Todo lo que amamos
Las ideas de libertad y progreso que me trajeron a Estados Unidos se resquebraja. Sin migrantes no hay “sueño americano”


Uno llega a Estados Unidos con la idea de un país que ha leído en libros y visto en películas que nos marcaron de por vida. Lo imaginamos como un lugar de contracultura, de movimientos sociales, de universidades vibrantes, de ciencia y de libertad. Un país donde uno podía vivir y pensar como quisiera. Fue ese sueño el que nos trajo a Nueva York a mí y a mi familia en el verano de 2018. Pero ese sueño empieza a resquebrajarse.
Hoy veo cómo se pretende desmantelar la idea de Estados Unidos como tierra de progreso y libertad. El país de la acogida, el país que atraía a artistas y científicos de todo el mundo, parece estar en retirada. Por supuesto, este país siempre tuvo su lado oscuro: la violencia, el racismo, la exclusión. Pero ahora siento que quieren demoler también lo que funcionaba: una economía ágil, universidades líderes, el sueño que compartimos tantos migrantes. Porque sin migrantes, no hay “sueño americano”.
Pocos días después de mudarme, descubrí que Philip Roth había vivido en el edificio de al lado durante 40 años. A menudo se sentaba en un banco del parque del Museo de Historia Natural, leyendo y escribiendo La conjura contra América, aquella novela en la que el aviador filonazi Charles Lindbergh derrota a Franklin D. Roosevelt y se convierte en presidente, instaurando un régimen autoritario. Me pregunto qué pensaría Roth de lo que pasa hoy. ¿No habrá ganado Lindbergh después de todo?
La hiperglobalización y la desgana —o quizá la excesiva confianza de los gobernantes— han puesto contra las cuerdas a esta gran potencia. Muchos lugares se vaciaron de fábricas y de esperanza. Aun así, las estadísticas decían que todo iba bien. Pero de poco sirve la riqueza si no se reparte y la vida de la gente se vuelve árida. La izquierda también tiene su parte de culpa: se refugió en los números y olvidó preguntarse si la vida de las personas seguía siendo digna, si conservaban la ilusión de un futuro mejor. Mientras tanto, las clases medias y trabajadoras se sintieron abandonadas. Ahogan su ansiedad en series y cachivaches. Dentro de esa ansiedad, algunos empezaron a pensar que quizás la vida era mejor en los años cincuenta del siglo pasado: fábricas, Cadillacs, motocicletas y beatniks. Sin recordar que entonces las mujeres estaban condenadas a ser amas de casa —basta leer La campana de cristal, de Sylvia Plath— y que las minorías apenas existían o sufrían exclusión y violencia.
No es solo la desinformación —que también—, sino la falta de expectativas vitales lo que nos quiebra. Si no tienes expectativas, te dejas seducir por quien te promete un futuro mejor, aunque después ese futuro sea un espejismo. El éxito de una democracia no depende solo de la gestión: necesita utopías.
En medio de todo esto, a veces me pregunto si mis hijos tendrán las mismas oportunidades que las de las élites. Ellos han crecido libres, rodeados de diversidad, y se mueven entre el euskera, el español y el inglés. ¿Se acabó todo esto?
El miércoles 5 de noviembre, al día siguiente de las elecciones, recibimos un correo de la escuela de mis hijos. Decía que, si éramos migrantes sin papeles, nos apoyarían y nos explicarían cómo actuar si las autoridades venían a buscarnos. No abrir la puerta, nos decían, y recordar que tenemos derechos. Ese correo fue un aviso de lo que vendría: la ofensiva contra los migrantes, pero también la respuesta organizada de la sociedad.
Porque Estados Unidos siempre ha tenido esas dos caras. En Nueva York está la fábrica del 8 de marzo y Stonewall, germen del movimiento queer global. Yo me quedo con ese lado de Estados Unidos: solidario, innovador, diverso y rebelde; el que busca revertir de manera imaginativa los roles establecidos; el que quiere que cada persona sea libre y tenga una vida digna.
A veces siento que esta respuesta tarda en llegar. Me pierdo en el torbellino de noticias, decretos y cambios de opinión. Pero hay que construir una alternativa plural, la más plural posible. Con gente que no crea en la exclusión ni en el odio ni en la masculinidad tóxica. Con gente que cuide del entorno natural. Con gente que se sienta parte de esta ciudad en la que se hablan más de 600 idiomas, una ciudad desde la que han surgido las ideas más valientes para avanzar como sociedad, sin dejar de ser comunidad.
Nueva York me ha dado la distancia necesaria para pensar, para escribir, para vivir. Vine aquí a aprender, a ser mejor escritor y mejor persona, a volver a empezar y a mirar la vida tal como es, y no como nos han enseñado a mirarla. Hay días en que me pregunto si lo que me trajo aquí se está resquebrajando. Pero también encuentro gestos de esperanza: en una librería de barrio, en un jardín comunitario, en una clase donde los niños aprenden a respetar las diferencias. Todo lo que amamos es frágil: la democracia, la libertad, las personas. Y precisamente por eso, hay que cuidarlo.
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