Un Gobierno para la guerra, civil ante todo
Desde ahora, el Pentágono atenderá sobre todo a las tareas de casa, en las fronteras o en las calles


Trump se proclamó “presidente de la paz”, pero ahora tiene un Departamento de Guerra. Sigue el manual de 1984, la novela distópica de Orwell en la que el Gran Hermano totalitario llama paz a la guerra y guerra a la paz. No es un nuevo organismo, sino la recuperación de una vieja denominación, que llega en un momento especialmente oportuno para quien se interesa cada vez menos por las guerras ajenas, visto su inocultable fracaso a la hora de terminar las de Gaza y Ucrania en 24 horas y la nula credibilidad de su inventada labor pacificadora nada menos que en siete contiendas. En casa, en cambio, se acomoda a la denominación bélica y cuenta con un excelente escenario para dirigir como comandante en jefe las guerras en marcha, contra la inmigración, la ideología woke o la izquierda en general.
En respuesta al asesinato de Charlie Kirk, acaba de descubrir la cultura de la cancelación y un wokismo de derechas más radical y poderoso que el de izquierdas. De cara al mundo, regresa el ensueño del viejo país fundacional, aislado y ocupado solo en sus guerras domésticas, con los ingleses para independizarse, los mexicanos y los nativos para robarles territorios y los vecinos caribeños para ensanchar el patio trasero. De cara adentro, el retroceso todavía es mayor, hasta la pesadilla medieval de una monarquía autoritaria, en la que las urnas son adornos sin pluralismo ni alternancia y el presidente retiene el poder tanto tiempo como quiera. A estas horas empiezan a pesar las dudas sobre las elecciones de mitad de mandato de 2026 e incluso respecto a la extravagante aspiración anticonstitucional de un tercer mandato trumpista en 2028.
El secretario de Guerra, antes de Defensa, Peter Hegseth, dotado ahora de tan belicosa denominación, “va a atacar, no solo defender”, con “máxima letalidad en vez de la tibia legalidad, con violentos efectos en vez de corrección política y en formaciones guerreras en vez de defensivas”. Sus aguerridos soldados apenas atacarán en los campos de batalla lejanos, donde serán otros los destinados a librar las guerras, sino en casa. A Trump le hacen infeliz tantos muertos, no le gustan las provocaciones de Rusia a la OTAN y se siente decepcionado por Putin y engañado por Netanyahu. Pero no moverá ni un dedo. Deberán hacerlo los socios europeos y árabes, pagando siempre de su bolsillo. De las guerras ajenas solo quiere el botín, sean las tierras raras de Ucrania o los negocios inmobiliarios en Gaza, la venta de armas fabricadas en Estados Unidos o los regalos, comisiones e inversiones de los árabes del petróleo.
Entre la cumbre de Anchorage con Putin en agosto y el sonrojante homenaje que le ha rendido la monarquía británica en septiembre, Donald Trump ha desplegado entero el mapa de su nuevo orden internacional. Ucrania se queda sola junto a los débiles y divididos europeos. A ellos y no a Estados Unidos les corresponde imponer sanciones secundarias a China e intensificar la presión del embargo comercial sobre Rusia. Aún más sola está Gaza en su agonía, llorada a distancia por casi todos, empezando por sus riquísimos y vociferantes pero inútiles hermanos árabes, atados de pies y manos al trumpismo como garantía de su seguridad y de sus negocios. Solo Xi Jinping habla de igual a igual a Trump, sea en el lenguaje de los aranceles, la tecnología, la diplomacia o el poderío militar, segura premonición de las contrariedades que esperan a los aliados de Washington en Asia, empezando por Japón y Corea del Sur.
Es el punto final a tres cuartos de siglo librando guerras en todo el mundo en defensa de los intereses estadounidenses. A partir de ahora, el Pentágono atenderá sobre todo a las tareas de casa, en las fronteras para evitar la entrada de inmigrantes o en las calles para detener y deportar a indocumentados y mantener la ley y el orden. Dosificará, en cambio, sus operaciones especiales en países lejanos, como fue el bombardeo sobre instalaciones nucleares de Irán del pasado junio, cuando exhibió su músculo sin arriesgar las vidas de sus soldados.
El belicismo del segundo Trump llega acompañado de un inquietante incremento de la violencia política, detectado mucho antes del asesinato del influencer trumpista. En una sociedad donde las armas son parte del ajuar doméstico, polarizada en divisiones ideológicas, raciales y religiosas que las redes sociales amplifican y aceleran y con una democracia disfuncional y en declive, se dan todas las condiciones para llegar a graves enfrentamientos civiles. Solo faltaba que dirigentes políticos de todos los colores, pero especialmente su presidente, toleren o incluso animen a la violencia, como sucedió el 6 de enero de 2021 y está sucediendo ahora, cuando Trump llama a la venganza, culpa directamente a los demócratas, pretende ilegalizar a organizaciones de izquierdas e incluso censura y acalla a los periodistas y medios de comunicación.
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