A bandazos
La estrategia de Donald Trump impide que se le pueda juzgar como fallida, pues hará una cosa y la contraria hasta que todo se encaje por sí solo


En este segundo mandato que los ciudadanos le han concedido, podemos empezar a comprender a Donald Trump mucho mejor. Hasta ahora nos pasmaba su descaro, esa fórmula para incorporar las características del típico golfo a las virtudes del héroe de nuestro tiempo, un tiempo que se caracteriza por la politización de los rencores sociales. Trump ha logrado personalizar, como algunos otros líderes en el mundo, una tendencia al cinismo victorioso. Se puede salir de todo si posees la agilidad para desarmar las críticas y para degradar el discurso público hasta cotas inauditas. En estos últimos meses ha dado muestras de su infalibilidad, que consiste en pensar una cosa y la contraria, en hacer una cosa y la contraria, y predecir una cosa y la contraria. La conducción a base de bandazos ha tirado, por el momento, a todos sus rivales fuera de la carretera. Incluso en su previsible enfrentamiento con Elon Musk, el presidente se erige en vencedor, pues utilizó cuando quiso al supuesto genio tecnológico y lo convirtió en un hazmerreír cuando ya no le interesaba ni su prestigio ni sus cheques. Trump recurre al humor y la amenaza sin solución de continuidad. Si fuera un presidente de país bananero, los países ricos se burlarían de él. Como es el presidente del país más rico del mundo, los demás le hacen reverencias.
En la masacre que Israel ha llevado a cabo en Palestina, donde la impotencia del militarismo de Netanyahu se estudiará en los libros bélicos, pues no ha conseguido liberar a ningún rehén pese a aplastar el territorio palmo a palmo y matar indiscriminadamente a niños, ancianos, cooperantes y periodistas, Estados Unidos ha ejercido un papel indigno. Si Biden arruinó su mandato con la permisividad total, Trump ha sumado agresividad y humillación a las víctimas. Convertir toda crítica a la carnicería perpetrada en Gaza en muestra de antisemitismo le ha servido para batallar contra la libertad de expresión y contra las universidades, a las que guarda un freudiano odio de acomplejado. En el frente ucranio, su cacareada paz en 24 horas ha facilitado la ola de ataques más salvajes que Putin ha ejecutado contra el que considera un país satélite. La supuesta capacidad negociadora de Trump, más bien una automitificación forzada y llena de palabrería insulsa, se ha visto comprometida. Pero de nuevo sus bandazos, sus cambios de ánimo, de opinión, de estrategia, impiden que se le pueda juzgar como fallido, pues hará una cosa y la contraria hasta que todo se encaje por sí solo.
Si los aranceles ya hemos sabido que no son un cálculo comercial, sino un arma de presión ideológica contra los países que se resisten a virar en su favor, el ejemplo más palmario de la doctrina Trump vino tras las lluvias torrenciales en el Estado de Texas que dejaron 200 muertos a su paso. Tras anunciar que suprimiría el servicio de emergencias nacional y tras despedir a cientos de funcionarios, se plantó en las localidades más sacudidas por el temporal para decir que reforzaría el servicio de emergencias y que la falta de previsión y los recortes laborales no habían tenido nada que ver en un suceso achacable, sin duda, a la ira divina cuando se pone a tirar los dados del mundo. Como a tantos líderes autoritarios, en un futuro próximo ciertos números le saldrán. Pero ese éxito será una lectura sesgada e irracional. Porque la pérdida del criterio, de la decencia y del rigor no se puntúan. Es ahí donde se arma en silencio la catástrofe.
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