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TRIBUNA
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La sagrada familia, todavía

Han pasado casi tres décadas del asesinato machista de Ana Orantes y la violencia contra la mujer y contra los menores no ha descendido en intensidad, ni cuantitativa ni cualitativa

Manifestación en Pola de Siero (Asturias) el 25 de noviembre de 2023 con motivo del Día Internacional para la Erradicación de la Violencia contra la Mujer.
Diego López Garrido

Podemos perdonar fácilmente a un niño que le teme a la oscuridad, pero la real tragedia de la vida es cuando los adultos le temen a la luz. (Platón)

El 30 de diciembre de 1997, publiqué en este periódico un artículo con el título La sagrada familia. Trece días antes había sido quemada por su exmarido Ana Orantes, después de que ella denunciase en una entrevista en televisión el maltrato sufrido durante años a manos de su cónyuge. El artículo profundizaba en el fenómeno de la violencia contra la mujer que, hasta el asesinato de Ana Orantes, no había sido objeto de atención, ni política ni mediática, en nuestro país, a pesar de ser “la más vergonzosa violación de derechos humanos”, en palabras de Kofi Annan.

Mi enfoque inicial podría sintetizarse en este párrafo: “El ámbito familiar, tradicionalmente representado como una especie de oasis feliz, se muestra en la práctica como uno de los lugares donde mayor opresión hay sumergida. La principal causa de muertes o lesiones, o de sufrimiento psicológico por largo tiempo, o de taras irreversibles, es la violencia que surge en el seno de la estructura familiar”.

Esto es lo que captó en 1764 el penalista Cesare Beccaria cuando propuso que los Estados se construyeran siempre sobre los ciudadanos, como individuos autosuficientes, y nunca sobre las familias, cada una con su jefe varón, porque en este caso solo los padres serán “libres” y las madres e hijos, “esclavos”.

Hace unos días, envíe mi artículo de 1997 a diversos amigos. Ante mi sorpresa, algunos de ellos creyeron que lo había escrito ahora. Y es que la violencia contra la mujer y contra los niños y niñas —en España y en el mundo— no ha descendido en intensidad, ni cuantitativa ni cualitativa, en el siglo XXI.

Los datos son escalofriantes. Desde que se tienen registros (2003) en España, algo más de 1.300 mujeres han sido asesinadas por sus parejas o exparejas masculinas, y 65 niños y niñas han muerto a manos de sus padres biológicos o padrastros, al que el equipo de criminología de la Universidad de Birmingham llamó certeramente “aniquilador de familias”.

Cada año, entre 135 y 175 millones de niños y niñas están expuestos a violencia de género en el mundo, según Naciones Unidas. Para España eso supondría 200.000 menores. Save the Children eleva esa cifra.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) considera que el 80% de los casos de abuso sexual infantil se producen en el ámbito familiar. La mayoría de esa violencia se ejerce sobre niñas y adolescentes. Así que los menores tienen una doble amenaza: la que proviene de la violencia sobre sus madres y la que proviene de los abusos sexuales perpetrados mayoritariamente por miembros de su familia o de su entorno.

La legislación española aprobada en las últimas décadas —desde la puesta en marcha de las órdenes de protección hasta la Ley Orgánica 1/2004— ha reaccionado con una represión penal típica. Muchas sentencias condenatorias han llevado a la cárcel a maltratadores o asesinos, algunos de los cuales decidieron suicidarse cobardemente. Existe un sistema VioGén para la protección de las mujeres. Hay órganos judiciales especializados. Se ha aprobado un nuevo pacto de Estado. Sin embargo, el maltrato continuado y las muertes de mujeres, niños y niñas siguen produciéndose en el seno familiar de forma insoportable.

Efectivamente, como una derivada de la violencia de género —que se produce contra la mujer por ser mujer—, han empezado a surgir en los últimos años casos de asesinatos por el padre de familia de sus hijos e hijas, llegando incluso al asesinato, con el exclusivo objeto de causar el mayor dolor a la madre. Es la llamada violencia vicaria, la que se ejerce sobre víctimas silenciosas. Silenciosas por su sometimiento a la patria potestad —consolidada en una legislación civil arcaica y obsoleta que acuña el concepto de “buen padre de familia”—, y por desarrollarse aquella violencia en el interior de una institución tan cerrada y opaca como es la familia, que la justicia protege.

Los niños y niñas son las víctimas olvidadas de esa violencia en la intimidad. Son quienes tienen menos recursos para resistirla, a pesar de que influirá en su desarrollo físico y cognitivo. La Ley Orgánica 8/2021, de 4 de junio, de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia, es un avance indudable, pero no protege suficientemente a los menores que viven en un contexto de violencia de género. El Código Penal, que prevé un delito de violencia vicaria para las mascotas (!), no prevé aún el delito de violencia vicaria sobre los seres humanos.

La indefensión de las niñas y niños heridos por los abusos contra la madre o contra ellos mismos es absoluta. Especialmente, cuando no hay denuncias. En España se registraron el año pasado casi 200.000 denuncias de mujeres por malos tratos. Pero esto es la punta del iceberg. Se calcula que esta cifra es solo el 10% o el 15% de la realidad. Decenas de miles de casos no se denuncian, a veces para proteger a los menores de la concesión judicial de un régimen de visitas al maltratador sin control de la madre protectora.

La violencia que se ejerce sobre la madre afecta directa o indirectamente a los niños y niñas, que experimentan un trauma porque no son sordos ni ciegos para evitar sufrir psicológicamente los malos tratos, en un momento de sus vidas en que el cerebro se está formando con consecuencias neuropsicológicas irreversibles.

La ley 8/2021 antes mencionada se dirige directamente a proteger a la infancia y la adolescencia. Abraza casi todos los enfoques a tratar para ello, incluyendo el ámbito educativo y el ámbito familiar. Pero su redactado es demasiado genérico y no ha habido hasta ahora concreción de las medidas a adoptar de modo imperativo, que la ley delega en las administraciones públicas. Es este otro caso de inaplicación de las normas sobre la violencia de género y vicaria, denunciada por los movimientos de mujeres.

La violencia de género —y su derivada en la violencia sobre los menores— tiene un carácter estructural en nuestras sociedades. Por ello, se necesita una acción también estructural, de fondo, dirigida a prevenir una violencia que abrumadoramente es realizada por hombres. Sin tal política, las estadísticas de malos tratos y asesinatos de mujeres y menores seguirán creciendo.

Estoy convencido de que esa reforma hacia las estructuras sociales debería descansar sobre una educación de base, afectiva y sexual, que profundice en la igualdad entre hombres y mujeres y venza al machismo incrustado entre nosotros (y a veces entre nosotras). Es un desafío para las instituciones escolares y universitarias públicas y privadas que, hasta hoy, no han acometido las acciones imprescindibles en esa dirección, en especial en el profesorado. Sin la formación de este, protagonista de la influencia en personas que están en esa etapa de su vida construyendo su mente y sus valores, no será posible evitar la cultura patriarcal de millones de hombres, que aún persiste y que explica la violencia de género y la violencia vicaria.

Un elemento fundamental de la lucha contra la violencia de género y vicaria deberá pasar, como señala la psiquiatra Sandrine Bonneton, por una reflexión colectiva sobre la manera en que las familias han de ser organizadas, para conseguir que la familia constituya un modelo protector de los menores, y no un lugar aislado de la sociedad, silenciosa e invisible.

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