El Departamento de la Guerra con las palabras
Las ultraderechas empiezan a prescindir del eufemismo cuando desean agrupar a los suyos y dar miedo a los otros


Donald Trump carece de complejos. Alguien capaz de afirmar que no perdería votos si cometiese un asesinato en plena Quinta Avenida tampoco iba a arredrarse por una cuestión eufemística. Por eso anunció el 5 de septiembre el propósito de que su “Departamento de Defensa” se llame ahora “Departamento de la Guerra”.
Bueno, tampoco el “Departamento de Defensa” se había mostrado muy pacífico. Con ese nombre (que en 1949 reemplazó a “Establecimiento Nacional Militar”), Estados Unidos ya emprendió muchas invasiones. Entre las últimas, la de Granada, en las Antillas (1983), la de Panamá (1989, en la que soldados estadounidenses mataron al fotógrafo Juantxu Rodríguez, que trabajaba para EL PAÍS), la primera Guerra del Golfo (1990-1991, a fin de liberar a Kuwait de la invasión iraquí), la ocupación de Irak (2003-2011, en la que sus militares asesinaron al camarógrafo español José Couso, enviado para Tele 5)… Incluso, aunque con otros matices, la guerra de Vietnam (1955-1975). Y la de Afganistán, a cargo de las tropas norteamericanas y sus aliados (2001-2021).
Muchas guerras de Estados Unidos no han sido acciones defensivas sino ofensivas, porque su territorio no había sufrido una previa agresión militar de la que tuviera que protegerse (si bien cabría un margen para alegar lo contrario en el caso de Afganistán, por los atentados precedentes contra las Torres Gemelas y el Pentágono).
Así pues, el Departamento de Defensa ejerció largamente en toda su historia como departamento de ofensa. Cambiar el nombre ahora no alterará la esencia de sus peligros. Eso sí: quizá los aumente.
La tremenda voz “guerra” (del germánico werra), figura en el castellano desde sus albores; se introdujo, se adaptó y se adoptó en diversos idiomas (war en inglés, guerre en francés) seguramente por la expansión europea de los godos, y ocupó en las lenguas romances el valor del latín bellum, vocablo de sonido menos bélico, valga la paradoja, y menos aguerrido, valga el juego de palabras.
España tuvo un “Ministerio de la Guerra” en distintas fases de su historia, incluida la II República, pero estableció en 1977 el “Ministerio de Defensa”.
El léxico político y el lenguaje periodístico influido por él han venido evitando en los últimos decenios, y en todas partes, el término “guerra” cuando el emisor del mensaje pretendía quitar gravedad a lo que sucedía: “Acción militar”, “conflicto”, “solución de fuerza”, “ataque”, “enfrentamiento” y otros vocablos que ha analizado la catedrática Elena Gómez en su obra Caracterización lingüística de los sustitutos eufemísticos relacionados con el ámbito “guerra” (Universidad de León, 2006).
Después de todo eso, ¿por qué un presidente de Estados Unidos iba a prescindir ahora del eufemismo “Defensa” —establecido ya en decenas de ministerios de los cinco continentes—, para regresar a lo que constituía un disfemismo, es decir, lo contrario de un vocablo agradable? ¿Por qué le gusta a Trump una palabra frecuentemente proscrita por quienes emprenden una guerra?
Lo hace, y le gusta, porque un eufemismo tiende a endulzar, paliar, rebajar, esconder algo. Y Trump no busca eso, sino lo opuesto: dar miedo. Es decir, recuperar el pánico que producían aquellos guerreros godos en sus invasiones. No desea la biensonancia de un término que tranquiliza sino la malsonancia de una expresión que asusta. Porque no le interesa ser respetado, sino ser temido. ¿Seguirán su ejemplo otros políticos autoritarios que retan a la democracia? Quizá. Si ocurriese, tal tendencia se correspondería con la escalada amenazante de estos tiempos en los que vuelven a crecer los regímenes dictatoriales y los gobernantes despiadados. Y eso también aterra, porque las palabras de la violencia suelen preceder a la violencia.
¿Nos hallamos entonces ante el principio del fin de la era de los eufemismos en el lenguaje ultraderechista? Sí en algunos casos: por ejemplo, cuando sus portavoces necesiten una bravuconada contra unos supuestos enemigos, generalmente inventados. Pero los movimientos de extrema derecha, tan desacomplejados como Trump, no van a renunciar a la manipulación de las palabras cuando eso interese a sus propósitos. Entre nosotros, Vox ha extendido el siglónimo mena (menores extranjeros no acompañados), que evita la representación mental de un niño abandonado, a fin de deshumanizar así a los inmigrantes cuya expulsión se propone; y difunde la locución “violencia doméstica” para desactivar el concepto del machismo; y proclama unos “valores tradicionales”, con los que disfraza su intento de imponer una identidad única que desmonte nuestra sociedad pluricultural.
Las ultraderechas usarán eufemismos mientras necesiten vestir con piel de cordero algunas ideas; pero, y esto tal vez constituye una novedad, empiezan a acudir a los disfemismos (“motosierra”, “expulsión”, “guerra”, “endurecer”, “cadena perpetua”) cuando creen que sus votantes ya no temen esas palabras, cuando desean agrupar a los suyos para infundir el miedo en los otros. Así parece pretenderlo ahora Trump, quien va a promover, tristemente, el “Departamento de la Guerra” pese a que su país sea quizás el único en el mundo real que podía haber creado un Departamento de la Paz.
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