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El Tour de Francia bosteza hacia su final en París

Pogacar y Vingegaard desdeñan pelear por la victoria en La Plagne, donde se impone el holandés Thymen Arensman, el héroe de los Pirineos

Tour de Francia
Carlos Arribas

Como el novelista que ve crecer la pila de folios escritos sobre su mesa y ya demasiado tarde se da cuenta de que su héroe desganado bosteza de aburrimiento y de que poco más le queda por contar que sustente la atención del lector más devoto, y la novela que comenzó épica, continuó aventurera, siguió manga ágil, le está quedando una novel tostón, así el Tour, que urgido por un deseo de acabar cuanto antes, acelera hacia París, ya en dos días, acortando kilómetros de la áspera Saboya y soplándole puertos a sus etapas.

Se alegra Tadej Pogacar –un primera y 36 kilómetros menos que descontar—, y lo celebra con unos destellos pálidos de su maillot amarillo, y culotte, en los charcos del asfalto viejo, y los lunares de Vingegaard siempre a su rueda, y se deprime más aún la fuente de valor popular de la carrera, su raigambre con los pueblos pequeños y sus campesinos, a la que niega la luz de su foco. Como en los pueblos de las laderas del col de Saisies, magníficos prados siempre verdes a más de 1.000m de altura, han debido sacrificar a cabañas enteras de vacas lecheras por una enfermedad contagiosa, el Tour ha suprimido la subida a uno de los puertos clásicos en la ruta hacia el espejo del lago de Cormet de Roselend por el col du Pré, dejando en menos de 100 kilómetros el día grande de La Plagne, donde sufrió Perico y resucitó Roche con una botella de oxígeno en el Tour del 87; donde Indurain sentenció su quinto Tour.

Donde, bajo el diluvio alpino Thymen Arensman, el holandés que se le apareció a Pogacar en la niebla del Tourmalet, se aprovecha de la desidia creciente del esloveno –por primera vez en su vida, quizás, renuncia al impulso de esprintar y atacar, qué control, por conseguir una victoria que tiene a tiro, y ni siquiera le disputa a Vingegaard, como es su obligación, el orgullo de cruzar la meta delante de él-- y del conformismo derrotado de Vingegaard para lograr su segunda victoria de etapa.

El holandés de las montañas, de los Pirineos y de los Alpes, da oxígeno a su Ineos, roto con la caída de Carlos Rodríguez y la memoria permanente de las andanzas de uno de sus masajistas en los bajos fondos del dopaje, en el entonces mítico Sky, el cielo es el límite, en el gran año de Bradley Wiggins, 2012.

Los héroes están cansados de serlo, quizás. Los mocos que se limpia discretamente rozando la nariz en su hombro amarillo Pogacar puede ser simplemente el síntoma físico de una crisis interior que ha contagiado a Vingegaard, como si los viejos duelistas no soportaran más su papel ascendiendo puertos antes inabordables, solo dominados entonces con chepazos, tesón y olvido, en bicicletas aerodinámicas de llano, ruedas gordas, la tecnología de la velocidad, no de la hazaña. Ha envejecido años en días, y solo quiere que todo acabe. “Iba contando los kilómetros al final”, confiesa Pogacar, abrigado como un esquiador en invierno, forro, gorro, y mirada lánguida. Tanta desconexión con el ardor de las cunetas . “Estoy cansado. Todo el Tour me han estado atacando por todos los lados. Contaba los kilómetros porque iba a mi ritmo y esperaba que nadie me atacara por detrás, y eso es todo, a veces solo cuentas los kilómetros que faltan para la meta”.

“Por respeto al dolor de los campesinos”, justifica el Tour el robo del col de Saisies, quizás temiendo que a su paso protestaran justamente ganaderos y lecheros tristes como padres que pierden sus hijos y cabreados como colectivo maltratado por el Estado. Todo para disfrute de los cada vez más invitados VIPS a sus caravanas, a los que evita la visión de imágenes desagradables. Todo por el Tour, cada vez más esclavo de su versión show business sometida al greenwashing de las petroleras y sus relaciones públicas.

Al esnobismo de los modernos de cada época, el ciclismo siempre le enfrenta sus pulsiones antiguas, tan humanas como el orgullo y el honor que mueve a Primoz Roglic, prácticamente invisible todo el Tour. El viejo Roglic, de 35 años, ha leído que su RedBull ya ha fichado a Remco Evenepoel, y ve todos los días creciendo a su pupilo alemán Florian Lipowitz de blanco. Se escapa 70 kilómetros, el durísimo Pré, el hermoso Cormet, los descensos a su estilo de saltador de trampolín. Es un último paseo de despedida, casi. Solo en cabeza de pelotón el belga de Pogacar Tim Wellens, mantiene la distancia y le supera y aún aguanta hasta el pie de La Plagne en la que Fignon casi acabado le ganó un esprint tonto a Anselmo Fuerte 87 y en la tribuna le aplaudió Alain Delon. El ciclismo antiguo habla también de sufrimiento en peleas que para muchos son indiferentes y para el ciclista son la vida, contra los rivales, contra sus deseos de dejarlo todo, la soledad de Vauquelin defendiendo ser séptimo ante la desolación de las cunetas. El ataque de Pogacar en el minuto 12 de los 50 que duran los 19,1 kilómetros de la ascensión. La respuesta de Vingegaard. La contra de Arensman. El cruce de miradas del primero y el segundo. ¿Le dejamos? OK. Pogacar en cabeza. A rueda, reata de mulos, el segundo, el tercero, el cuarto de la general. ¿París? El domingo ya.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.
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