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Las Otras Vidas
Tribuna
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Nada más fácil

Los autócratas ejercen una seducción infalible. Trump no es Hitler ni Mussolini, aunque no creo que sea mucho menos peligroso para el mundo

Nada más fácil. Antonio Muñoz Molina
Antonio Muñoz Molina

Si en el futuro no llegan a perderse el interés por la historia ni el pensamiento crítico, quizás será un motivo de asombro la facilidad con que las generaciones que ahora viven se rindieron al despotismo y a la irracionalidad. Será un desconcierto parecido al que nos viene provocando a muchos de nosotros la capitulación de los ciudadanos y las instituciones alemanas en los pocos meses que siguieron al nombramiento de Hitler como canciller en la república de Weimar, en un Gobierno en el que los nazis ni siquiera eran mayoría. Menos recordada fuera de Italia, aunque no menos chocante, fue la pasividad con que el Parlamento, la clase política burguesa, la monarquía y la Santa Sede, se rindieron ante la Marcha sobre Roma de Mussolini y sus camisas negras, un despliegue como de coro de ópera que carecía de la marcialidad y el empuje sugeridos por su título. Gracias a las tecnologías de la mentira de masas, que estaban viviendo su primera edad de oro gracias al cine y a la publicidad, a Mussolini y los suyos se les vio caminar hacia Roma con una determinación de legionarios del Imperio, con botas militares y pantalones inflados de caballería, con pechos fortalecidos por la gimnasia y el canto de los himnos. En realidad, Mussolini hizo gran parte del viaje en coche cama, mientras sus esbirros se dedicaban a asaltar casas del pueblo y redacciones de periódicos y a asesinar sindicalistas y militantes de izquierda. Incluso en la Rusia de 1917, la épica de la toma revolucionaria del poder, el asalto a los cielos que todavía invoca entre nosotros algún desnortado con vanidades leninistas, fue sobre todo un invento retrospectivo de las películas de Eisenstein. Lo único que derribaron por las armas los bolcheviques fue una débil tentativa de democracia parlamentaria en la que los resultados de las primeras —y las últimas— elecciones libres les otorgaban una representación muy limitada.

Salvo que haya una invasión militar abrumadora, un Estado no lo derriba nadie: se rinde, se disuelve, se debilita y corrompe a sí mismo. En París, en la primavera de 1940, a Manuel Chaves Nogales lo desconcertaba día tras día el modo en que un país en apariencia tan solvente como la Francia de la Tercera República se precipitaba en el derrotismo y se desgarraba en enconos políticos incluso antes de que empezara la invasión alemana. Cuatro veranos antes, en Madrid, Chaves Nogales había sido testigo de cómo el heroísmo popular y el arrojo de los voluntarios de las Brigadas Internacionales habían contenido a las puertas mismas de la ciudad el asalto de las tropas de Franco. Cuando los alemanes entraron en París, en junio de 1940, nadie les ofreció la menor resistencia, y los guardias de tráfico ayudaron a facilitar el paso de los Panzers. Un Estado imponente se derrumbó en la confusión y en la huida. Uno de los ejércitos mejor equipados del mundo se disolvió en una sucesión de batallas perdidas sin lucha, en grandes masas de soldados desorientados y cautivos.

En enero de 1933, en Alemania, había partidos de centro y de izquierda muy arraigados, con millones de militantes y de votantes, y combativos sindicatos de clase, y hasta milicias armadas, comunistas y socialdemócratas. Y había también cuerpos administrativos y jurídicos que protegían el imperio de la ley, universidades de gran tradición humanista y científica, instituciones culturales que preservaban y difundían un patrimonio incomparable en la literatura, las artes y la música. Bastó una represión mínima y muy selectiva para que la judicatura, la Administración pública, los medios, las instituciones culturales, la ciudadanía, se sometieran primero con mansedumbre y luego con entusiasmo a un poder bestial que jamás disimuló la crueldad con que expulsaba o aniquilaba a sus víctimas: izquierdistas, judíos, artistas “degenerados”, homosexuales, gitanos. Durante años se dio por sentado que la maquinaria represora de la Gestapo era tan poderosa que hacía invisible cualquier disidencia. Cuando por fin se abrieron sus archivos, se descubrió que en realidad no tenía muchos agentes, y que sus fuentes principales de información eran las denuncias de ciudadanos con afán colaboracionista. Tampoco la cultura fue un antídoto contra la barbarie. Uno tiene la imagen del nazi bruto y callejero, el gamberro lumpen que tira al suelo de una patada a un judío viejo. Lo cierto es que en las SS había un número muy considerable de doctorados universitarios.

Hay un triste impulso de bajeza en la condición humana que muchas veces le hace admirar la brutalidad y ponerse de su parte en vez de resistirla o enfrentarse a ella. Donald Trump lleva meses saltándose las leyes de su país y toda normativa internacional que se le ponga por delante, pero cuando ataca a los jueces que no se someten a su capricho no hay una protesta masiva de la judicatura, y cuando ordena que los agentes de inmigración con la cara tapada detengan a la gente por la calle y la arrastren a coches sin identificar, para llevarlos a lugares de detención en los que desaparecen sin rastro, no hay policías que se nieguen a cumplir esa tarea infame y fuera de la ley. Tampoco hay congresistas ni senadores republicanos que protesten cuando este fantoche beodo de sí mismo usurpa el derecho exclusivo del Congreso a declarar la guerra; y ni siquiera los congresistas y senadores demócratas levantan un escándalo que estuviera a la altura de esta usurpación.

Los autócratas ejercen una seducción infalible. Hitler y Mussolini tuvieron mucho prestigio en la clase dirigente británica y en el Partido Conservador, que para congraciarse con ellos le entregaron Checoslovaquia y sabotearon cualquier ayuda a la República española. Trump no es Hitler ni Mussolini, aunque no creo que en este momento sea mucho menos peligroso para el mundo: pero la bajeza de lacayo con que el secretario general de la OTAN le ríe las gracias y le halaga su monstruosa vanidad es un espectáculo denigrante para cualquier europeo, y también una prueba de esa facilidad con que es posible acomodarse a la sumisión. Ver a Pedro Sánchez solo, en una esquina de la foto, con esos pómulos huesudos que tiene ahora, y el cuello enflaquecido y tenso emergiendo del cuello de una camisa que le está cada vez más ancho, es toda una advertencia sobre el peligro de quedarse apartado en momentos de unanimidades y adhesiones con el líder supremo, al que se obedece no por miedo, ni por cobardía, sino por el gusto de obedecer, y de no quedarse atrás en la sumisión colectiva, en el ritual de los selfis jubilosos, la risa exagerada ante las bromas del gran caudillo del imperio, el líder del mundo libre, que puede igual ensalzarlos que humillarlos: que hiciera público el bochornoso mensaje privado que le envió el secretario Rutte es una de esas bromas que los autócratas y los capos mafiosos se complacen en gastarles a sus subordinados más incondicionales.

En 1941, ya en el exilio, Bertolt Brecht escribió una farsa, La resistible ascensión de Arturo Ui, en la que los dirigentes nazis eran representados como gánsteres de los mercados y los mataderos de Chicago. Ahora la historia se da la vuelta, y la parodia se exagera más allá de la imaginación de Brecht, porque en trono del mundo se sienta un aspirante a autócrata que en sí mismo es una parodia de los mobsters de los barrios exteriores de Nueva York de los años ochenta, un imitador, en los abrigos enormes, la extravagancia capilar, la obsesión mediática, del difunto John Gotti, que salía en las portadas de los tabloides sensacionalistas con tanta frecuencia como Trump. El acento, el tono, con que Trump dice They don’t know what the fuck they’re doin” son idénticos a los de aquellos mafiosos. Pero sus amenazas son bastante más letales, y sus comparsas en Estados Unidos y en Europa, todavía más serviles.

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