El fracaso de la amnistía
La medida de gracia era necesaria y no solo para los independentistas, pero no se crearon las condiciones para legitimarla o solo se impostaron


No hay más remedio democrático que acatar las sentencias, incluso cuando nos parezcan injustas o perniciosas, y es iliberal afirmar que son corruptas. En contra de lo que argumentaron prestigiosos juristas y los principales líderes políticos —empezando por el presidente del Gobierno—, nuestra Constitución no puede impedir la aprobación de leyes de amnistía: la doctrina establecida por la sentencia del Tribunal Constitucional, que hemos conocido esta semana, ha concluido que la amnistía no solo cabe en la Constitución, sino que esta particular amnistía cabe también.
Ahora, la política. Podría defenderse que la Ley Orgánica 1/2024, aprobada con mayoría pelada y de urgencia en el Congreso, ha conseguido los resultados que perseguía según lo establecido en su enunciado: la normalización en Cataluña o, lo que vendría a ser lo mismo, escribir de una puñetera vez el punto final al procés y salir así del bucle en el que entró la Generalitat a principios de la década pasada. Pero podría convenirse también que esta amnistía ha incumplido el propósito que fundamenta una técnica jurídica tan excepcional. No me refiero al patillero atajo sobre la malversación que diseñó el más brillante líder de la oposición ―el juez Manuel Marchena, evidentemente― para impedir el retorno de Carles Puigdemont. Si la amnistía en parte ha fracasado es por una dimensión que trasciende los casos particulares y que es la que importa. Porque no se impulsó para consolidar entre todos una nueva etapa tras una crisis profunda —y el procés fue la crisis institucional más grave de la democracia―, sino que su tramitación fue concebida solo para beneficiar a un grupo de interés concreto a cambio de unos votos para la investidura. Eso no significa que la amnistía no fuese necesaria, que lo era y no solo para los independentistas, sino que no se crearon las condiciones para legitimarla o, como mucho, se impostaron. Demasiados actores, por el contrario, estuviesen a favor o en contra de la letra de ley, tuvieron como propósito sabotear su espíritu.
Lo aprendí (creo) hace pocos meses, al final de un coloquio sobre justicia, impunidad y literatura que mantuvieron el jurista Philippe Sands y el escritor Juan Gabriel Vásquez en el CCCB. Solo quedaba tiempo para la última pregunta y, después de una hora larga de diálogo, una mano se alzó desde el extremo de una fila del final del auditorio. La anterior cuestión había sido sobre los procesos de paz en Colombia. Vásquez, que participó en ellos, habló sobre cuál debería ser la responsabilidad de la cultura y el periodismo en períodos transicionales.: “Abrir espacios donde convivan historias distintas que se cuentan desde lugares distintos”, dijo, “porque eso es, en realidad, una democracia”. Y fue justo después cuando ese profesor de Filosofía pidió la palabra para cerrar el acto planteando una reflexión sobre el sentido etimológico de amnistía (“olvidar” en griego) y la paradoja de que solo podía construirse un perdón desde la suma de memorias porque el pasado no se comprende con una sola versión de la historia. Aludió a la Grecia clásica, a Argentina y también a Cataluña. “Han de perdonar todas las partes implicadas”, afirmó y subrayó “todas” por dos veces. Sands le contestó problematizando la utilidad cívica del olvido y, a la vez, señalando sus dudas sobre las amnistías que exclusivamente beneficiaban a unos. Y añadió algo más: “Las amnistías solo funcionan si van acompañadas de otros procesos que garanticen una forma de relato que permita explicar lo que ha pasado y quiénes son sus responsables”. Precisamente lo que no hemos tenido. Por eso no se ha pedido perdón. Por eso, algunos, para no enfrentarse a lo que hicieron, siguen afirmando que tuvieron toda la razón.
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