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La obsesión de Trump por poner su nombre a todo carece de precedentes en Estados Unidos

Buques de guerra, centros de artes escénicas o un salón de baile... cualquier cosa es susceptible en Washington de llamarse en honor al inquilino de la Casa Blanca

Cambio de nombre Trump en el Kennedy Center de Washington

Solo en este mes de diciembre, Donald Trump le ha puesto su nombre a un nuevo tipo de buques de guerra que Estados Unidos construirá en los próximos años, al Instituto Estadounidense para la Paz, laboratorio de análisis creado por el Congreso y dedicado al estudio y la resolución de conflictos, y al gran centro de artes escénicas y de la música de Washington, el famoso Kennedy Center. Desde la semana pasada, se llama The Donald J. Trump and the John F. Kennedy Memorial Center.

Antes de eso, el presidente de Estados Unidos ha prometido erigir un Arc de Trump, un arco de triunfo en el National Mall (de nuevo, en la capital estadounidense) y ha emprendido la destrucción del ala este y la construcción de un nuevo salón de baile cuyas gigantescas dimensiones empequeñecerán por comparación las de la Casa Blanca. Lo ha adivinado: cuando esté terminado se llamará The Donald J. Trump Ballroom.

También está Trump Rx, una web en la que el Gobierno aspira a ofrecer medicamentos con receta a precios de descuento; las Cuentas Trump, una especie de cheque bebé de 1.000 dólares que se invierte en Bolsa y el beneficiario cobra al cumplir los 18 años, y las Tarjetas Trump de Oro y Platino. Proponen un atajo para particulares y empresas que tengan prisa por conseguir la residencia en Estados Unidos, además de mucho dinero (a partir de un millón de dólares) que donar al Departamento de Comercio.

La fiebre del presidente de Estados Unidos por poner su nombre por todas partes no ha parado de crecer durante su primer año de vuelta a la Casa Blanca. Y, coinciden los historiadores, carece de precedentes. El decoro aconseja a los inquilinos de la Casa Blanca a esperar a dejar el cargo para que empiecen los homenajes y, aunque sea por falsa modestia, confían (o confiaban) en que fueran otros los que lo hicieran en su lugar.

Russell Riley, codirector del Programa de Historia Oral Presidencial del Centro Miller de la Universidad de Virginia, confirma en un correo electrónico que no existen precedentes a la vanidad de Trump. “Este tipo de honores siempre se ha recibido tras dejar el cargo. Culturalmente, se consideraba inapropiado en Estados Unidos que un presidente se homenajeara a sí mismo de esta manera; el valor principal de tales tributos solía residir en el hecho de que sus conciudadanos entendieran que su servicio merecía ser recordado para siempre nombrando instituciones o lugares importantes en su nombre”, explica Riley. “Cualquier acción presidencial puede ser revertida fácilmente por el siguiente presidente. Así que apostaría a que el nombre de Trump no permanecerá mucho tiempo en el Kennedy Center después de enero de 2029 [cuando se mude el próximo inquilino de la Casa Blanca].

Si Trump no se parece tampoco en eso a sus antecesores, tal vez sea porque lleva toda su vida, una vida de promotor inmobiliario e inversor, estampando su nombre sobre cosas: torres (ocho, además de tres en desarrollo), hoteles (cuatro, y dos en proyecto), casinos (siete, aunque todos ellos pasaron a mejor vida) y campos de golf (16, cinco de ellos en el extranjero), así como una bodega en Virginia, un cóctel (el trumpini, que se sirve en su club, Mar-a-Lago) o una plataforma de redes sociales, que es la propietaria de Truth, ese lugar en cuyo creador juega con los nervios de mundo entero a base de anuncios sorprendentes e insultos. Hay hasta una página de la Wikipedia consagrada a las “cosas llamadas a partir de Donald Trump”.

Golfo de México

Su furia bautismal no se ha limitado en su primer año en la Casa Blanca a sí mismo. El día de su toma de posesión, anunció que el Golfo de México pasaba a llamarse por decreto “Golfo de América”, y que la montaña más alta de Estados Unidos dejaba de ser Denali, designación oficial desde los tiempos de Barack Obama que rescataba el nombre tradicional de las tribus atabascanas de Alaska, porque volvía a ser el Monte McKinley, en honor al vigésimo quinto presidente de Estados Unidos. William McKinley, que pasó a la historia por sus ambiciones expansionistas y porque murió asesinado, es también uno de los espejos en lo que Trump disfruta mirándose.

El republicano también ha decidido rescatar para el Departamento de Defensa su denominación previa a la II Guerra Mundial. No es legal cambiárselo así como así, pero al presidente de Estados Unidos no le importa, y mucho menos al jefe del Pentágono. A Pete Hegseth, veterano de la Guardia Nacional y expresentador de la cadena Fox News borracho de ardor guerrero, se le ve encantado con sus nuevas tarjetas de visita. Dicen: secretario de Guerra.

Tampoco está claro que Trump tenga la potestad de cambiar el nombre al Kennedy Center. Fue el Congreso el que aprobó en 1964 bautizarlo así en homenaje del presidente asesinado un año antes, así que correspondería al Congreso adoptar cualquiera nueva denominación. Eso no impidió que el pasado viernes unos operarios acabaran en una mañana la tarea de sumar en letras de molde al nombre de Kennedy el del actual inquilino de la Casa Blanca en la fachada del edificio.

No habían pasado ni 24 horas desde que el patronato, formado íntegramente por miembros colocados a dedo por el presidente —una lista de fieles sin experiencia en gestión cultural, que incluye nombres como su jefa de Gabinete, Susie Wiles; la segunda dama, Usha Vance; o la fiscal general, Pam Bondi— votara unánimemente por rebautizar la institución, pese a que en sus estatutos no costa que cuenten con esa potestad.

El aludido, que llevaba meses coqueteando con la idea en apariciones ante la prensa, se dijo “sorprendido” y “honrado”. Más sorprendente resultó ver que los cuatro tipos que se subieron a la mañana siguiente a los andamios, mientras saludaban a los fotógrafos de prensa, tenían listas unas letras que a todas luces tuvieron que ser encargadas días o semanas antes.

No está claro qué busca dejando su huella por todas partes Trump, que ha demostrado en el primer año de su vuelta al poder una tendencia mayor que en su primer mandato por actuar por la vía de los hechos. Parece fuera de duda que hay un elemento de vanidad y también gusto por provocar la indignación de sus adversarios y de la clase política tradicional de Washington, sentimiento que suele ser indirectamente proporcional al regocijo de sus fieles del movimiento MAGA (Make America Great Again).

“Se trata de una persona que disfruta de la adulación pública y que es social y políticamente transgresora”, opina Riley, el historiador. “Su base ve esos gestos como un desafío bienvenido a la élite de Washington. Y la reacción de protesta de esas élites políticas no hacen más que confirmarlo. El presidente lo sabe, así que esas decisiones son buenas tanto para su ego como para alimentar a los suyos”.

También podría actuar a partir del siguiente cálculo: dado que conoce los sinsabores que le esperan a quien abandona la Casa Blanca (lo hizo en 2021 a regañadientes, tras alentar una insurrección), tal vez no se fíe de que los que vengan tras él vayan a honrar su memoria como cree que merece, así que mejor hacerlo mientras pueda, porque luego, quién sabe.

Muchos se preguntan en Washington cuál será el siguiente monumento de la lista, o a qué respetable antecesor estará pensando Trump arrimar su nombre: ¿A Lincoln? ¿A Jefferson? ¿O a Washington? Al final del primer año de su regreso al poder y mientras Estados Unidos se encamina hacia la celebración del 250 aniversario de su fundación, que el republicano amenaza con subrayar con la construcción del arco del triunfo en las inmediaciones de los memoriales de esos tres presidentes, no parece sensato descartar ninguna hipótesis.

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Sobre la firma

Iker Seisdedos
Es corresponsal jefe de EL PAÍS en EE UU. Licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.
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