se atribuye a sí mismo. En la era moderna, el significado trascendental del golpe de Estado británico-estadounidense que derrocó en 1953 al primer ministro democráticamente elegido, Mohammad Mosaddegh, preparó el terreno para que afloraran los sentimientos populares contra Occidente durante los años setenta, hasta culminar en la Revolución Islámica de 1979.

Desde entonces, Occidente tiene propensión a pensar que Irán es monolítico, un país de ayatolás y radicales empeñados en destruir Israel, para lo cual necesitan la bomba nuclear. Según ese punto de vista, Benjamín Netanyahu es el Churchill de Israel y lucha heroicamente para salvar a su pueblo de la aniquilación inminente. Siento decir que esta es una interpretación completamente simplista, incluso falsa, de una realidad mucho más compleja. Irán es una sociedad muy diversa, como también lo es su clase política. Dentro de su sistema político hay una auténtica división entre reformistas y fundamentalistas. Los reformistas iraníes, con el actual presidente, Masoud Pezeshkian, y todo su equipo a la cabeza, quieren frenar el proyecto nuclear, llegar a un acuerdo con Occidente y poner fin a las sanciones que han paralizado la economía iraní. Eso, en su opinión, es lo que amenaza la supervivencia del régimen.

El empeño en nuclearizarse ha sido siempre una obsesión de los ayatolás, su símbolo más potente, lo que garantiza la supervivencia del régimen y el escudo protector supremo de la revolución islámica frente a sus adversarios en la región y en el resto del mundo. Corea del Norte es prueba de ello. Aunque el programa nuclear nunca ha conseguido fabricar una bomba ni producir más que escasa energía a un coste astronómico, siempre ha sido el símbolo nacionalista más sólido de los mulás. El objetivo es garantizar la supervivencia del régimen, no aniquilar a Israel, que tiene muchas más probabilidades de acabar destruido por una larga guerra de desgaste —para la que los iraníes crearon y han financiado generosamente el anillo de representantes y protegidos que rodea al Estado judío— que bajo una nube en forma de hongo. Si Irán quisiera tener la bomba nuclear, podría haberla fabricado hace tiempo. Su nivel científico y tecnológico, sustentado en un rico capital humano, coloca al país muy por delante de Corea del Norte y Pakistán, que ya son potencias nucleares. Si Irán no tiene la bomba es porque aún no ha tomado la decisión política de fabricarla; y esta guerra quizá haya servido para que la clase política iraní se incline más hacia ello. La vulnerabilidad que ha mostrado la República Islámica demuestra que necesita tener una bomba nuclear, como Corea del Norte, para protegerse.

En otras palabras, Netanyahu pasará a la historia no como el Churchill de Israel que presume de ser, sino como el padre de la bomba atómica iraní. En dos ocasiones ha torpedeado una solución diplomática que los iraníes siempre han deseado, primero en 2018, cuando convenció a Donald Trump de que se retirara del acuerdo nuclear que había firmado Obama en 2015 y cuyas disposiciones estaban cumpliendo los iraníes al pie de la letra, y ahora, al iniciar una guerra en pleno proceso de negociación sobre un nuevo acuerdo nuclear.

Además, desde el alto el fuego con Irán, Netanyahu y Trump están inmersos en una campaña de bulos que enturbia la situación. Los servicios de inteligencia estadounidenses saben más que su presidente. No se han eliminado ni el programa nuclear iraní ni la amenaza de sus misiles balísticos; lo más probable es que el proyecto atómico no se haya retrasado más que unos meses. Los iraníes se han llevado de la planta de Fordow más de 400 kilogramos de uranio enriquecido al 60% que puede enriquecerse al 90% en cuestión de días y es suficiente para fabricar 10 cabezas nucleares. Hay centrifugadoras intactas, suficientes científicos e instalaciones que no conocemos. Irán ya ha impedido que cualquier organismo de control supervise sus actividades nucleares y no sería extraño que decida abandonar el Tratado de No Proliferación (TNP).

No obstante, esta guerra es un momento de la verdad para la República Islámica; su imperio vacío se ha debilitado porque Israel ha roto todo su sistema de protegidos y representantes. El panarabismo suní es un mito y se suponía que el islam chií iba a ser la voz de las masas en su lugar. El ayatolá Jomeini, padre de la revolución, y su actual sucesor, el ayatolá Jamenei, pretendieron ser los Frantz Fanon de nuestra época, dispuestos a redimir a los condenados de la tierra. Sin embargo, en vez de redención, los pilotos de combate israelíes han encontrado bajo los cielos de Teherán un régimen iraní impopular y represivo que ha dedicado miles de millones de dólares al programa nuclear y a extender el poder de la revolución islámica a través de representantes armados en toda la región, al mismo tiempo que gobierna un país sumido en el desastre económico y una parálisis asfixiante. El producto interior bruto de Irán ha disminuido un 45% desde 2012. A esta caída tan drástica han contribuido las duras sanciones internacionales por el programa nuclear, pero también la corrupción, un programa de privatizaciones chapucero y unas empresas estatales desmesuradas. Son muchos los que piensan que el régimen, alejado de una sociedad joven y con aspiraciones, está esclerotizado, y sus líderes religiosos están hoy entre la espada y la pared. “La República Islámica es un diente podrido que espera a que lo arranquen, como la Unión Soviética en sus últimos años”, dice Karim Sadjadpour, investigador del Fondo Carnegie para la Paz Internacional y especialista en Irán. Si comparamos la situación con la de China, Xi Jinping proclama que la estabilidad política de su país exige “una estructura global de valores”, un sistema que en Irán depende de un sector minoritario de la población y una clase política corrupta hasta la médula.

Un edificio de Teherán dañado por los ataques de Israel, en una imagen de este 26 de junio.

A la hora de replantearse su estrategia de posguerra, Irán no tiene demasiados amigos en los que apoyarse. Sus “aliados” le han decepcionado. Rusia está atascada en el lodazal ucranio, China está encantada viendo cómo se consume Estados Unidos en las guerras interminables de Oriente Próximo, Siria está negociando un acuerdo de paz con Israel y este ha conseguido debilitar a todos los enemigos regionales financiados por los iraníes. Aun así, la historia demuestra que Irán siempre ha sabido adaptar sus políticas a sus puntos más débiles. En 1988, para impedir la destrucción del régimen, aceptó que la guerra con Irak tuviera un final deshonroso. En 2003, después de las invasiones de Estados Unidos que derrocaron al régimen talibán en Afganistán y a su némesis, Sadam Huseín, en Irak, los ayatolás se mostraron dispuestos a alcanzar un gran pacto con el Satanás estadounidense, renunciar al programa nuclear y desmantelar su sistema clientelar en la región. Por desgracia, los radicales de Teherán demostraron ser mucho más racionales que los estadounidenses. La respuesta a la propuesta iraní vino del entonces vicepresidente Dick Cheney: “No negociamos con el mal”, una lección desgarradora sobre el poder de la estupidez en la historia. Hoy, Irán está en una situación muy similar. Está dispuesto a negociar con Estados Unidos un acuerdo nuclear a cambio de que proteja al régimen de un ataque estadounidense o israelí. Lo que busca no es una paz definitiva, sino ganar tiempo para reorganizarse y revisar su estrategia con el fin de adaptarla a la nueva situación.

El enfrentamiento de Irán con Israel, su rival directo por la hegemonía regional y un implacable enemigo teológico, es un conflicto entre dos potencias cuya existencia es vulnerable. A mi juicio, estamos ante la típica trampa de Tucídides, el riesgo de conflicto bélico provocado por el desafío de una potencia emergente a una potencia establecida, una situación que a Israel le gustaría que desembocara en una guerra definitiva. La estrategia israelí de suma cero tiene sus raíces en los miedos relacionados con el Holocausto y la poco realista aspiración de conseguir una hegemonía indiscutible. La idea iraní de destruir Israel procede de la creencia escatológica chií en el regreso del último mesías islámico, el imán Mahdi, en medio de un apocalipsis desencadenado por esa destrucción. Si Irán puede aprender algo de la historia es que los chiíes deben evitar caer en ese delirio, la misma trampa que condenó al panarabismo suní. Si dedicase toda su energía y todos sus recursos a una guerra de aniquilación contra Israel, pondría en peligro su objetivo principal, que es la supervivencia del régimen. Al líder supremo Jamenei, como a Xi Jinping, le obsesiona el recuerdo de la caída de la Unión Soviética, de la que ambos dirigentes extrajeron la misma lección fundamental —hay que aferrarse a los fundamentos del régimen—, salvo que China es una potencia mundial e Irán es una potencia debilitada y diezmada, en guerra con el Gran Satán que protege al Pequeño Satán.

Pero Irán no es el único que deja que unas ambiciones irreales le nublen el juicio. Si Israel no ha podido destruir el programa nuclear iraní, está claro que tampoco va a conseguir una victoria total contra sus dirigentes. La idea de acabar con el régimen mediante una campaña de bombardeos, que era uno de los objetivos confesos de Netanyahu, era un espejismo y delataba una falta total de cultura histórica, igual que el llamamiento de Donald Trump a la “rendición total” de Irán. El llamamiento de los Aliados a la “rendición incondicional” de Alemania en la Segunda Guerra Mundial fue lo que empujó al régimen nazi a luchar hasta las últimas consecuencias. Y para que se produzca un cambio de régimen hacen falta, como en Irak, tropas sobre el terreno, lo que en este caso sería suicida para los invasores. En Irán están viéndose ya indicios de una ola patriótica que arrastra incluso a algunos opositores que han estado en la cárcel.

Por consiguiente, no se trata solo de Irán: no hay ningún problema de seguridad de los que afronta Israel que pueda resolverse mediante una “victoria total”. La República Islámica está humillada y en una situación sin precedentes, pero todavía podría resistir el tiempo suficiente para agotar a Israel en una guerra de desgaste y enredar a Estados Unidos en un conflicto que no desea. Por muchas bombas que arroje Netanyahu, la diplomacia sigue siendo la única solución posible. Además, Israel tampoco puede contar con la complicidad tácita que mostraron los Estados árabes en la guerra contra Hamás y Hezbolá. No porque estos países aprecien en absoluto a Irán, sino porque les interesa la estabilidad regional, sobre todo ahora que están tratando de diversificar su economía. Siempre existiría el riesgo de que un Irán acorralado se atreviera incluso a atacar directamente a los Estados del Golfo, sus instalaciones petroleras o las rutas de transporte marítimo. Estos países quieren un acuerdo nuclear, no una conflagración regional. Y, al mismo tiempo, la arrogancia militar de Israel está empezando a ser inadmisible para sus aliados árabes moderados, que querían un socio en igualdad de condiciones para garantizar la paz regional, no una nueva potencia hegemónica. En los últimos años, los Estados del Golfo han sido prudentes y han tendido la mano a Irán en busca de una estabilidad que les permita centrarse en la economía. Ahora, en cambio, se enfrentan a años de incertidumbre que pueden perjudicar sus ambiciosos planes económicos y la confianza de los inversores extranjeros.

Oriente Próximo está a punto de comenzar un nuevo capítulo que exige unos líderes con visión de futuro y capaces de una verdadera visión diplomática. Eso significa poner fin a la guerra de Gaza, abrir un horizonte político a la nación palestina, y ampliar los Acuerdos de Paz de Abraham a Siria y Arabia Saudí. Si lo que queremos construir es un nuevo Oriente Próximo, Israel debe adoptar la misma sabiduría diplomática que han demostrado los Estados del Golfo respecto a Irán. La paz entre Israel y los países árabes no debe ser un pacto contra Irán. Debe ayudar a integrar a la República Islámica en un sistema general de paz y seguridad en la región. Los rivales de Irán en Oriente Próximo no deben contemplar su humillación como meta del proceso histórico. Irán es una gran nación con una historia impresionante y una extraordinaria capacidad de renacer. Corresponde a sus vecinos, los israelíes y los árabes, hacer que ese renacimiento sea para bien y no para mal.

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