Sin palabras
Está en juego la dignidad de la democracia misma. Lo menos que cabe pedir al presidente Sánchez es que se someta a una moción de confianza y/o convoque elecciones


Hace 12 años, me valí de una columna con este mismo título para mostrar mi perplejidad e indignación por los escándalos de corrupción que poco a poco iban propagándose por nuestro espacio público. Les recuerdo que entonces, enero de 2013, fue el momento álgido de los casos Urdangarín y Bárcenas. Ahora nos enfrentamos al de Cerdán/Koldo/Ábalos. Después de releerla, he estado tentado de dejarla tal cual, copiarla sin más como si se tratara de algo ocurrido en el presente. Triste, muy triste, sí. Hay, sin embargo, dos hechos que hacen que la situación sea distinta: primero, ese elemento sórdido en el que irse de putas parece formar parte intrínseca de la quiebra del orden mental que acompaña a la venalidad; como si trasgredir determinadas normas contuviera un elemento orgiástico que hiciera de catalizador de otros instintos reprimidos. En este sentido, la situación actual se aproxima más al caso Roldán, con esas inefables fotos en Interviú con el protagonista en calzoncillos.
El segundo hecho diferencial es que pensábamos que ya habíamos puesto punto y final a esa fase; que, como se dice ahora, estábamos en otra pantalla. La crudeza del escándalo tira por la borda el designio explícito con el que se inició la primera etapa del actual Gobierno socialista: desterrar la corrupción y encaminarnos por la vía de la regeneración de la moral pública. Hay aquí, por tanto, un daño colateral, el de las expectativas frustradas. Y este es el más difícil de aliviar, porque los protagonistas no han sido, además, cargos periféricos de alguna provincia remota, sino actores centrales en la vida del partido durante los años medulares del mandato de Sánchez. Es inevitable pensar, pues, que aquello que motivó la entrada de estos personajes por la puerta grande en la política nacional no era por lealtad a algún proyecto, sino para satisfacer sus más viles intereses privados. Y esta sospecha hace que se emborrone aún más ese elemento esencial de la democracia, la confianza en nuestros dirigentes. El impacto va más allá de la decepción momentánea; inevitablemente, contamina también a aquellos, la mayoría, que ejercen la política guiados por firmes convicciones éticas y un sincero compromiso con lo público.
Por eso mismo, por el desgarro que produce en la confianza en el sistema, la reacción exige algo más que esa contrita petición de perdón con el consiguiente anuncio a la vez de seguir con el business as usual. Está en juego la dignidad de la democracia misma, y para este tipo de situaciones excepcionales esta forma de gobierno demanda algo no menos extraordinario. Recordemos que en su día sirvió para justificar toda una moción de censura; ahora lo menos que cabe pedir al presidente es que se someta a una moción de confianza y/o convoque elecciones. No hacerlo sería caer en el cinismo o en la incongruencia cognitiva: ¿por qué lo que entonces se vio como una necesidad imperiosa no se considera imprescindible ahora?
Pero también reclama algo que no se resuelve confirmando sin más a quien ejerce el poder o cambiándolo por otro. Me refiero a la adopción de medidas eficaces de regeneración democrática consensuadas entre los partidos. En casi todos los casos de corrupción que asoman se aprecia cómo las lealtades partidistas se ponen siempre por encima de las convicciones éticas, del mismo modo que todo proceso de reforma institucional, en vez de reforzar los contrapoderes tiende a hacerlos más permeables a los intereses de partido. La columna de hace 12 años la acababa reclamando un reseteo ético e institucional de nuestro sistema político, la urgencia de acceder a otra cultura cívica. Visto lo visto, ya no sé si seguir haciéndome ilusiones. Como bien dice Judith Shklar, “el dolor de la decepción política no viene del fracaso de los líderes, sino del descubrimiento de que uno creyó sinceramente”.
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