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Tadej Pogacar gana el Tour de Francia de la madurez

La transformación mental, la madurez y el cansancio físico final marcan la cuarta victoria del esloveno, de 26 años, en la ‘grande boucle’

Tadej Pogacar recibe el trofeo de ganador del Tour de Frnacia este domingo.
Carlos Arribas

Como Euriclea ciega que reconoce a Ulises palpando las cicatrices de un cuerpo que su memoria de nodriza nuca olvidará, así, con los ojos cerrados, es capaz Joseba Elguezabal de reconocer cada centímetro de la piel y los músculos, los pliegues secretos, de Tadej Pogacar, tantas veces sus manos de masajista han recorrido el cuerpo del mejor ciclista del mundo. Y no necesita ni oírle casi para saber lo que piensa, para conocer lo que le preocupa, para anticipar sus reflexiones y no sorprenderse de la madurez casi sobrevenida, un cierto abandono de la despreocupación adolescente que tan bien ligaba con su cutis de niño, barbilampiño y esa naricita, las pestañas transparentes, y la mirada que así parecía, translúcida, esos ojos, y se ha hecho profunda como un lago en el que por amor alguien se arrojaría hasta ahogarse, que ha experimentado el esloveno a los 26 años, como un golpe, de un día para otro, camino de la victoria de su cuarto Tour.

Es un itinerario de increíble dominio físico acompañado de palabras, de meditaciones, que traslucen una transformación mental. El camino, 3.300 kilómetros, menos de 80 horas, tres semanas, comienza en la Ópera de Lille el primer viernes de julio. Antes de su primera conferencia de prensa, como el niño gamberro que todos piensan que es en realidad, con una sonrisita de malote, desde el estrado saca una foto con el móvil de todos los periodistas que esperan para torturarle. “Nice picture”, dice, y se ríe. La prensa, afirma su gente, le agobia. Él, aun así, la alimenta: “Estoy deseando volver a pelear con Jonas [Vingegaard, que le ha ganado dos Tours y al que ha derrotado en otros dos]. Va a ser un mes espectacular. Voy a luchar contra el que quizás sea el mejor escalador del mundo. No quizás, el mejor”.

El Pogacar de siempre haciendo lo que hace siempre, el jovencito que solo teme una cosa en la vida, no ganar. Y cuando en la cuarta etapa, en Ruán, los campos de fresas de Anquetil a orillas del Sena que se hace océano, consigue la victoria número 100 de su carrera, la comenta en la sala de prensa como podría haber comentado las 99 anteriores, con las palabras del héroe manga que encuentra alimento en la emoción, la adrenalina, el miedo. “Con tan buenos ciclistas en un final así, siempre estás nervioso por lo que pueda pasar”, dice; “te devora la adrenalina, la emoción pura de la carrera. Eso es lo que disfruto”.

Luego, de repente, todo cambia. Se acaban las etapas de boxeo. Las nueve primeras. De repechos y de ataques. Las clásicas convertidas en etapas en las que se golpea y goza sin piedad con Mathieu van der Poel, su otro yo, el chaval que quizás él mismo habría sido si hubiera nacido en la Holanda en la que se respira el ciclismo y no en la Komenda de la alpina Eslovenia, y su alma balcánica, en la que la bici es cosa de frikis. Llegan los Pirineos y el primer día sentencia el Tour casi sin querer, sin esperarlo siquiera. Todo comienza con una broma.

Al pie de Hautacam, el belga Tim Wellens, la exuberancia y el derroche inagotable hechos maillot negro, amarillo, bromea con Pogacar, su jefe. “¿Y si hacemos lo que hicimos en la Dauphiné, cuando te lanzamos y atacas desde abajo?”, pregunta con un tono de voz sin matiz de ironía. Los que le conocen saben que las mayores bobadas de Wellens las pronuncia como si fueran las cosas más serias, más importantes, del mundo. Es uno de los puntales del clan Pogacar, el grupo de amigos que hacen equipo y grupo, junto a João Almeida, al que tanto echa de menos cuando el portugués llamado a ser tercero en el podio abandona con una costilla rota, y el ruso francés Pavel Sivakov, y a ellos se suma Jhonny Narváez, el ecuatoriano despreciado casi por el Ineos que ha encontrado una nueva esperanza en el espacio Tadej. Narváez no distingue bien aún cuando Wellens bromea y se toma en serio su plan. Y sin preguntar a nadie , esprinta al pie de la primera gran subida del Tour para lanzar a su jefe. Pogacar, sorprendido, le grita por el pinganillo, ¿adónde vas, loco? Pero, cuentan desde el equipo, el pinganillo no funciona. Narváez sigue acelerando. Pogacar se ve obligado a seguirle, y, así, como sin quererlo, pura serendipia, como se dice ahora, Pogacar descubre que justo ese es un mal día de Vingegaard, que intenta seguirle y muere en el intento. Pierde 2m 14s, que sumados al 1m 21s del quinto día en la contrarreloj de Caen, y a los 36s el día siguiente en la cronoescalada de Peyragudes, sentencian la carrera. El adolescente Pogacar, vivo por pocas horas, repite sus convicciones de caníbal en el viejo Peyresourde, tras su cuarta victoria de etapa, pero ya se trasluce un clic: “No estoy aquí para hacer enemigos, pero voy a por todas. No me puedo echar atrás si tengo la oportunidad de ganar una etapa, porque es el Tour de Francia y nunca sabes cuándo será tu último día en la carrera. Lo diré con toda sinceridad: el equipo me paga para ganar, no para regalar”.

“No puedes decir que no a una etapa del Tour. Y al final, cuando termine mi carrera, probablemente no hablaré con el 99 % del pelotón. Solo estaré con mis amigos íntimos y mi familia”, añade.

Con el Tour ganado, Pogacar descubre, quizás sorprendiéndose a sí mismo, el miedo a perderlo. Una sensación de viejo, no de adolescente.

El esloveno siente el miedo en la cima del Tourmalet, dos días después, en medio de la misma niebla que a Titta, el abuelo de Amarcord, le desorienta y pierde en la puerta de su casa en su Rimini una mañana súbita. “En un momento dado, me asusté bastante al bajar del Tourmalet. Solo veía a Sivakov envuelto en niebla blanca. Ni siquiera veía la carretera”, dice. La prudencia responde al miedo. El UAE deja ganar la etapa más lejos, en Superbagnères, al holandés Thymen Arensman, heredero en las montañas del gran Peter Winnen. “¿Qué sentido tiene todo?”, se pregunta. “Empecé a montar en bicicleta cuando tenía ocho o nueve años y mi vida creció en torno a la bicicleta. Encontré a mis mejores amigos en la bicicleta. Encontré a mi novia, mi prometida, con la bicicleta. La respuesta es que hay que disfrutar del momento, disfrutar de las pequeñas cosas, no solo de las victorias. Ganas y la gente ya empieza a pensar en la próxima victoria”.

La confesión se completa una semana más tarde, después de la temida y decepcionante col de La Loze, tres días antes del fin. “He llegado a un punto en el que me pregunto por qué sigo aquí…”, piensa en voz alta. “Son tres semanas muy largas. Ya solo cuento los kilómetros que faltan para llegar a París y poder hacer otras cosas chulas con mi vida”.

El Tadej Pogacar versión Tour 25, tan a la vista de todos sus acciones, tan hablador todos los días, tan introspectivo en sus respuestas, y revelador, es un misterio. Acostumbrados a la planicie agresiva de Lance Armstrong, al mal humor de Bradley Wiggins, a la simpleza de Chris Froome, a la melancolía de Jonas Vingegaard, a las frases hechas de Mathieu van der Poel, campeones sin más dobleces que cualquier otro deportista, en la sala de prensa, los periodistas del Tour discuten sobre elaboradas tesis hermosas y complejas para interpretar las frases como mensajes del más allá surgidas de la boca del esloveno los últimos días. Un francés, seguramente el más listo de su clase en el instituto, propone que Pogacar es tan superior a los demás que, como los niños superdotados que cazan a la primera un problema de matemáticas que ni su profesor entiende, la clase se le hace imposible de aburrida, y pide algo más: un corredor con mentalidad de clásicas que es el mejor en carreras de tres semanas, y corre las 21 etapas como si fueran 21 clásicas, y se cansa. Hay quien ha leído revistas científicas y avanza que el envejecimiento procede siempre así, a golpes de edad y de coco, no como una evolución progresiva, uno se levanta un día, se mira en el espejo y dice, hostis, qué viejo soy, y eso fue su Tourmalet.

Elguezabal le toca, le siente, y encuentra la respuesta en su cuerpo: la madurez y el cansancio mental son meramente respuestas fisiológicas al cansancio físico. “Pero no le cansan las tres semanas, sino toda la preparación para la temporada de clásicas, muy estresante, la preparación y la competición, tanto tiempo en altura… Después de la Lieja, a finales de abril, solo estuvo una semana en casa. Después, subió a Sierra Nevada todo mayo salvo el fin de semana del GP de Montecarlo de F1, porque quería ir a ver a su amigo Carlos Sainz”, explica. “Y la segunda quincena de junio, en Isola 2000”.

En el UAE explican que su rendimiento ha mantenido niveles similares en el Tour este año y el pasado. La diferencia han sido los ritmos medios que se han llevado durante todas las etapas, con diablos como el irlandés Ben Healy, elegido el más combativo del Tour, Quinn Simmons o Mathieu van der Poel destruyendo las etapas de transición. Quizás los puertos no se han subido tan rápido como el año pasado, pero ha sido por haber ido toda la etapa a un ritmo medio mucho más alto en un Tour de velocidad media récord. Y al final queda menos gas.

El gas es el espíritu del ciclista, la energía, y tan poco le sobra después de un cuarto Tour con el que iguala a Chris Froome, a uno del Gotha de Anquetil, Merckx, Hinault e Indurain, que seguramente el miércoles su equipo anunciará que el ciclista se va unos días de vacaciones, y que Vingegaard tendrá que esperar otro año para buscar revancha en la Vuelta.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.
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