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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Será Gaza el cementerio (también) de la justicia internacional?

La Corte Penal Internacional quiere juzgar a Netanyahu, aliado clave de EE UU, por crímenes contra la humanidad. La respuesta de Trump ha sido imponer sanciones al tribunal. ¿Y qué han hecho ante esto el resto de países occidentales?

Guerra entre Israel y Gaza

Mi profesor en la Facultad de Derecho de Columbia, el legendario Louis Henkin, solía decir: “Casi todos los Estados observan casi todos los principios del derecho internacional y casi todas sus obligaciones, casi todo el tiempo”. Sin embargo, como demuestran la invasión de Irak por Estados Unidos, la de Ucrania por Rusia y la ofensiva indiscriminada y desproporcionada de Israel contra Gaza, con el apoyo incondicional de Estados Unidos, también es cierto que son con frecuencia las grandes potencias quienes violan los principios más fundamentales del derecho internacional.

En los últimos años, las instituciones judiciales creadas por la comunidad internacional han intentado responder para defender la legalidad. En 2022, tras la invasión a gran escala de Ucrania por parte de Rusia, la Corte Internacional de Justicia (CIJ), el órgano judicial principal de las Naciones Unidas con autoridad para emitir fallos vinculantes entre Estados y opiniones consultivas sobre el derecho internacional, ordenó a Rusia, por amplia mayoría, suspender sus operaciones militares. En 2023, la Corte Penal Internacional (CPI), situada al otro lado de La Haya, emitió una orden de arresto contra Vladímir Putin, un hecho histórico: era la primera vez que se imputaba penalmente a un líder en funciones de un Estado con asiento permanente en el Consejo de Seguridad. Aunque Rusia no suspendió sus operaciones militares y Putin sigue libre y desafiante, esas acciones judiciales fueron celebradas como bienvenidas y audaces. Sin embargo, perpetuaban un doble rasero que dejaba impunes a los aliados de Occidente.

Ese doble rasero se ha manifestado de forma especialmente marcada en el derecho penal internacional, que durante generaciones se había aplicado casi exclusivamente contra enemigos derrotados, como en los juicios de Núremberg y Tokio, parias impotentes, sobre todo africanos, u opositores de Occidente como Putin y Slobodan Milosevic. Esta selectividad continuó incluso después del histórico año de 1998, que vio la adopción en la conferencia diplomática de Roma del Estatuto de la CPI y el arresto en Londres, por orden del juez español Baltasar Garzón, del general chileno Augusto Pinochet, lo que dio vida al principio de jurisdicción universal, que permite a un Estado juzgar y sancionar a individuos por los crímenes más graves, independientemente de su nacionalidad o la del lugar donde se cometió el delito.

Audiencia en la Corte Penal Internacional sobre las obligaciones humanitarias de Israel con los palestinos, el pasado 28 de abril.

En España, por ejemplo, tras el caso Pinochet, esta herramienta se aplicó en casos de crímenes cometidos en Argentina, Guatemala y El Salvador, lo que permitió la condena de un exmilitar salvadoreño por el asesinato de los sacerdotes jesuitas y de un represor argentino. Estas acciones situaron a España a la vanguardia mundial en la defensa de la justicia internacional. Sin embargo, cuando se intentó actuar por presuntos crímenes cometidos por potencias influyentes como China, EE UU e Israel, la ley de jurisdicción universal fue derogada en 2014. En Bélgica, otro país con una legislación amplia de jurisdicción universal, se vivieron avances similares en casos de Ruanda y Chad hasta que se presentaron demandas contra figuras como Ariel Sharon o George Bush padre. Donald Rumsfeld llegó a amenazar con trasladar la sede de la OTAN si líderes occidentales no podían visitar Bélgica sin temor a ser procesados. La ley belga se desmoronó.

El ejemplo de Henry Kissinger, fallecido en 2023 sin haber rendido cuentas, es ilustrativo. Se le atribuyen responsabilidades penales individuales, entre muchos otros casos, por ordenar bombardeos en Camboya contra “todo lo que se mueva”, incluidos civiles; por su apoyo material a la masacre de más de 300.000 personas perpetrada por el ejército paquistaní en Pakistán Oriental (actual Bangladés), y por su complicidad con las atrocidades cometidas por Indonesia en Timor Oriental. Aunque esos presuntos delitos tuvieron lugar antes del año decisivo de 1998, en cada uno de estos países se establecieron eventualmente tribunales penales retrospectivos que podrían haber investigado sus acciones, pero las restricciones impuestas por —o sobre— dichos tribunales lo impidieron.

Una dinámica similar prevaleció en la CPI. Hasta hace muy poco, todas las personas acusadas por la Corte eran africanas (y los únicos condenados siguen siendo rebeldes africanos). Ningún líder occidental o aliado había sido imputado. Los casos de tortura presuntamente cometida por fuerzas estadounidenses en Afganistán y por soldados británicos en Irak fueron desechados. El caso de Palestina fue la omisión más flagrante. Durante 15 años, los intentos palestinos de activar la CPI para investigar crímenes de guerra cometidos en la Operación Plomo Fundido de 2008, que dejó más de 1.400 gazatíes muertos, los asentamientos ilegales, el apartheid y otras violaciones, fueron sistemáticamente ralentizados por los tres fiscales de turno, incluido el actual, Karim Khan. (Hoy sabemos, gracias a The Guardian, que Israel llevó a cabo una campaña encubierta de espionaje, sabotaje e intimidación contra los procuradores).

Pero las atrocidades en Gaza están desafiando esa dinámica. Tras los horrores indescriptibles del 7 de octubre y la devastadora respuesta israelí, ambas instituciones con sede en La Haya se vieron obligadas a reaccionar. A fines de 2023, Sudáfrica acusó a Israel de genocidio ante la CIJ. La Corte, en decisiones de enero, marzo y junio de 2024 cada vez más contundentes, ha instado a Israel a limitar sus acciones militares y le ha ordenado tomar medidas inmediatas para permitir la entrada de ayuda humanitaria a Gaza sin restricciones. Y en una opinión consultiva solicitada (antes del 7 de octubre) por la Asamblea General de la ONU, declaró ilegal la ocupación israelí de los territorios palestinos. Calificó los asentamientos como crímenes de guerra, exigió su desmantelamiento y compensaciones a las víctimas, y recordó a los demás Estados su obligación de no reconocer ni apoyar esa situación. Israel ha ignorado todos estos fallos, como ya lo hizo en 2004 con la opinión consultiva de la CIJ sobre el muro de separación.

Protesta frente a la Cámara de los Lores británica tras aplazar esta su fallo sobre el destino de Pinochet, en 1998.

El giro más sorprendente vino, sin embargo, de la CPI. Durante meses, la opinión generalizada era que Khan, un abogado británico con gran habilidad política, elegido con respaldo del Reino Unido y EE UU, no se atrevería a cruzar una línea roja estadounidense acusando a dirigentes israelíes, a pesar de que sus advertencias como fiscal eran cada vez más contundentes tanto con Hamás como con Israel. Pero en mayo de 2024, ante la ofensiva israelí incesante, el consenso internacional creciente sobre la naturaleza criminal de la respuesta israelí y las decisiones de la CIJ en el caso de genocidio (también, al parecer, para distraer la atención de los cargos contra él por agresión sexual, por los que se vio obligado a apartarse temporalmente de su puesto el 16 de mayo), Khan cruzó esa línea. Solicitó órdenes de arresto no solo contra líderes de Hamás, sino también contra el primer ministro, Benjamín Netanyahu, y el ministro de Defensa, Yoav Gallant, por crímenes como el exterminio, la hambruna y la persecución “como parte de un ataque generalizado y sistemático contra la población civil palestina en el marco de una política de Estado”. Tras meses de demoras y renuncias, la Sala Preliminar aceptó por unanimidad la petición en noviembre de 2024.

Por primera vez, un tribunal penal internacional hizo lo impensable: demostró imparcialidad al imputar a un aliado clave de Estados Unidos. La reacción fue inmediata. Políticos estadounidenses propusieron sancionar a la CPI. Su presidenta, la japonesa Tomoko Akane, lo dijo con ironía: se trata a la Corte como a “una organización terrorista” y alertó de una amenaza “existencial”. Tan pronto como Donald Trump asumió la presidencia, se impusieron sanciones contra la CPI y el fiscal Khan, y se autorizaron otras contra cualquier persona no estadounidense que colabore con la investigación sobre Israel.

Frente a este ataque, cabría esperar que los Estados que defienden el derecho internacional ejercieran una contrapresión que protegiera la independencia de la CPI. Pero resulta profundamente desalentador observar la actitud de ciertos Estados occidentales. Netanyahu es hoy un fugitivo de la justicia, como Putin. Aunque la mayoría de los países europeos, como España, han prometido cumplir con sus compromisos y detener a Netanyahu si pisa su territorio, otros como Francia, que citó su “amistad histórica” con Israel, han declarado que Netanyahu podría invocar una inmunidad como jefe de gobierno de un país no miembro de la CPI. Esta posición contrasta con la asumida frente a Putin, jefe de Estado de otro país no miembro de la CPI. Cuando Putin visitó Mongolia en 2024, Francia recordó la obligación de los Estados parte de la CPI de ejecutar sus órdenes de detención. El canciller alemán, Friedrich Merz, ha afirmado que encontrará la manera de recibir a Netanyahu. Italia ha expresado dudas jurídicas sobre su arresto, y Polonia invitó a líderes israelíes a conmemoraciones en Auschwitz. Y Hungría fue más lejos: recibió a Netanyahu con honores y anunció su retirada de la CPI.

Al mismo tiempo, una abrumadora mayoría de Estados, tanto del norte como del sur global, han perdido la paciencia con Israel, en particular por su negativa a permitir la asistencia humanitaria a Gaza, pese al fallo claro de la CIJ a principios de 2024. En abril y mayo de 2025 se celebraron audiencias en La Haya sobre un tercer caso ante la CIJ que involucra a Israel, solicitada por la Asamblea General por un voto de 137 a favor, 12 en contra y 22 abstenciones, esta vez centrado específicamente en sus obligaciones para permitir los esfuerzos de socorro de la ONU, en el contexto de un bloqueo de meses y una hambruna generalizada en el territorio. De los 39 Estados, incluido España, que intervinieron ante la Corte, solo Estados Unidos y Hungría argumentaron que Israel no estaba violando el derecho internacional al cerrar las operaciones de la agencia de Naciones Unidas dedicada a los refugiados palestinos (UNRWA). Pero la voluntad política de la mayoría de los países occidentales no ha llegado al punto de cuestionar el apoyo financiero, político y militar que ha permitido a Israel llevar a cabo su campaña de devastación masiva contra la población civil.

Mientras Israel pueda contar con el apoyo incondicional de Estados Unidos, mientras los Estados democráticos sigan invocando su “amistad” con Israel para eludir sus propias obligaciones, y mientras no se implemente un embargo de armas y máxima presión económica, difícilmente se verá disuadido de actuar al margen de la legalidad. El asesinato y la hambruna deliberada del pueblo de Gaza están ocurriendo ante los ojos del mundo.

Nos encontramos en una encrucijada. La pregunta es ineludible: ¿será la justicia internacional una víctima más que muera entre los escombros de Gaza o logrará renacer de entre ellos, fortalecida y con renovada legitimidad?

Reed Brody, abogado estadounidense especializado en crímenes de guerra, es autor de Atrapar a un dictador. La búsqueda de la justicia en un mundo de impunidad (Debate), que se publica el 29 de mayo con traducción de Gala Sicart Olavide.

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