Anglicismos que vienen y bah
La lengua no existe fuera de los hablantes y se comporta como ellos. Lo que parece hegemónico puede ser contrariado


Hubo un tiempo, y no es el nuestro, en que el locutor radiofónico era llamado el explique. La llegada a los hogares de un invento moderno como la radio hizo que un vocabulario nuevo se acomodase en la lengua. La sociedad empezaba a acostumbrarse a que en las casas se escucharan voces de personas desconocidas y sin cara identificada. En torno al ecuador del siglo XX, esa persona que hablaba en antena era denominada speaker y, con una adaptación modulada por la etimología popular, muchos hablantes del español empezaron a llamar explique a esa persona, porque, evidentemente, quien habla dando noticias o haciendo crónicas es alguien que explica.
Estos días, celebrando como estamos el grato centenario de Radio Sevilla, pensaba que si explique hubiera arraigado en la lengua, los hablantes quizás habrían emparejado explique y palique como formas de llamar a los dos grandes géneros narrativos radiofónicos: quien explica y quien comenta, la información y el análisis. Pero no pudo ser. El anglicismo speaker fue desplazado por la palabra locutor, y explique quedó como una simpática adaptación popular intermedia, un perdedor que hoy pocos recuerdan.
Desechar un anglicismo en favor de una palabra vernácula rompe una propensión hegemónica muy común para las lenguas en el siglo XX: prestigiar el inglés, acercarse a la lengua ganadora, tomar sus palabras para connotar modernidad internacional. Es una tendencia heredada del siglo XIX. Hasta entonces, las condiciones sociohistóricas españolas no propiciaron un contacto admirativo con la lengua inglesa que diera pie al anglicismo. Hubo enlaces matrimoniales con los ingleses, el poder de su flota era incuestionable, y sí, llegó alguna voz inglesa: entre los primeros anglicismos está, de hecho, el uso de dogo en el siglo XVII para la raza canina. El castellano era prestigioso en Inglaterra (lo demuestran los diccionarios y gramáticas que se publicaron desde el siglo XVI en territorio inglés) sin que lo fuera el inglés en España. El siglo XIX cambia la inclinación, mantenida hoy. Un reciente estudio de la lingüista Elena Álvarez Mellado muestra que la prensa española actual usa por cada mil palabras dos anglicismos (concretamente 1,8) y que en las secciones taurinas de los periódicos, la presencia del anglicismo es nimia frente a las de moda, donde la cifra sube a 17 formas inglesas por cada mil palabras. Es mucho, sí.
Pero, frente a esa tendencia, hay veces que los hablantes toman un anglicismo, lo usan un poco y lo apartan, dicen “bah” a una moda que antes les gustaba y de la que ahora reniegan, de la misma manera que abjuramos del peinado en boga que nos hicimos durante unos meses. Los ejemplos de anglicismos abandonados son muchos. Igual que sobrevivientes que vuelven de la guerra, estos viejos anglicismos descartados regresan a nosotros escondidos en textos de antes, palabras derrotadas que me despiertan la misma adhesión que ese ruinoso competidor en los Juegos Olímpicos que pierde una y otra vez la jabalina, y que no abandona hasta que le instan a que se vaya. Hoy toca la batería una persona a la que llamamos baterista o batería, pero en los años cincuenta se dijo drúmer; se decía interviú a la entrevista (con un derivado verbal poco agraciado: interviuvar) y era referí el árbitro.
En sus Proverbios y cantares, Antonio Machado ponderaba a Kant usando la palabra sport (“toda su filosofía un sport de cetrería”), un anglicismo luego desechado por la voz hispana deporte. El mismo escritor en 1906 decía no ser “un ave de esas del nuevo gay-trinar”, para distanciarse de la estética modernista más preocupada por la sonoridad del metro vacío que por la esencialidad poética. Es la palabra gay (o gayo) con el sentido de alegre, vistoso, un adjetivo que el castellano tomó del occitano, lengua prestigiosa en la Edad Media, y que se concordaba en femenino para llamar “gaya ciencia” o “gaya doctrina” al saber de la poesía de los trovadores. Esa misma palabra occitana que había llegado al castellano se había incorporado también al inglés, que le dio en época moderna un valor nuevo: el de nombrar la homosexualidad masculina. Desde el inglés estadounidense ese valor entró en el español en la segunda mitad del siglo XX. Nadie se acuerda del viejo gayo-gaya, que con su aire extranjero, terminó quedando desplazado.
La lengua no existe fuera de los hablantes y se comporta como ellos. Hoy no es mal día para recordarlo, para pensar sobre cómo lo que parece hegemónico puede ser contrariado, cómo la sociedad se acostumbra a palabras y a inventos nuevos, cómo en la vida en común nada está hecho ni es inamovible. Las inercias de las prácticas colectivas cambian, y eso es lícito, y permite que lo marginado históricamente pueda ser reivindicado y descrito. Dentro de esa G de la sigla LGTBI que se celebra con orgullo en un tiempo que es el nuestro hay una historia, la de los hablantes y su comportamiento, felizmente impredecible. Tantas veces me engañaron, tantas veces me engañé, y sin embargo me gano la vida estudiándolos, sabiendo que sí, que mi mirada retrospectiva es legítima para el análisis, pero no como dirección del camino por andar.
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