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Tribuna
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Trump no quiere la paz, quiere un premio Nobel

El presidente de EE UU tiene prisa por cerrar conflictos, eso sí, siempre con su propio objetivo, que no necesariamente es el de las partes implicadas

El presidente de EE UU, Donald Trump, muestra el acuerdo firmado en la Casa Blanca entre Armenia y Azerbaiyán, con su firma en la parte inferior del documento.

Donald Trump continúa inundando la zona. Cada día al menos hay una noticia de impacto procedente de la Casa Blanca. Estos días estivales están siendo especialmente prolíficos en este sentido. Aranceles, inmigración, lucha contra el narcotráfico y, por supuesto, Ucrania, Gaza, y ahora también, Azerbaiyán y Armenia. No hay nada dónde el presidente estadounidense no esté presente. Esta ya fue su estrategia durante su primer mandato, una estrategia que ahora agudiza todavía más.

En el caso de la política internacional, esto es especialmente significativo. La crisis de hegemonía por la que transita Estados Unidos quiere ser revertida a través del Make America Great Again (MAGA), que, en este ámbito, supone la reversión de la globalización neoliberal, un sistema que ya no da réditos suficientes al país en términos trumpianos. Aquellos que siguieron al imperio norteamericano hasta aquí ahora se encuentran en un serio problema; aquellos que hicieron su propio camino y aprovecharon las oportunidades que les brindaba el sistema de manera autónoma se sitúan ahora como rivales sistémicos y son percibidos como una amenaza; esto es, China. Es en este contexto más geopolítico dónde deben analizarse los distintos movimientos que está realizando Donald Trump. La política arancelaria es utilizada como instrumento de presión política que trasciende los tecnicismos con los que, en ocasiones, se analizan.

Del mismo modo, hay que leer el papel protagonista que está asumiendo la Casa Blanca en relación con los conflictos abiertos, especialmente en el caso de Gaza y de Ucrania, pero no solo, como hemos visto en el caso del acuerdo alcanzado entre Armenia y Azerbaiyán. Su objetivo en todos ellos no es ni mucho menos la defensa de los derechos humanos o alcanzar una paz justa. Las motivaciones de Trump tienen más que ver con su propio narcisismo. Quiere ser recordado como el mejor presidente de la nación, de una nación que volvió a ser poderosa. Y para ello apuesta por reafirmar la posición de superioridad de EE UU frente a sus socios (véase como está operando con la UE, Canadá o México) al tiempo que reconfigura un nuevo orden internacional, ya muy cuestionado, por cierto, antes de su llegada. Así, hacer negocios con los países del Golfo, abrir un resort en Gaza o la apertura de la denominada “Ruta de Trump para la Paz y la Prosperidad Internacional” antes conocida como corredor de Zanguezur y que, por supuesto, favorecerá a las energéticas amigas del propio Trump. Ya saben, si es bueno para él también lo es para EE UU.

Pero, además, Trump quiere ganar el premio Nobel de la Paz, algo que cada vez expresa de manera más explícita. Y esto no es solo producto de su propio narcisismo: también puede tener que ver con que Barack Obama lo consiguiera en 2009. Esto explicaría la razón de que líderes de todo pelaje le hagan la pelota con ese tema, desde Benjamín Netanyahu hasta el presidente azerí Ilham Alíyev.

Sea como fuere y partiendo de la base de que no existe una sola causa que explique la acción internacional del presidente, lo cierto es que Trump tiene prisa por cerrar conflictos, eso sí, siempre con su propio objetivo, algo que no necesariamente tiene que ver con el de las partes implicadas. Quizás el caso más evidente de esto sea el de Ucrania. Lo relevante en este caso es que el objetivo de Trump es terminar con la guerra, pero no para alcanzar eso que se ha denominado llama una “paz justa”, tampoco para evitar más víctimas ni para contentar a Putin. Sus objetivos nada tienen que ver con eso. Sus objetivos, una vez más, tienen que ver con la manera en la que EE UU y su propio bolsillo obtendrán beneficios de un alto el fuego o, en su caso, del fin de las hostilidades. Y esto es algo que muchos todavía no han llegado a entender. O quizás sí, pero continúan con una narrativa que favorece también a su propia estrategia e intereses; este es el caso de los líderes europeos.

La cumbre entre Trump y Putin dejará aún más expuesta la irrelevancia de algunos actores en la resolución de esta guerra: no solo Ucrania, utilizada como campo de batalla de otros intereses, sino también los propios países europeos. Y, por supuesto, la UE, que ha dejado más que patente su subalternidad a Washington en varios episodios durante los últimos meses. En esta reunión pueden pasar dos cosas: la primera que haya acuerdo, la segunda que no lo haya. Lo que vayan a decir al respecto los europeos y el propio Zelenski será testimonial. Aún es más, en el caso de acuerdo, los líderes europeos se verán obligados a cubrir las garantías de seguridad, lo cual les hará aún más dependientes de EE UU. Jugada perfecta.

A la espera de lo que suceda el viernes en Alaska, lo que sí se puede ir avanzando es que la hoja de ruta de Trump continúa sin mayores obstáculos. Quizás no le salga bien a medio plazo, pero en el corto va ganando la partida. Y, si le sale bien, igual hasta gana el Nobel.

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