¿Y si vamos a una ‘solución Draghi’ para España?
Una opción para superar la actual crisis sería un Gobierno de continuidad con el actual, tras superar la investidura, con un mandato claro: regenerar y oxigenar nuestra vida política


Después de la proliferación de escándalos de los últimos meses se han estado barajando dos posibilidades para reajustar nuestro sistema político al ideal de asunción de responsabilidades políticas propio de cualquier democracia avanzada: la moción de confianza y/o la convocatoria de elecciones generales. La moción de censura parece excluirse por carecer de cualquier posibilidad de triunfar. Hoy por hoy, parece haberse optado por una tercera vía, el ir tirando, el parapetarse en lo que viene siendo la pauta, ciertamente inestable, que se ha seguido a lo largo de estos dos años: pactos puntuales con los socios de legislatura e ir saliendo al paso de las diferentes coyunturas mediante un evidente ejercicio de malabarismo político-parlamentario, la solución inercial. Ocurre, sin embargo, que la fuente de legitimidad que llevó a Sánchez a la presidencia del Gobierno fue, lo recordamos bien, la necesidad de obligar al PP a asumir la responsabilidad política por la correspondiente ristra de escándalos de este partido. Pensábamos que ahí se había fijado ya un importante precedente.
Habría otra posibilidad, una cuarta, que consiste en lo siguiente: dimisión del presidente a favor de otro titular para su cargo, con el compromiso de convocar elecciones al cabo de un año y con el mandato de buscar soluciones negociadas con las otras fuerzas políticas para establecer las reformas de regeneración ética y democrática que nuestra democracia precisa. En paralelo ejercería como un Gobierno de gestión de los asuntos corrientes, “tecnocrático”, en el sentido más noble de la palabra. Fue lo que impulsó el presidente Mattarella en un momento de crisis política en Italia al proponer a Draghi como primer ministro con el beneplácito de una amplia mayoría parlamentaria. A mi juicio, nuestro Draghi solo podría ser Josep Borrell, cuyo perfil europeísta nos viene, además, como anillo al dedo a la vista de la coyuntura internacional en la que estamos. Su vínculo con el PSOE podría facilitar la aquiescencia de este partido, y dado que desde hace tiempo estaba ya apartado de la política nacional, no levantaría suspicacias en el PP, cuyo voto o abstención sería imprescindible para que la operación prosperase.
Ojo, no se trata de meter por la puerta de atrás algo así como una gran coalición ni de crear un Gobierno de unidad nacional, como fue el caso de Italia con Draghi. Sería un Gobierno de continuidad con el actual, previa superación de una moción de investidura, como en su día ocurrió cuando entró Calvo Sotelo tras la dimisión de Suárez. Y tendría un mandato claro, el ya referido de regenerar y oxigenar nuestra vida política mediante las reformas políticas pertinentes y finalizar tras el periodo de un año. A nadie se le escapa que precisará tejer también otros apoyos parlamentarios ―dudo mucho de que los independentistas catalanes aprobaran al candidato―, o, para empezar, que el propio afectado esté por la labor.
Soy consciente de que esto es un atrevido ejercicio de política ficción, una fábula, casi. Lo importante es percibirlo como una fórmula para resetear nuestra belicosa política democrática, un camino para poner la regeneración institucional por encima de los intereses inmediatos de los partidos sin que tenga por qué anularse su confrontación —esperemos que más civilizada―, cuando lleguen las elecciones. Serviría también como respiro para una ciudadanía harta de la polarización y de una política partidista donde la descarada promoción de los intereses de unos u otros han acabado por alienarla de nuestra vida pública. La democracia es de todos, no solo de quienes la contemplan bajo las anteojeras del faccionalismo o el hooliganismo político.
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