Retorno a Siria: un país arrasado en busca de libertad
Jonathan Littell viajó a Siria en 2012, meses después del comienzo de la guerra civil. Ha regresado a Homs, uno de los focos de la rebelión contra el dictador Bachar el Asad, 13 años después, bajo el auspicio de Lena, la alianza de periódicos de la que forma parte EL PAÍS. Se ha encontrado con una ciudad arrasada y unos ciudadanos esperanzados, pero preocupados por la posible deriva del nuevo Gobierno hacia el autoritarismo

Cien días después de la caída del denostado régimen de Bachar el Asad [el pasado marzo, cuando se hizo este viaje] lo primero que llama la atención del viajero en Siria es la alegría reinante. En el taxi que me traslada desde Beirut interrogo a mi conductor, que chapurrea un poco de inglés: “¿Hay libertad ahora en Siria?”. Y responde: “Libertad. ¡Ahora y siempre!”. Y también sorprende la amabilidad: en un control fronterizo, tras echar un vistazo por la ventanilla, un soldado barbudo nos saluda diciendo: “Rezaré por su seguridad”.
Esa alegría casi pasmosa, como si tras más de 50 años se hubieran librado de una cadena de plomo, cristaliza en unos momentos magníficos. El 15 de marzo, aniversario del inicio de la revolución, llegué a Homs, ciudad en la que había pasado varias semanas en enero de 2012, en un momento decisivo en el que, frente a la implacable represión del régimen, el pueblo se militarizaba y el país se sumía en una guerra civil. Yo había trabajado con muchos activistas, de los cuales pocos habían sobrevivido. Pero uno de ellos, Omar Telaoui, seguía vivo, y no me costó demasiado encontrarlo. Quedamos esa misma noche para el iftar —la ruptura del ayuno del Ramadán—, vestido con un chaleco azul marino muy elegante y con una gran barba islámica con el bigote rasurado. En su rostro se leía el paso del tiempo, pero su voz enérgica y entusiasta, tan característica de los vídeos de atrocidades que difundía a diario en esa época, seguía siendo la misma. Mientras comíamos, me habló de lo acontecido durante esos años: su huida a Talbiseh, al norte de Homs, cuando la situación en la vieja ciudad se volvió completamente insostenible, su continuo deambular durante cinco años de escondite en escondite con su nueva familia y, finalmente, su decisión de tomar un arma y luchar él también. Acabó asentándose en Idlib, donde montó un taller de reparación de electrodomésticos. Vi claramente que su idealismo había permanecido intacto, aunque el infierno vivido durante años había hecho de él un hombre mucho más piadoso: “Me he acercado a Dios para estar preparado para la muerte”.
Después, nos dirigimos a la emblemática plaza del Reloj, donde en 2011 se produjeron las primeras manifestaciones masivas antes de que el régimen abriera fuego contra los asistentes, obligándolos a replegarse hacia sus barrios respectivos. Hoy reina un ambiente festivo: la revolución ha vuelto a esta plaza, y todos aquí son plenamente conscientes del significado de este símbolo. A nuestro alrededor no dejan de llegar familias enteras que se suman a la muchedumbre exultante agitando miles de banderas con los colores de la revolución, la antigua enseña siria anterior al Baaz, mientras que desde unas columnas provistas de altavoces suenan cantos revolucionarios, repetidos a coro por la gente. Es la misma euforia que dominaba las manifestaciones a las que yo había asistido en 2012, pero motivada ahora por la felicidad definitiva de la victoria. Varios grupos de hombres bailan en círculo entrelazados por los hombros. A un lado, separadas por un cordón de soldados armados, centenares de mujeres, algunas de ellas con el pelo suelto, aunque la mayoría se cubre con un velo blanco, se suman al griterío tan felices y emocionadas como los hombres. Un hombre aún joven, con el bigote afeitado y un traje gris pálido, sube al escenario. Es Obeïda Arnaout, el jefe de la dirección política de la provincia, antiguo portavoz de Hayat Tahrir al Cham (HTC, la Organización para la Liberación del Levante), el grupo que ha dirigido la ofensiva final contra el régimen, que enciende su teléfono para leer en él un discurso del presidente, Ahmed al Shara, rindiendo homenaje a los innombrables mártires de Homs: “¡Oh, Homs, siempre recordaremos cómo reclamasteis a voz en grito vuestra libertad y vuestra dignidad!”. Los fuegos de artificio lanzan sus destellos al cielo, proyectando reflejos rojos, verdes y amarillos sobre la multitud extasiada. Algo más tarde, me encuentro en lo más alto de un centro comercial con vistas a toda la plaza, en unos grandes almacenes en obras cuyas aberturas dan al vacío, y contemplo desde allí la marea humana en compañía de periodistas sirios, algunas familias y soldados. Desde una esquina, un equipo de francotiradores, armados con fusiles de grueso calibre, vigila con prismáticos los alrededores. Moawiya, un antiguo revolucionario de la Guta de Damasco que me acompaña, los observa sorprendido: “Jamás pensé que un día vería francotiradores protegiendo una manifestación”.
Unas horas antes de ese mismo día, habíamos recorrido los barrios revolucionarios de la ciudad —Baba Amr, Khaldiye, Bayada— por los que yo me movía en 2012 con activistas civiles y combatientes del Ejército Libre Sirio. En aquella época, esas zonas estaban bajo el fuego permanente de los francotiradores y recibían impactos de mortero, pero permanecían relativamente intactos. Hoy en día, estos extensos barrios proletarios suníes no son más que un amasijo de escombros, víctimas de la devastación, la violencia y el aniquilamiento a manos del régimen y de sus aliados rusos e iraníes. Y ese mismo espectáculo se repite de un extremo a otro de Siria, desde los inmensos barrios periféricos de Damasco, la parte oriental o el centro histórico de Alepo a las decenas de pequeñas ciudades entre Hama e Idlib, nuevas “ciudades muertas”, al igual que las aldeas bizantinas abandonadas de la región: kilómetros de edificios arrasados, esqueletos de hormigón desnudos, agrietados, medio derrumbados. Tras haber sido acribillados con misiles, bombas y barriles de explosivos lanzados desde helicópteros, haber sido desprovistos de su población tras la rendición y haber evacuado hacia Idlib los últimos grupos resistentes, estos barrios fueron entregados a empresas vinculadas a la famosa 4ª División de Maher el Asad, hermano de Bachar, para someterlos a un saqueo sistemático: se lo han llevado absolutamente todo, edificio por edificio, tanto en las escuelas y los hospitales como en las viviendas particulares; no solo se han llevado los muebles y los electrodomésticos, sino también puertas y ventanas, los marcos de puertas y ventanas, los enchufes e interruptores, los cables de los muros. Y cuando ya no quedaban más que los muros desnudos, han comenzado a demoler los techos para separar las vigas de metal del hormigón y poder revenderlas también. Antaño vivían aquí millones de personas, pero solo unos pocos han podido regresar, dejando entrever entre las ruinas algún que otro balcón cubierto de cactus o flores, o bien una ventana sin cristal tapada con una manta, paredes de viviendas reventadas cubiertas con simples bloques de hormigón. Son tímidos indicios de la vida que poco a poco intenta abrirse paso de nuevo aquí. Esta es la otra Siria, donde la desesperación de las vidas rotas y el odio se enfrentan a la alegría y la esperanza. Entre las ruinas de Bayada, a través de mi fotógrafo entablo una conversación con un niño de 11 o 12 años que blande un palo para amenazar a un compañero. Le reprendo amablemente, argumentando que en la Siria libre ya no hay motivo para seguir luchando. El chico, con los ojos brillantes, blande el arma y hace el gesto de armar un kaláshnikov: “¡Aún quedan alauíes que intentan introducirse en nuestros barrios!”.

“La bomba de efecto retardado en Siria son todas las personas que han sido torturadas por el régimen en los últimos 50 años”, me explica Fidaa al Horani con voz calmada desde el salón claro y luminoso de un apartamento burgués de Hama. Es una opositora de la vieja generación que pasó tres años en prisión antes de lograr huir en 2013 para refugiarse en Francia. Esa bomba, contenida durante los primeros meses tras la caída del régimen, acabó por explotar 10 días antes de la fiesta de la revolución. Se esperaba que la mayoría de los alauíes (una secta disidente del chiismo de la que provienen tanto el clan El Asad como la mayoría de los torturadores del régimen, los oficiales del ejército y de los servicios de inteligencia —los famosos mukhabarat— y los shabihas, miembros de bandas criminales reclutados para las milicias) aceptaría el nuevo estado de cosas. De modo que las nuevas autoridades, tras algunas redadas en diciembre y enero, redujeron rápidamente su dispositivo de seguridad en la costa siria, considerada como el bastión de los alauíes, entre otras cosas, para ofrecer garantías a la comunidad internacional. A mediados de febrero, Ahmed al Shara, apenas protegido por un puñado de guardaespaldas, se permitía incluso el lujo de darse un baño de masas en Latakia y Tartus. Aquellos a quienes los sirios ya solo designan despectivamente como fouloul al Nizam, los “despojos (o vestigios) del régimen”, aprovecharon esa negligencia. El 6 de marzo, tras haber masacrado a una patrulla de 16 hombres de la Seguridad General al sur de Latakia, unas unidades de foulouls fuertemente armadas lanzaron una ofensiva generalizada contra las posiciones gubernamentales a lo largo de toda la costa, hasta el sur de Baniyas. Rápidamente desestabilizado y tras haber sufrido graves pérdidas, el Gobierno hizo un llamamiento a la movilización general, al que respondieron contingentes venidos de todo el país: no solo los hombres de la HTC y sus aliados más cercanos, sino también los batallones del ejército nacional sirio (dispositivo supletorio árabe financiado por Turquía, en tensión con la HTC), los milicianos islamistas, en ocasiones extranjeros, que se habían negado a incorporarse al nuevo ejército nacional e incluso grupos de civiles armados, a menudo procedentes de localidades que habían sufrido graves abusos a manos de las milicias shabihas de El Asad, ansiosos por ejercer el tar o venganza común. Desatando su ira desde la tarde del día 6 sobre la zona de la costa, esos grupos incontrolados se ensañaron con los civiles alauíes, provocando un baño de sangre tan violento como repentino. Las redes se llenaron de inmediato de vídeos de humillaciones y asesinatos brutales, publicados no solo por los supervivientes, sino también por los propios agresores, ebrios de júbilo. El Gobierno, tomado por sorpresa y embarcado en duros combates contra los foulouls que costaron centenares de vidas humanas, tardó en ser consciente de los abusos cometidos en su nombre. En los dos días que tardó en hacerse con la situación y poner orden entre esos grupúsculos desatados, el número de víctimas civiles ascendía ya a más de 1.000. La noche del 8, Ahmed al Shara —un hombre conocido por tomarse siempre su tiempo antes de decidir— salió de su reserva para ordenar a sus fuerzas, en nombre de “la nueva Siria”, que protegieran a las familias alauíes y trataran bien a los foulouls capturados. A la mañana siguiente, tras la oración del alba, apareció vestido con una sencilla chaqueta de cuero en la mezquita de su barrio natal de Mezzeh, en Damasco, para declarar: “Sé que podemos llegar a convivir y que reine la paz social. Tenemos grandes desafíos por delante, pero podremos superarlos”. Y por último, la tarde del 9, anunció la creación de una comisión de siete jueces, uno de ellos alauí, para investigar los delitos cometidos y castigar a los culpables. En todo el país, las fuerzas leales al Gobierno acordonaron los barrios o poblaciones alauíes y expulsaron a los combatientes incontrolados. Los canales gubernamentales difundieron las fotos de varios hombres esposados y presentados ante los investigadores. Algunos de ellos habían sido reconocidos a raíz de los vídeos colgados en las redes. Los combates con los foulouls continuaron durante al menos dos semanas más, pero cesaron las masacres. No obstante, las secuelas —daños permanentes a la reputación del Gobierno, falta de confianza de las minorías respecto a la transición— son aún palpables.
Unos días antes de llegar a Siria, había pasado por Berlín para reunirme con mi amigo Orwa Nyrabia, cineasta y militante sirio en el exilio. Conocí a Orwa en 2012 en Bayada, durante el rodaje de las primeras imágenes de su película Retorno a Homs, ante el cadáver de un niño de 10 años llamado Taha, abatido una hora antes por un francotirador del régimen. Unos meses más tarde, Orwa fue detenido; solo una importante movilización internacional le permitió ser liberado y abandonar el país. Orwa tenía mucho que decir sobre el nuevo poder: “Estos tipos son mucho más fuertes que la oposición siria tradicional. Hay que comparar a Al Shara con Macron, no con Jamenei. No compartimos sus opiniones en muchísimos temas, ¡pero rezamos para que tengan éxito!”. Él creía como yo que Homs constituía un banco de pruebas de la situación actual: “Las tensiones aquí son enormes, es un ambiente muy volátil. Homs es una de las principales pruebas en las que el país se juega su futuro”. Cuando saltó la chispa en la costa el 6 de marzo, uno de los temores que se plantearon de inmediato era que la violencia se extendiera a la provincia de Homs, al otro lado de los montes Al Helou, “la montaña alauí”, refugio histórico de esta secta a menudo considerada herética por el resto de la comunidad musulmana. Tras el golpe de Estado de Hafez el Asad, en 1971, el régimen los animó a abandonar sus pueblos para instalarse en las ciudades costeras, tradicionalmente suníes, y en Homs, en grandes barrios de nueva construcción como Zahra, Nouzha o Akrama. Este mestizaje étnico y confesional —el centro de la ciudad alberga también una importante y antigua comunidad cristiana— perdura hasta hoy a pesar de que los barrios rebeldes han sido destruidos. Por tanto, desde la noche del 6, las nuevas autoridades toman medidas enérgicas para impedir que se extienda la violencia, desplegando con éxito un importante dispositivo militar para proteger los barrios y pueblos alauíes de la provincia frente a los ataques de esos elementos incontrolados. Y obtienen también el apoyo espontáneo de la sociedad civil: numerosos voluntarios, como Omar Telaoui, acuden a los barrios alauíes para filmar los bombardeos y difundir imágenes en Facebook o Instagram en las que a veces se ve a soldados encapuchados ordenando a los suníes armados que retrocedan, amenazando con usar la fuerza o incluso disparando al aire para obligarlos a retirarse, con la esperanza de lograr así calmar los ánimos. Una noche, en un pequeño local con barbacoa, conocí a uno de estos jóvenes voluntarios, Amir Abdel Baqi. Era un periodista que durante mucho tiempo siguió a Abdel Basset Sarout, el antiguo guardameta de Homs convertido desde su muerte en el frente en 2019 en ídolo combatiente de la revolución. Amir, muy orgulloso de su labor, nos mostró varias de sus retransmisiones en vivo. En una de ellas se le puede ver muy elegante con su chaqueta lila, su perilla y su larga cabellera peinada hacia atrás, dirigiéndose a Baba Amr en cuanto surgió en las redes un rumor que afirmaba que sus habitantes estaban armándose para ir a masacrar a los alauíes. Él se apresuró a mostrar en tiempo real que, en realidad, dichos habitantes estaban tranquilamente tomando el té en sus casas o se habían acostado ya. “¡Con esta tuve 153.000 visitas!”, exclama. “Mira los comentarios”, añade desplazando el dedo por la pantalla, “cientos de alauíes me dan las gracias por haberlos tranquilizado”.
Omar Telaoui quería presentarnos al mukhtar —una especie de alcalde o jefe de barrio— de Zahra. Le habíamos conocido ese día en una calle de su barrio natal de Bab Sbaa, frente a la tienda donde en noviembre de 2011 escapó por poco de un ataque de los shabihas en el que murieron dos de sus amigos. La calle está animada, la gente hace las compras para el iftar de esa noche; también se ven mujeres con el cabello a la vista, sin duda cristianas. Más arriba hay una iglesia, y a continuación una mezquita. Justo al lado se encuentra la puerta de hierro de la casa de Omar, flanqueada por las fotos de dos vecinos suyos muertos en combate. Primero nos muestra su apartamento, donde yo había estado cenando y charlando con él y sus amigos en enero de 2012. Ahora no es más que un habitáculo ennegrecido por el fuego. También aquí los shabihas lo han saqueado todo, dejando tras de sí unas pintadas aún legibles: “Sois unos cerdos” o “Gloria al ejército sirio de Asad”. “Cuando el régimen retomó la ciudad en 2015”, relata Omar con su eterna dignidad, “prohibieron todas las infraestructuras en los barrios suníes: nos dejaron sin agua, sin electricidad, sin centros sanitarios, sin escuelas. Si alguien quería regresar a su vivienda saqueada, tenía que recabar el permiso de los mukhabarat; si habías participado en una manifestación, si un miembro de tu familia había sido asesinado, te enviaban a la cárcel o algo peor. En cambio, los barrios alauíes tenían de todo. Los shabihas abrieron un gran mercado, el ‘mercado suní’, donde vendían los bienes fruto del saqueo en nuestros barrios; las viviendas de los alauíes están repletas de muebles nuestros. Así es como el régimen ha sembrado cizaña entre las distintas comunidades”. En efecto, atravesar la avenida para ir de Bayada a Zahra es pasar en 20 metros de una lóbrega extensión de escombros polvorientos a unos edificios intactos bordeando una serie de calles bulliciosas, animadas y abarrotadas de gente. El contraste es impactante. En la rotonda de Zahra, donde en 2011 los shabihas repartían armas para atacar a los manifestantes y exhibían luego a los prisioneros antes de llevárselos para torturarlos, violarlos o asesinarlos, cuatro soldados montan guardia frente a las tiendas. Al ver la barba de Omar, uno de ellos le espeta: “¿Y tú qué haces aquí?”. “Estoy acompañando a un periodista francés”. “No puedes entrar si llevas armas”. “Lo sé; no pasa nada”. Omar examina su dispositivo con escepticismo: “No tenéis manera de defenderos aquí. Si os atacan los foulouls, os matarán a todos sin dificultad”. Su jefe se encoge de hombros: “Queríamos instalar un puesto de tiro arriba, pero nuestros líderes dijeron que no. No quieren sembrar el pánico entre la población”. “Pero es peligroso”. “Pues ve y díselo a Abu Mohamed [al Shara]”.
Moustafa al Abboud, el mukhtar, se une a nosotros poco después en la terraza de un restaurante cerrado. “Desde la liberación, nosotros estamos del lado de las nuevas autoridades”, afirma ya de entrada el hombre al que Omar había apodado Al Koue, “el codo”, por su giro de 180 grados. “La primera vez que vine a verle, se escandalizó. Le dije que si yo no buscara la paz civil, no estaría aquí. Nuestro único problema son los foulouls. Intento convencerle de que denuncie a los que siguen ocultos aquí en el barrio”. Un vasto programa. A todas nuestras preguntas, el mukhtar responde con fórmulas huecas dignas de la época dorada del partido Baaz que le colocó en su puesto: “¡Abu Mohamed al Farouk [el responsable de la seguridad de Zahra] es la medicina que sanará las heridas de este barrio! A los foulouls, por supuesto, ni los menciona. Cada vez que insistimos, Moustafa elude la pregunta, escurriéndose como una anguila. Omar, por su parte, permanece impasible ante estas evasivas, aunque más tarde reconoce su frustración: “Este tipo es un mentiroso. Ayer hubo siete autobuses cargados de personas que han regularizado su situación y proceden de este distrito: suboficiales, oficiales, shabihas. Este mukhtar finge cooperar, pero no ha entregado ningún alijo de armas, ni mencionado fosas comunes ni a una sola persona desaparecida. Nos ha decepcionado profundamente. Omar tiene la intención de probar suerte con otros mukhtares, con la esperanza de poder tocar un día alguna fibra sensible. Pero su rabia contenida y el potencial de violencia que hierve bajo la superficie de esta ciudad acaban por surgir en la conversación: “Si los foulouls atacan alguna vez Homs, echaremos mano de las armas y nos desharemos primero de la Seguridad General antes de atacar a los alauíes. Y será una auténtica carnicería”. “¿Sientes odio, Omar, por todo lo que te han hecho?”. Él levanta las cejas, un gesto sirio que quiere decir que no. “Pero me repugna la actitud de hombres como ese mukhtar. Les ofrecemos garantías de seguridad, pero se niegan a cooperar y entregarnos a los criminales y restablecer la paz social. Lo peor de todo son los desaparecidos: el tema más doloroso para nosotros. Todos tenemos familiares desaparecidos. Y no nos quieren decir nada, no nos indican dónde están las fosas comunes. Es muy doloroso”.

Y además existe toda una generación de disidentes sirios cuya existencia yo desconocía totalmente. Ahora son personas ya de edad, y casi todos cumplieron condena bajo el régimen de Hafez el Asad o de su hijo Bachar tras la efímera Primavera de Damasco. Abu Ali Saleh, antiguo militante alauí del Partido Laborista, es uno de ellos. En tiempos de Hafez, pasó 12 años en Saidnaya, en régimen de aislamiento por miedo a que sus ideas contaminaran a los demás presos. Calvo, con un espeso bigote blanco, tranquilo y sereno, Abu Ali dirige ahora un negocio de paneles solares chinos en Homs. Desde diciembre, es además uno de los fundadores de la Iniciativa por la Paz Cívica (IPC), una organización de la sociedad civil que colabora con las autoridades para reducir las tensiones en la comunidad y documentar con precisión la violencia, con el fin de refutar las fake news que tanto abundan en las redes sociales. Suelen intervenir en casos muy concretos, como la disputa por la propiedad de unos terrenos en el barrio mixto de Wouroud, al norte del casco antiguo de Homs: tras el desplazamiento forzoso de los suníes de dicho barrio hacia Idlib en 2014, las milicias del régimen destruyeron las modestas viviendas de los pobres para construir bloques residenciales y luego vender los apartamentos. Cuando cayó el régimen, los propietarios originales, que habían regresado a la zona, quisieron recuperar sus tierras para poder reconstruir sus hogares, de modo que expulsaron a los dueños de esos apartamentos. “Desde nuestra Iniciativa ofrecemos mediación en este asunto”, comenta Abu Ali, “pero el tema llevará años”.
La cuestión clave para Abu Ali y sus amigos sigue siendo la justicia: “Sin justicia transicional, no vamos a poder salir de esta situación. Las heridas son enormes. Y si no hay justicia, no habrá paz”. Las comunidades alauíes de la costa y de la provincia de Homs exigen una amnistía sin condiciones. “Nosotros intentamos explicarles que una amnistía sin justicia no lleva a ninguna parte. No podemos olvidar los derechos de las personas que piden justicia. Tras un proceso de justicia transicional, sí que podremos plantearnos una amnistía. Pero es necesario saber quién cometió esos delitos”. El problema es que esta no parece ser una prioridad para el nuevo Gobierno. “Lo que está claro, después de tres meses”, me explica el abogado alauí Maan Saleh, otro de los fundadores de la IPC, “es que a los dirigentes políticos no les interesa la justicia transicional. Había que poner las cosas en su sitio desde un principio, pero ni siquiera existen listas de los criminales de guerra detenidos o en proceso de busca y captura. Así que en lugar de justicia, tenemos venganza. Y con ello el miedo se extiende aún más. Mientras no haya justicia transicional, no habrá reconciliación entre las comunidades”. El propio Ahmed al Shara parece casi avergonzado por el tema: “Cuando la gente dice que estamos negligiendo su derecho a la venganza”, afirmó en una entrevista con el youtuber jordano Joe Hattab en diciembre, “yo respondo: pero os hemos devuelto toda Siria”. Los rumores de trato de favor a ciertos peces gordos del antiguo régimen no hicieron sino aumentar la confusión y la angustia de los millones de supervivientes de aquellos años de terror antes de esa explosión de odio del 6 de marzo. Al Shara no hizo mención alguna de la justicia transicional ni siquiera después de las masacres de marzo. Tuvimos que esperar hasta la declaración constitucional, la Constitución de transición promulgada el 13 de marzo por un periodo de cinco años, para ver sobre el papel la promesa de que “se establecerá una comisión de justicia transicional (…) con mecanismos centrados en las víctimas para determinar las responsabilidades correspondientes”. Por el momento, sin embargo, no se ha nombrado a nadie para estos cargos, y todavía no queda claro cuáles serán los próximos pasos. Eso provoca frustración entre los activistas, que critican constantemente al Gobierno por su negligencia en este asunto de capital importancia para el futuro del país.
Sin embargo, parece que las autoridades lo van comprendiendo. En mi último día en Homs, pude por fin reunirme con Obeïda Arnaout, el hombre que había leído el discurso de Al Shara la noche de la celebración. Me recibió en las antiguas oficinas del partido Baaz, muy pulcras y espaciosas. “Tenemos órdenes estrictas del presidente. Liberamos el país para que el pueblo fuera libre, no para vengarnos”. Pero cuando cito las críticas de los activistas, reconoce de buen grado que existe un problema: “El pueblo no está sediento de sangre. Es gente pacífica. Pero no pueden olvidar las masacres y los abusos perpetrados. La cuestión de la justicia es fundamental”. Las autoridades han comenzado por fin a publicar en cuentas de Telegram los nombres y las fotos de algunos de los criminales detenidos. Pero el problema, señala Arnaout, es que para trabajar de verdad en este asunto se necesita un equipo profesional. Los mecanismos tienen que estar bien articulados, pues de lo contrario no habrá satisfacción por ninguna de las dos partes: ni de las víctimas ni de las comunidades a las que pertenecen sus agresores”. Ahora bien, bajo el régimen de El Asad, la profesión judicial era notoriamente una de las más corruptas en un país ya de por sí completamente podrido; todo, desde las titulaciones hasta las sentencias, podía obtenerse a cambio de dinero. “Tenemos que comprobar todas las cualificaciones de los jueces en activo, formar a otros nuevos…”. Y luego también es importante el tema de las indemnizaciones, sobre todo, la cuestión flagrante de los miles de hogares destruidos o requisados. “Carecemos de los recursos económicos y humanos necesarios. Pero, poco a poco, todo llegará. Es una cuestión de prioridades: queda mucho por hacer, pero por el momento nuestra principal prioridad es garantizar la seguridad de nuestras comunidades”.

En última instancia, la cuestión de la justicia tiene que ver con la construcción del Estado. Amjad Kallas, otro viejo disidente y amigo de Abu Ali Saleh, insistió mucho en esa dimensión. Estamos hablando del Gobierno: “Si se atienen a sus principios, si olvidan la ideología [islamista] de la que proceden, eso será una buena señal para el futuro. Pero los desafíos son innumerables. ¿Qué tipo de Estado tendremos? ¿Qué tipo de país? La columna vertebral del Estado es la ley. Pero ¿qué tipo de ley?”. Como tantos otros, Amjad se refería aquí al temor a una deriva islamista por parte de las nuevas autoridades. Nadie olvida el pasado yihadista del Frente al Nusra, dirigido por Al Shara bajo su seudónimo de guerra Abu Mohamed al Jolani. Las salidas de tono de los primeros nombramientos en el Gobierno —por ejemplo, la elección para la cartera de Justicia de Chadi al Waisi, que como juez de Al Nusra había supervisado personalmente la ejecución en enero de 2015 de dos mujeres condenadas por prostitución— habían acrecentado esos temores. Aunque, en realidad, ninguna de las personas con las que he hablado cree que ese sea el problema. A mi paso por Idlib, me invitaron a un iftar con Osama al Hussein, antiguo jefe del consejo local de la ciudad de Saraqib. Como se negó a cooperar con la HTC (la Organización para la Liberación del Levante) cuando tomaron la ciudad en 2017, tuvo que huir a Turquía. “Han cambiado mucho desde 2020”, insiste este hombre, que ha seguido de cerca la evolución del grupo desde su creación. En 2016, tras romper con Al Qaeda y acabar con el Estado Islámico en la región de Idlib, Al Jolani inició una sirización de su movimiento que finalizó en 2017 con la creación de la HTC. “Las cosas cambiaron de verdad a partir de 2020, fecha de los acuerdos de Astaná, que llevaron a un alto el fuego con el régimen y a la estabilización de la zona de Idlib. Empezaron a celebrar reuniones mensuales con las ONG y representantes de varios países. Resultaron ser unos auténticos pragmáticos que escuchaban a todo el mundo y aceptaban todos los consejos, aunque luego hicieran lo que les venía en gana”. Poco a poco, Al Jolani fue deshaciéndose de todos sus colaboradores: “En noviembre de 2023, casi todos los altos cargos de la HTC —no solo los de primera fila, sino también los de segunda y tercera fila— estaban en la cárcel. En total eran unas 1.200 personas, incluyendo a algunas muy cercanas a Jolani. Los únicos que quedaban en libertad eran Anas Khattab, Abu Qasra y Chibani”. Estos tres hombres, amigos íntimos de Al Shara, son ahora los ministros sirios de Interior, Defensa y Asuntos Exteriores, respectivamente. “Creo que tienen lo que se necesita para triunfar. Saben cómo dirigir y gestionar los recursos. Les falta personal, pero una vez resuelta la cuestión de los salarios, harán volver a sirios del extranjero para integrarlos en sus equipos”. Osama fue invitado a participar en la jornada de diálogo nacional y salió con una sensación de cauto optimismo: “Hemos obtenido menos de lo que queríamos, pero mucho más de lo que esperábamos de Jolani”.
Hay que decir que, cuando finalmente se publicó la declaración constitucional, fue sobre todo el artículo 3.1 el que llamó la atención de muchos observadores, especialmente en Europa: “(…) La jurisprudencia islámica es la principal fuente de legislación”. Algunas reacciones rozaron la histeria. Y sin embargo, ese artículo apenas cambiaba nada respecto a la Constitución supuestamente laica del partido Baaz: aquí simplemente se añadía la palabra “principal”. Por ahora, no hay indicios sobre cómo se redactarán finalmente las nuevas leyes; de momento, ni siquiera hay un Parlamento. Abu Hanin, un antiguo activista de la información de Baba Amr que conocí en su época y con el que me volví a cruzar brevemente un día en medio de las ruinas de su barrio natal, quitó importancia a ese problema con su antigua y brutal franqueza: “Cuando dejé Baba Amr, comprendí que solo los que tuvieran fe serían lo bastante fuertes para sobrevivir a todo lo que nos estaban infligiendo, los barriles, el gas… Por eso son ellos quienes ganaron y quienes están hoy en el poder. Cometerán muchos errores, y nosotros pagaremos por ello. Luego lo comprenderán y se asentarán en el poder. Pero en Siria la religión es así, y no hay nada que hacer. El laicismo no funcionará aquí. Pero tampoco lo hará el extremismo, y eso Shara lo ha comprendido muy bien”.
En realidad, el esperpento islámico oculta otro peligro mucho más real y preocupante: el de la deriva dictatorial. Al Shara, cuyo padre es un economista progresista que ha publicado libros sobre la democracia en Siria, se siente claramente incómodo con la palabra, y cuando se le plantea la cuestión a bocajarro, tiende a eludirla. Además, la declaración constitucional tampoco incita al optimismo. “Es la misma Constitución de 2012 [la que Bachar el Asad había promulgado en un vano intento de poner fin a las manifestaciones], pero con otro sabor”, había sentenciado Abu Ali Saleh. “El presidente es el jefe del Estado y de las Fuerzas Armadas, nombra a los vicepresidentes y al Gobierno, nombra a los miembros del Tribunal Supremo, a un tercio del Parlamento, así como a la comisión que nombrará a los otros dos tercios… Lo único que le falta es nombrar al pueblo”, concluía amargamente. Sin embargo, todos los activistas siguen dispuestos a conceder a Al Shara y a sus colegas el beneficio de la duda. “Si después de 53 años acabamos con un autoritarismo blando”, me había dicho Orwa Nyrabia en Berlín, “en sí eso ya supondrá una mejora colosal. Quizá no podamos aspirar a más”. Abu Ali incluso se mostró prudentemente optimista: “Yo confío en el pueblo sirio. No va a tolerar cualquier cosa. Pero habrá que esforzarse. Los resultados habrá que ganárselos”.
En uno de mis últimos días en Siria visité Malula, un pequeño pueblo cristiano en las montañas a unos 60 kilómetros al norte de Damasco, famoso por ser uno de los últimos del mundo donde aún se habla arameo, la lengua de Cristo. Por desgracia, el monasterio estaba cerrado, así que bajamos al pueblo para comprar unas cervezas frías y visitar el magnífico desfiladero que da nombre a la localidad, que en arameo significa “la entrada”. Cuentan que fue obra de Dios para abrir paso a Cristo. En ese momento salían de él dos hombres, y entablamos conversación. Casualmente eran de Baba Amr, y pronto descubrimos que teníamos muchos conocidos comunes. El mayor de ambos, Abu al Bara, había trabajado como activista junto a Abu Hanin en aquella época y resultó herido por el mismo misil que mató a los periodistas Marie Colvin y Remi Ochlik el 22 de febrero de 2012, unas semanas después de que yo abandonara el lugar. Abu al Bara tomó su teléfono y, para mi asombro, empezó a mostrarme fotos de él junto a Edith Bouvier, herida en ese mismo atentado, de Edith con su colega William Daniels, e incluso de un amigo alemán, Marcel Mettlesiefen, abrazado a su hermano, quien murió poco después. Cuando nos íbamos, se volvió y me dijo: “¡Vuelve a vernos para la próxima revolución!”. Me reí y respondí: “¿Y contra quién será la próxima revolución?”. Su rostro se ensombreció de repente: “No te lo voy a decir. Pero que sepas que estaremos preparados”.
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