Una defensa (sí, una más) de los acuerdos de paz de Colombia
Por mucho que el ‘Wall Street Journal’ insista, los años más pacíficos en décadas fueron los que siguieron a la firma entre el Gobierno y las FARC


El 10 de junio pasado, el Wall Street Journal publicó un editorial tan deshonesto en su planteamiento, tan ligero en sus apreciaciones y tan mediocre en su escritura, que por un instante tuve la certeza de estar enfrentándome a una noticia falsa. El desafortunado redactor partía del atentado que días atrás había sufrido, en Bogotá, el candidato a la presidencia Miguel Uribe Turbay. Toda persona decente ha condenado sin matices este resurgimiento de violencias que creíamos olvidadas (aunque los indecentes de siempre salieron pronto a tratar de usarlo para ganar millas políticas), y algunos nos acordamos del largo inventario de atentados similares que han marcado la vida colombiana desde hace décadas: yo mismo hablé en este periódico del asesinato del Ministro de Justicia en 1984 y del uso de sicarios adolescentes y de la necesidad, tanto a la izquierda como a la derecha, de rebajar la retórica violenta que domina desde hace ya varios años la conversación pública. Sí, la historia de violencia política de Colombia es tremendamente compleja y bebe de muchos males endémicos, y algunos hemos dedicado miles de páginas a tratar de entenderla. Pero el Wall Street Journal no tiene dudas: el atentado es consecuencia de los acuerdos de paz de 2016.
Así es. En 2010, dice el editorial, Colombia estaba a punto de entrar en un futuro brillante: los ocho años del gobierno de Álvaro Uribe la habían convertido en un país donde los candidatos podían hacer campaña sin miedo. “El atentado del fin de semana muestra cuán frágiles son esas conquistas cuando no se tiene la voluntad política para protegerlas”, leemos entonces. “El desmoronamiento de la paz comenzó con el sucesor de Uribe, el presidente Juan Manuel Santos. Este negoció una amnistía para la infame cúpula guerrillera de las FARC. Las conversaciones se celebraron en La Habana y contaron con la bendición de la administración Obama. Santos lo llamó paz, pero fue más una rendición. Las empresas criminales no tardaron en ascender a nuevos jefes”. Aquí, después de un punto aparte, sigue el editorial hablando del gobierno de Petro, bajo el cual las condiciones de seguridad se han deteriorado más todavía. Ah, qué elocuente es ese punto aparte: qué impresionante es todo lo que allí se calla, y qué extraño talento debe tenerse para meter, en tan pocas palabras, tantas inexactitudes, tantas distorsiones, tantas omisiones malintencionadas.
Comencemos por esa paz que, según el Wall Street Journal, se desmoronó con Juan Manuel Santos. La idealización del gobierno de Uribe era moneda corriente en esos años —los que nos atrevíamos a disentir recibíamos los ataques de eso que llamamos la opinión pública—, pero es más exótica en nuestros días: ha sido mucho lo que se ha descubierto desde entonces. Con el tiempo hemos sabido que el gobierno de Uribe amedrentó a los periodistas críticos y espió a los jueces de la Corte Suprema de Justicia (y hay condenados por esos delitos), que compró a cambio de notarías los votos de dos congresistas corruptos para cambiar la Constitución en su propio beneficio y asegurar su reelección (y hay condenados por estos delitos) y que inventó un sistema de premios para los soldados bajo el cual se instaló en el Ejército colombiano una práctica perversa: el asesinato a sangre fría de jóvenes sin recursos para hacerlos pasar por guerrilleros muertos en combate. Los llamados falsos positivos fueron, junto con la repugnante práctica guerrillera del secuestro, uno de los símbolos más notorios de la degradación de la guerra.
Los acuerdos quisieron terminar con esa guerra larga y cruel que había producido, en su medio siglo de existencia, más de ocho millones de víctimas. No es cierto que Santos haya negociado una amnistía con las FARC: los acuerdos crearon un sistema de justicia transicional que no ofrece amnistía para los crímenes internacionales y que exige obligaciones de verdad y reparación para obtener ciertos beneficios, y, además, los ofrece a todos los actores de la guerra. Y no es cierto, sobre todo, que los acuerdos hayan implicado una rendición. Esta tiene que ser una de las mentiras más ridículas y pueriles que han sostenido siempre los enemigos del proceso de paz, y es ridículo también tener que rebatirla. ¿Cómo rebatir semejante frivolidad? ¿Recordando que las FARC entregaron más de 10.000 armas, que 13.000 guerrilleros se desmovilizaron y que el Gobierno siguiente a la firma de los acuerdos fue el de Iván Duque, puesto a dedo por Uribe con el encargo de sabotearlos? ¿De qué rendición habla el Wall Street Journal?
Es difícil saberlo. Y más difícil todavía es saber por qué no habla de otras cosas. Por qué se le olvida que Santos sometió los acuerdos a un plebiscito, por ejemplo, y que el uribismo emprendió entonces la más grotesca campaña de mentiras, desinformación y calumnias que se ha visto en la historia colombiana. Ocurrió en el mismo año 2016 en que Donald Trump llegó al poder y ganó el Brexit, ambos con grotescas campañas de mentiras. Sí, también en Colombia se usaron las redes sociales y las maravillosas innovaciones de Cambridge Analytica: para sostener, por ejemplo, que los acuerdos iban a eliminar la propiedad privada, o que usarían las pensiones de los colombianos para pagarle un sueldo a la guerrilla, o que los acuerdos incluían algo llamado ideología de género, de manera que aprobarlos —esto lo dijeron en voz alta varios líderes evangélicos— convertiría a nuestros hijos en homosexuales. Pasada la derrota de los acuerdos, el jefe de esa campaña explicó la estrategia de desinformación con una frase para la historia: “Queríamos que la gente saliera a votar berraca”. Es decir: enfadada, indignada, encolerizada. Pero nada de esto lo menciona el editorial del Wall Street Journal.
Lo más llamativo, sin embargo, es el silencio que mantiene sobre el Gobierno de Iván Duque: como si no hubiera sucedido. Claro: sostener que los acuerdos de paz son responsables del desastre que ahora vive Colombia es imposible si uno recuerda el rotundo fracaso del gobierno uribista de Duque, que saboteó los acuerdos, entorpeció a sabiendas partes importantes de su implementación y permitió que una fracción de los guerrilleros desmovilizados considerara más beneficioso volver a las armas. (Siempre he dicho que la decisión de traicionar la paz es responsabilidad de los traidores; pero la responsabilidad del Gobierno era cumplir lo acordado para que a nadie le pareciera preferible la traición.) En otras palabras: mi país vive hoy sumido en una violencia que no se veía desde hace años, pero sugerir que eso es culpa de los acuerdos es ignorar que los años más pacíficos o menos asesinos de lo que va del siglo fueron, justamente, los que siguieron al cese al fuego y a la firma del Teatro Colón.
Los acuerdos eran, y tal vez sigan siendo, una posibilidad de futuro. Pero los han saboteado los lamentables presidentes que han venido después: Duque, incapaz de estar a la altura del momento, demasiado flojo u obsecuente con el uribismo que les declaró a los acuerdos una guerra sin cuartel; y Petro, que los desatendió desde el principio con una extraña mezcla de megalomanía, incompetencia, desidia y rencor, mientras se embarcaba en el absurdo irresponsable de su famosa Paz Total. Así vamos los colombianos, cargando con nuestra propia incapacidad para construir sobre lo construido y viéndonos obligados, además, a lidiar con las falsedades o los sesgos de medios que creíamos más responsables.
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