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Iglesia católica
Columna
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Marcha del silencio, Iglesia y confianza

Colombia puede tener un poco de esperanza si las cabezas de las entidades más importantes del Estado se empiezan a tratar con respeto tras el almuerzo convocado por el cardenal Rueda

Marcha del silencio, el 15 de junio de 2025.

En Colombia no siempre hay tiempo de procesar y entender el vértigo político. Los últimos días han estado marcados por hechos de impacto que profundizan la inmensa grieta abierta entre sectores que se rechazan. Muchas palabras, muchos gestos y pocos cambios. Ni la marcha del silencio, a pesar del inmenso significado político que tiene, unió como dicen algunos, ni la violencia sale de la política como se reclama. La desconfianza mutua es hoy el común denominador entre los sectores enfrentados. Por eso la importancia de la convocatoria de la Iglesia católica que, una vez más, juega por la paz en un país marcado por la violencia.

Al término del encuentro en el que participaron el presidente Gustavo Petro, el presidente del Congreso Efraín Cepeda, la defensora del pueblo Iris Marín, el procurador Gregorio Eljach y demás representantes de altas entidades del Estado, el presidente de la Conferencia episcopal monseñor Francisco Javier Múnera dijo que quedaron “gratamente sorprendidos porque ha sido un clima de mucho respeto”. Los asistentes firmaron una declaración en la cual llaman a “desarmar y armonizar” la palabra y se solidarizan con la familia de Miguel Uribe Turbay y demás familias afectadas por la violencia.

A pesar de todos sus pecados, que son muy graves y no son pocos, la Iglesia católica sigue teniendo una dosis de confianza entre los actores políticos y en una inmensa mayoría de ciudadanos que se declaran creyentes. Colombia es un Estado laico. Sin embargo, la influencia de la iglesia católica es inmensa. Se le debe reconocer que ha estado presente en los lugares más golpeados por el conflicto atendiendo a las víctimas y a las comunidades más vulnerables. Tal vez por eso sigue siendo una institución que surge como alternativa para tramitar desacuerdos. Sus delegados han estado presentes en muchos esfuerzos de paz y varios de sus miembros han sido asesinados por enfrentar a los violentos. Por eso no es extraño que los altos funcionarios del Estado acudan a su llamado.

No es que exista una sola mirada dentro de la iglesia. También dentro de ella se cocinan las diferencias ideológicas al punto que no son pocos los sacerdotes que han hecho parte de las filas guerrilleras. No obstante, como parte de una entidad que está, más allá de la fe, en el ADN cultural en un país católico, la Iglesia puede tener esa capacidad de convocar y propiciar diálogos y encuentros.

Monseñor Luis José Rueda Aparicio, cardenal primado de Colombia, dijo que con la invitación hecha a las cabezas de los poderes públicos en Colombia se buscaba sembrar semillas de esperanza y de confianza. No es poco porque para funcionar las sociedades necesitan pactos de confianza. Es lo primero que debe existir entre las personas y las instituciones. Confiar para poder salir a la calle, para comer lo que otro prepara, para que alguien nos transporte, para que un médico nos atienda y nos ayude a sanar… confiar para vivir porque dependemos de los demás, aunque no lo tengamos presente en el día a día. Los humanos no sobrevivimos en aislamiento, nos necesitamos y confiar en el otro es imprescindible.

Pasa lo mismo con las instituciones: debemos confiar en la policía que nos cuida, en el juez que dirime conflicto, en los funcionarios que deben atender y resolver los problemas, en la prensa que nos cuenta lo que pasa, en los gobiernos que conducen los procesos colectivos. La confianza es la base sobre la cual se construye eso que llaman el tejido social. Es eso lo que se ha quebrado en muchos sentidos por la violencia recurrente que deja sembrados odios y deseos de venganza y por la debilidad de unos liderazgos que no construyen, que buscan su propio beneficio y contribuyen a socavar esa necesaria confianza.

La marcha del silencio que fue multitudinaria y representa a un importante sector del país, también es un hecho político importante. Desde las calles miles de personas reclamaron el cese de la violencia y también protestaron contra el Gobierno del presidente Petro, quien debería escuchar lo que se dijo en la calle. Que se acabe la violencia, pidieron los manifestantes en silencio y a los gritos también. Es un deseo compartido por la mayoría, en abstracto. Sin embargo, no se hace real ese deseo porque muchos derivan grandes beneficios de la violencia y porque la lógica del miedo y la rabia no permite ver a los demás como humanos merecedores de respeto.

Es por ese quiebre de confianza entre líderes y también entre los ciudadanos, que resulta hoy imposible hablar de proyectos comunes de país. No se trata de buscar la unanimidad que quieren los autócratas porque la democracia se alimenta de la diferencia. No se trata de silenciar debates, imprescindibles en la sociedad. Se trata de ponernos de acuerdo en un punto, uno solo: no usar violencia para dirimir las diferencias ni para hacer política. Con eso bastaría. Colombia ha transitado por múltiples procesos de paz, ha desarmado a miles de miembros de grupos ilegales en ese camino y otros miles han cambiado de brazalete. Es ahora necesario que se sienten los enemigos políticos que hacen tanto o más daño que los armados porque justifican los muertos y se paran sobre ellos para hacer carrera y ganar elecciones.

Con su convocatoria a las cabezas de los poderes públicos en Colombia la Iglesia logró que todos se comprometieran a “escucharnos y respetarnos”. El país no va a superar las diferencias, ni es deseable que lo haga. El país no va a superar la violencia, y eso sí que lo necesitamos. El momento sigue siendo crítico en materia política, no se ve un liderazgo que genere confianza más allá de su feudo, la campaña seguirá moviéndose sobre odio y desconfianza. No hay un momento constituyente como lo hubo en 1991. El péndulo político se seguirá moviendo al calor de la violencia, pero si después del almuerzo convocado por la iglesia se logra que las cabezas de las entidades más importantes del Estado se traten con respeto, así no se logre la confianza, habrá por lo menos una muy leve luz de esperanza.

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