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Columna
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Grandeza en la amnistía... y las miserias

Las acusaciones contra el Constitucional afloran el contraste entre retórica y conducta: dime de qué presumes y te diré de qué careces

Feijóo, el día 25 en el Congreso, junto a su portavoz parlamentaria, Cuca Gamarra.
Xavier Vidal-Folch

La amnistía recién validada por el Tribunal Constitucionail, es una muestra de la grandeza de la democracia española. Ha logrado su objetivo, explícito desde el título de la ley: normalizar la Cataluña convulsa por el procés. Su grandeza se mide por la enormidad de aquel desafío.

Cierto que su mejorable gestación y el griterío callejero contrario ocultan en parte esa eficacia. Pesa el comprensible recelo a cancelar penas a quienes tanto daño causaron. Más aún a favor de la generosidad conciliadora, fundamento humanista del liberalismo jurídico que roturó Cesare Beccaria. Solo la dictadura se nutre de inquina; la democracia, de superarla.

Se ha criticado ya la escasa explicación, por los impulsores, de cambiar su adversa posición inicial. Toca ahora recalibrar el inmovilismo inverso, avivado tras la palabra final del Constitucional. No porque no pueda discreparse de este, sino por el exceso en deslegitimarlo.

Así, las acusaciones de corrupción sobre la amnistía y el tribunal afloran la miseria del contraste entre retórica y conducta: dime de qué presumes y te diré de qué careces.

Alberto Núñez Feijóo dijo que “esta amnistía es una transacción corrupta, un ejercicio de corrupción”. Chirría denunciar lo que se practica: su partido está condenado por corrupto, su sede se pagó en negro, y él ganó el liderazgo tras traicionar la pugna de Pablo Casado por aclarar los embrollos en torno a la su lideresa madrileña. Esta arguye que la sentencia “blanquea la corrupción de Estado”; ¿será que como ella con su novio? Y Felipe González tacha la ley (sin arremeter contra el tribunal) de “acto de corrupción política”: ¿qué fue su procesión al penal de Guadalajara en apoyo a su ministro José Barrionuevo, condenado por un secuestro, esa ilegalidad y violencia de Estado? ¿Acaso no pidió a José María Aznar su “indulto” (total), pronto satisfecho?

La FAES de Aznar, que presidió el Gobierno con más condenados e imputados por corruptos en democracia, la tilda de “anticonstitucional” (¡de la Constitución de 1978, contra la que hizo campaña!) y de “satisfacción de un chantaje”.

El hilo aznariano marca la pauta ultra. Pero la propia sentencia descarta la “autoamnistía”, pues no fue aprobada por sus “beneficiarios directos”, sino por el Congreso soberano. ¿Fue una “vergüenza” suprimir la mili porque el mismo nacionalismo catalán condicionó a ese chantaje su voto de investidura?

Nadie osó desacreditar la amnistía del gran Adolfo Suárez porque beneficiase también a los políticos franquistas: incluido él mismo, que lo fue. Sí se opuso la Alianza Popular de Manuel Fraga, otro exfranquista, pero irredento. Su portavoz, el exministro matarife (¡aún en 1975, con los últimos fusilamientos!) Antonio Carro, justificó la abstención en que amnistiar iba “en menosprecio de las leyes” (dictatoriales), otra muestra de indigencia moral. Pero formulada en tono contenido: delicia comparativa.

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