¿Una campaña presidencial fúnebre y escatológica?
El discurso generado a raíz de la muerte de Miguel Uribe propone una falsa disputa de “ciudadanos de bien” contra terroristas y delincuentes, que crea un escenario más violento y polarizado
El discurso de Miguel Uribe Londoño, rememorando el fardo de violencia que ha llevado a cuestas por los brutales asesinatos de su esposa Diana Turbay [1] hace 34 años y ahora de su hijo Miguel, ha marcado el comienzo de una campaña presidencial fúnebre y escatológica. Una campaña que no debe ni puede discurrir bajo el nefasto signo de una división insalvable entre dos bandos irreconciliables de colombianos. El bando de la derecha, partidario de la vida, que levanta la bandera de la seguridad, contra el bando de la izquierda, supuestamente el único responsable de la violencia, el crimen, la muerte y la inseguridad. Una simplificación maniqueísta y peligrosa de nuestra compleja realidad que, en lugar de permitirnos la superación en las urnas de nuestros principales conflictos sociales, nos puede arrastrar a más solemnes cortejos fúnebres en nuestras ciudades y a miles de fosas comunes anónimas en nuestros campos. Así continuaríamos profundizando, hasta en la muerte, una inadmisible distinción y división en el valor de las vidas y la dignidad de quienes son asesinados por defender sus convicciones políticas e intereses sociales. Pues junto a Miguel Uribe Turbay han sido asesinados 89 líderes y lideresas sociales durante este semestre, según reporte de la Defensoría Nacional de Derechos Humanos[2]. Semejante número de asesinatos hace del magnicidio una vergüenza nacional, más que un duelo personal, por destacada y sobresaliente que sea la figura del político asesinado. Los 89 líderes asesinados son un magnicidio social, son pérdidas irreparables para las comunidades donde ejercían su liderazgo y dejan sufrimientos insuperables para sus familias. Bien lo expresó María Claudia Tarazona, viuda de Uribe Turbay: “Romper una familia, quitarle a un padre su hijo; a una esposa, su esposo; a unos hijos, un padre, es el acto de maldad más grande que pueda existir”.
Pero mientras Claudia Tarazona se empeña en promover ese mensaje de “unidad, paz y amor” en honor a la memoria de Miguel Uribe, su mentor político, el expresidente Álvaro Uribe hace todo lo contrario. Pretende convertir a Miguel en una bandera más de su causa bélica, con trinos que destilan no solo un rencor insuperable contra el expresidente Juan Manuel Santos: “No sea hipócrita que Ud. le devolvió el narcotráfico y el poder de asesinar a los criminales. No llore por Miguel que Ud. tiene bastante culpa”, sino que incluso lo incrimina como corresponsable de su asesinato. Con mensajes así el expresidente Uribe contribuye a perpetuar “la maldad más grande que pueda existir”, pues mañana algún cruzado fanático podría disparar con la mejor buena conciencia contra quienes supuestamente le devolvieron el poder al narcotráfico y a criminales asesinos.
Y pensar que el autor de semejante mensaje de odio hace apenas unas semanas estuvo reunido con Humberto de la Calle, responsable de ese Acuerdo de Paz, conversando sobre el futuro de Colombia y la necesidad del diálogo para superar la actual violenta encrucijada política. Con toda la razón De la Calle le ha respondido a Uribe en tono enérgico y lúcido: “No más. No más, carajo, no más. O sea que queremos destruirnos como sociedad? O sea que deseamos que el odio sea nuestra canción de cuna? No señor Uribe. No puede condenar a un expresidente porque asiste silencioso a las honras fúnebres de un joven político”[3]
Precisamente para impedir que esa maldad se tome las próximas campañas electorales debemos contrarrestar y evitar tres grandes riesgos: 1. La polarización social exacerbada por el odio, los prejuicios y la venganza. 2. La manipulación interesada y sesgada del pasado, y 3. El miedo que lleva a la justificación de la violencia y el crimen, invocando para ello grandes palabras como “democracia”, “seguridad” y “justicia”. Riesgos que se propalan, consciente o inconscientemente, por las redes sociales y también por las versiones superficiales de numerosos medios de comunicación y periodistas sobre la violencia narcoterrorista de finales de la década de los ochenta y principios de los noventa, que pregonan su eterno retorno, cuando son violencias y coyunturas incomparables.
Violencias y coyunturas incomparables
En ese entonces asistimos al asesinato de tres candidatos presidenciales: Luis Carlos Galán (18 agosto 1989), Bernardo Jaramillo Ossa (22 de marzo de 1990) y Carlos Pizarro (26 de abril de 1990). A manos de la violencia ubicua de los extraditables que estallaba bombas en cualquier lugar, pero también de la selectiva de secuestros contra candidatos como Andrés Pastrana, a la alcaldía de Bogotá, y personalidades de la élite política y social, siendo precisamente Diana Turbay una de sus víctimas, junto al procurador general de entonces, Carlos Mauro Hoyos.
Esa narcoviolencia, además, se ensañó mortalmente contra miles de policías y numerosos funcionarios judiciales. Era una violencia cuyo origen y actor estaba plenamente identificado, Pablo Escobar y los llamados extraditables, así como su finalidad, la eliminación del Tratado de extradición. Una violencia narcoterrorista de tal magnitud que, ante la impotencia judicial y militar del Estado, coronó su objetivo en la misma Constitución Política en el artículo 35, prohibiendo la “extradición de colombianos por nacimiento”. Por eso carece de sentido hablar del eterno retorno de esa violencia en la actualidad, pues sus principales actores hoy son varios grupos criminales enfrentados entre sí, que no esgrimen objetivos políticos claros contra el Estado más allá del control de mercados y rentas ilegales, para lo cual precisan desestabilizar el gobierno y contener de esta forma su persecución y eventual desmantelamiento.
De allí que se especule sobre la autoría intelectual del crimen de Miguel Uribe Turbay, sin aportar pruebas precisas, sindicando desde la Nueva Marquetalia de Iván Márquez, pasando por las disidencias de Mordisco hasta llegar al ELN. Mucho menos cabe comparar este entramado sangriento, más difuso y complejo que el de Escobar, para desatar un miedo incontenible e irracional que lleva a buscar chivos expiatorios con finalidades políticas y electorales, como lo insinúa en su discurso Uribe Londoño: “Esta guerra tiene culpables y responsables. Lo sabemos. No tenemos ninguna duda de dónde viene la violencia. No tenemos duda de quién la promueve. No tenemos duda de quién la permite. Tenemos que plantar cara a esto”. Sindicación que se hace eco del discurso enviado por el expresidente Álvaro Uribe al afirmar: “Nosotros no decimos quién tiene derecho a vivir. Nosotros reclamamos la protección de la vida de todos los colombianos”, imperativo que lamentablemente ignoró en el caso de miles de ejecuciones extrajudiciales, “falsos positivos”, consecuencia de su llamada política de “seguridad democrática”, que también cobró la vida del profesor Alfredo Correa de Andreis[4], crimen por el cual fue condenado Jorge Noguera, ese “buen muchacho”, entonces director del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), adscrito a la Presidencia de la República.

Pero su mensaje político y polarizador va más allá, pues anuncia una estrategia escatológica de la campaña presidencial del Centro Democrático que pretende convertir a Miguel Uribe Turbay desde el más allá en el artífice de su eventual triunfo: “Miguel estaba espiritualmente preparado para ejercer la Presidencia de la República con decoro, con nobleza en la acción y en la palabra”. En lugar de permitirle descansar en paz, el rostro de Miguel estará presente, como un alter ego de Álvaro Uribe, en paredes, mítines y pasacalles de toda la nación. Así aconteció con Luis Carlos Galán, cuyo legado terminó siendo dilapidado y traicionado por César Gaviria Trujillo, creador de las CONVIVIR y complaciente con el surgimiento de monstruos como los PEPES [5], germen de las AUC, hidra insaciable de sangre y masacres en campos y ciudades.
Contra la polarización escatológica
De esta forma se va creando un escenario de polarización y radicalización social que llevará a muchos a tomar partido sin ser conscientes de la manipulación de la que están siendo víctimas. Para contrarrestar esa vorágine de discursos, noticias, comentarios y versiones de analistas sensacionalistas se precisa más responsabilidad, rigor analítico y pluralismo informativo en los medios de comunicación masivos. Pero sobre todo mucha deliberación ciudadana para no quedar atrapados en las mentiras sectarias y las estratagemas electorales de las redes sociales y la IA, que todos los candidatos y candidatas desplegarán. De lo contrario, vamos a contribuir a que la política derive una vez más en una mortal cruzada de “buenos ciudadanos” que confunden la paz con la seguridad exclusiva de sus vidas y propiedades y delegan en terceros uniformados o camuflados su protección y tranquilidad, sin importar mucho los medios que utilicen para ello.
Lo grave es que esa seguridad paranoica suele ser efímera, cuando más dura un período presidencial, pues descansa sobre la violencia y el miedo y a la postre termina devolviéndose contra sus gestores y estrategas, pues los convierte en rehenes de la misma, cuando no en cómplices de sus excesos criminales. Claramente lo expresó el candidato Uribe Vélez en el punto 33 de su Manifiesto Democrático, en desarrollo de su primera campaña electoral en el 2002: “Cualquier acto de violencia por razones políticas o ideológicas es terrorismo. También es terrorismo la defensa violenta del orden estatal”. Así las cosas, para tener una seguridad estable y duradera, que sirva de fundamento a la paz y la convivencia social, más vale atender el siguiente mensaje de la doctrina social de la iglesia: “La seguridad de los ricos es la tranquilidad de los pobres”. Una tranquilidad cuya matriz es la justicia social que proporciona trabajo, pan, salud, vivienda y educación. Esa equidad genera la seguridad vital de la justicia social, no la seguridad letal de la desigualdad social, que cada día demandará más armas, cámaras y profesionales de la violencia para mayor prosperidad y tranquilidad de unos cuantos y contener así inevitables estallidos sociales. Es lo que está en juego en las próximas elecciones, más allá de la mentirosa disputa entre “ciudadanos de bien” contra terroristas y delincuentes; de la derecha contra la izquierda o, peor aún, de la vida contra la muerte, pues en tal caso de nada nos servirán las urnas. Todo lo contrario, al depositar rabiosa y emocionalmente nuestros votos en ellas para cobrar revancha, continuaremos siendo responsables de abrir más tumbas en nombre de la “democracia” y esta “estabilidad institucional” necropolítica, generadora de continuos magnicidios sociales.
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