Problema ejecutivo
Si no cuestionamos cómo monopolizan los grandes partidos el poder Ejecutivo, tendremos populismo


El caso Montoro demuestra que nuestro problema no es el Gobierno socialista ni el popular, sino el ejecutivo nacional. Es demasiado permeable a intereses económicos particulares. Ya sean unas empresas gasistas o constructoras. El relato es idéntico: se produce un acercamiento entre responsables de empresas y políticos y, a cambio de dinero, los segundos toman decisiones a favor de los primeros, en perjuicio de toda la sociedad. Cambia el color político, pero no la naturaleza del trueque. Y lo que no se altera es que en todos los casos hay personas que alzan la voz en contra y son silenciadas: los y las funcionarias independientes. Detrás de cada villano hay un héroe que, si hubiera podido dar la señal de alarma, nos habríamos ahorrado el disgusto.
El problema es tan sencillo de ver que nadie quiere verlo. Y es que va en contra de las dos grandes narrativas de la España contemporánea. La primera es que nuestro partido es moralmente superior al adversario, con lo que no podemos, bajo ningún concepto, tratarlos en pie de igualdad. Nosotros tenemos alguna manzana podrida. Ellos, todo el cesto. Lo suyo es corrupción endémica, premium. El segundo relato es que, si criticamos la cultura okupa de nuestros partidos, que colonizan toda institución que tocan, “fomentamos la antipolítica” y “abrimos la puerta a los antisistema”.
Es más bien al revés. Si no cuestionamos seriamente cómo los grandes partidos usurpan de forma monopolista el poder Ejecutivo, seremos pasto de un populismo antidemocrático. Es el camino que siguió la gran nación europea a la que más nos parecemos, Italia, y que, durante las décadas finales del siglo XX vivió lo que nosotros experimentamos ahora: un crecimiento económico robusto a pesar de un deterioro institucional. Todo el mundo pensaba que las corruptelas daban un poco igual porque, a pesar de la política sucia, la sociedad funcionaba. Y en este siglo han pagado las consecuencias de no haber reformado a fondo la administración: estancamiento económico y populismo político casi ininterrumpido, de Berlusconi a Meloni.
Podemos evitar ese camino porque, a diferencia de los noventa, hoy existen indicadores comparativos (elaborados por empresas, ONG o universidades) que miden la evolución de las instituciones y organismos internacionales que dan recomendaciones concretas para mejorar. Llevan tiempo advirtiéndonos de que, en España, la calidad institucional se deteriora y, además, no hacemos las reformas necesarias. Y ninguna de las dos tendencias tiene visos de revertirse.
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