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Columna
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La diplomacia de la genuflexión  

Los líderes europeos han desarrollado una suerte de síndrome de Estocolmo geopolítico, confundiendo la degradación con la estabilidad diplomática

Ilustración M. Bascuñán
Máriam Martínez-Bascuñán

En 2003, Dominique de Villepin pronunció un discurso ante la ONU oponiéndose con rotundidad a la invasión de Irak y advirtiendo sobre las consecuencias de una guerra ilegal liderada por Estados Unidos. El ministro de Relaciones Exteriores de Chirac fue elogiado por su elocuencia y firmeza: no solo defendía el derecho internacional y el papel de la ONU; también afirmaba la autonomía estratégica europea frente a Washington. Hoy, su figura brilla con más luz al compararla con la retórica virilizante del secretario general de la OTAN, Mark Rutte. Si el francés encarnaba la resistencia diplomática y la defensa del genuino multilateralismo, el holandés representa la diplomacia de la genuflexión, el arte de confundir la sumisión con la prudencia, presentando los serviles halagos filtrados por Trump no como una humillación sino como una “gestión inteligente” de las relaciones transatlánticas.

Quizás por eso, en un contexto de capitulación institucionalizada, la figura de Villepin ha recobrado una relevancia inesperada. Su defensa del derecho internacional frente a la “ley de la selva” en Gaza y su denuncia de un Occidente que “cierra los ojos” ante la escalada de violencia lo han convertido en el político más popular de Francia, según las encuestas recientes. ¡El delfín ha vuelto! A sus 71 años, lanza un nuevo partido, La Francia Humanista, con vistas a una posible candidatura presidencial en 2027. Mientras los líderes europeos compiten por mostrar lealtad a Su Atlantísima Majestad, un veterano gaullista que encarnó hace 20 años la resistencia francesa resurge como única voz creíble para millones de franceses hartos de tanta subordinación diplomática. La sistemática sumisión a Trump ha desencadenado algo más profundo y perturbador que una simple reconfiguración de alianzas: la construcción de una arquitectura psicológica del poder.

Publicar los elogios de Rutte no es algo accidental, pues cuando todo el mundo lee sus serviles adulaciones no es solo el holandés el humillado: es Europa entera. Vemos a nuestros representantes rebajándose públicamente, generando vergüenza colectiva. Y todo líder europeo aprende la lección: comunicarse en privado con Trump es arriesgarse a la exposición pública. La perversa genialidad consiste en que Trump convierte la humillación en normal, y los propios humillados fingen que no pasa nada, aunque saben que la diplomacia tradicional ha muerto y que ellos son los responsables. Los líderes europeos han desarrollado una suerte de síndrome de Estocolmo geopolítico, confundiendo la degradación con la estabilidad diplomática.

Las consecuencias trascienden lo político. Asistimos al fin del principio westfaliano de la igualdad soberana entre Estados. Europa se infantiliza como un adolescente rebelde que necesita la disciplina del “padre” estadounidense, como lo llamó Rutte, perdiendo su estatus de continente maduro e independiente. El papi Trump justifica la guerra agresiva hacia fuera al tiempo que ofrece su protección a la OTAN y EE UU, representando el liderazgo autoritario del paterfamilias que exige obediencia y lealtad a sus protegidos. Esto modifica la naturaleza de la UE, pero la OTAN deja también de ser una alianza entre iguales para tornar en una estructura jerárquica donde EE UU ejerce su derecho de pernada como buen señor feudal bajo la falacia de que gastar más en defensa traerá más seguridad. Es obvio que toda carrera armamentística consigue lo contrario. Veremos qué consecuencias tiene todo esto en una ciudadanía que contempla, atónita, cómo nos convertimos a velocidad acelerada en un simple protectorado estadounidense.

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Sobre la firma

Máriam Martínez-Bascuñán
Profesora de Teoría Política de la Universidad Autónoma de Madrid. Autora del libro 'Género, emancipación y diferencias' (Plaza & Valdés, 2012) y coautora de 'Populismos' (Alianza Editorial, 2017). Entre junio de 2018 y 2020 fue directora de Opinión de EL PAÍS. Ahora es columnista y colaboradora de ese diario y pertenece a su comité editorial.
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