Una era de falsas victorias
El triunfo tiene muchos padres, pero con tantas guerras abiertas la derrota es de todos


Tres proezas en una semana. Bombardeo de instalaciones nucleares iraníes, alto el fuego entre Israel e Irán y pleitesía en Bruselas. De un presidente en guerra, pacificador y emperador halagado por los socios atlánticos. Único, histórico, digno de las más hiperbólicas hipérboles. Profetizadas por él mismo en la campaña presidencial de 2016, cuando aseguró a sus seguidores que “quedarían cansados de tantas victorias”. Con voz impostada, fingía los ruegos de un ciudadano cualquiera: “Por favor, por favor, no podemos más de tantas victorias, es demasiado, presidente”.
Hay una victoria cierta, indiscutible, apabullante. Es la obtenida con Martillo de Medianoche, la operación aérea que pulverizó las instalaciones de enriquecimiento nuclear de Irán en una intimidante exhibición de capacidad destructiva. Nunca se habían lanzado bombas de tal tonelaje y capacidad de penetración, ni ejecutado un ataque de tanta complejidad, tras larga planificación, con una extensa infiltración del espionaje en territorio iraní y el máximo secretismo, mediante siete enormes bombarderos B2 indetectables por los radares y 125 aviones más de escolta y abastecimiento.
No siempre a la victoria militar le sucede el éxito político. El programa nuclear de Irán ha quedado seriamente dañado, pero no pueden descartarse efectos contrarios al buscado. No han desaparecido las bases científicas y tecnológicas de la industria nuclear iraní, a pesar del asesinato de su entera cúpula científica. Hay 400 kilos de uranio enriquecido que nadie sabe dónde paran. A partir de ahí, no es descartable la reanudación del programa e incluso la aceleración de la bomba. Con la fuerza aérea sola no se derrocan regímenes, ni se oblitera la industria nuclear de un país de 90 millones de habitantes con una extensión equivalente a tres veces España.
La victoria está clara, pero no es tan claro saber a quién pertenece. Trump predicaba al principio su diplomacia transaccional y amenazadora, plomo o plata, pero Benjamín Netanyahu le arrastró con una mezcla de halagos y de triunfales exhibiciones de fuerza. Cauteloso primero, quizás a la espera de los resultados del intercambio de misiles entre Teherán y Jerusalén, se subió rápidamente al carro del vencedor e incluso quiso apropiarse de la victoria. Sus vacilaciones fueron cruciales para la estrategia del engaño. También para arruinar la credibilidad de su diplomacia. La orden de disparar es la única palabra creíble de Trump; todas las otras son humo. El jueves 19 de junio, se había dado 15 días para decidir si bombardeaba o regresaba a la negociación, y el viernes ya había dado luz verde al ataque.
Con la victoria Trump, ha podido llegar a La Haya como el emperador entraba en Roma bajo el arco triunfal, con las matanzas de Gaza y Ucrania arrinconadas en el olvido. La palma es para él, pero el botín es para Netanyahu, que ha trabajado esta victoria militar desde hace 30 años. Tiene todo lo que quería. Gracias a Trump, se ha impuesto por la fuerza como caudillo del hegemón indiscutido de la región. Solo le falta lo que no sabe hacer: traducir las victorias militares a la política; es decir, la paz, la estabilidad, las fronteras seguras y reconocidas, y lo que más le repugna, un Estado para los palestinos. Poco le va a ayudar su amigo Donald con sus extravagantes ideas turísticas, aunque tenga en su mano la extensión a toda la región del alto el fuego con Irán, empezando por Gaza y Cisjordania. Menos le ayudará todavía su Gobierno extremista y aniquilador, ansioso por expulsar palestinos para ensanchar el imperio israelí.
Alí Jamenei tampoco iba a quedarse atrás tratándose de tales éxitos. Escondido y desaparecido durante una semana, al final también ha salido a proclamar la victoria. Sus misiles balísticos también matan: 28 muertos israelíes, civiles, y niños, aunque lejos de los más de 800 iraníes. Quienes combaten a Israel salen victoriosos de todas las derrotas mientras puedan explicarlas todavía. Como Hamás, siempre desafiante bajo las ruinas y las montañas de cadáveres palestinos. De tan desagradables y perentorios asuntos no se ocuparon los 27 reunidos en Bruselas alrededor de Donald Trump, bajo la batuta obsequiosa y servil de Mark Rutte, el secretario general de la Alianza y adulador en jefe del líder de un mundo que fue libre.
Más victorias. Victorias para todos. Para Trump, que perdonó la vida a la Alianza y al artículo 5 sobre la seguridad colectiva después de que los socios atlánticos pasaran por caja. Para Ruttte, que acomodó la cumbre a sus gustos y caprichos, se olvidó de Ucrania en las conclusiones y prescindió de Zelenski para apaciguar a Putin. Para Sánchez, que firmó a la vez el compromiso del 5% del gasto de defensa y su derogación para España. Tanta victoria, en mitad de tanta guerra, que sigue y sigue, no puede ser más que la obstinada derrota de todos.
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