La normalidad se asoma a las escuelas de la dana
Desde Infantil a Bachillerato, lidiar académica y emocionalmente con la catástrofe no ha sido una tarea sencilla en los centros afectados por las inundaciones


Algo ha quedado en la mente de los más pequeños de Paiporta (Valencia) cuando, meses después de la dana que sesgó la vida de 228 personas, los alumnos de Educación Infantil del CEIP Rosa Serrano se llevaban todavía las manos a la cabeza en días de mucho viento porque les daba miedo. Y porque hay muchas formas de verbalizar lo que no puedes hacer verbalmente. “Cada vez que llueve, estás pensando “¿estarán mis abuelos en el bajo? ¿Y mis padres en casa? ¿Y si no se enteran y luego no pueden subir?“ Siempre estás con la ansiedad de no saber, de que vuelva a pasar. Tengo una amiga que vive cerca del barranco y [si llueve] le mando un mensaje: ”Lucía, ¿está el barranco lleno? ¿Lleva agua?“, confiesa Paula Saiz, estudiante de 17 años de primero de Bachillerato en el IES 25 de abril de Alfafar.
Volver a la normalidad, o a un atisbo de ella, ha sido un verdadero desafío en las escuelas valencianas afectadas por la dana, que en muchos casos tuvieron que desplazarse a otros centros para reanudar el curso en régimen de acogida, una vez el caos de las primeras semanas permitió a los centros reabrir sus puertas. Ya sea por la pérdida de familiares, amigos, casas o coches, la tragedia no dejó indiferente a nadie, y durante meses tuvieron que hacer frente a las consecuencias psicológicas, emocionales y materiales de las inundaciones que asolaron gran parte de la provincia de Valencia. La mayoría no regresará a la normalidad hasta septiembre.
Estos, pues, han sido meses en los que las prioridades han ido evolucionando desde el bienestar emocional de los alumnos y sus familias al retorno a las rutinas previas a la catástrofe. Meses en los que los centros han sobrevivido gracias al apoyo de la sociedad civil, administraciones y otros organismos que han brindado su apoyo en mayor o menor medida. Organizaciones como la Fundación Princesa de Girona, que contribuyó con materiales y una iniciativa de voluntariado que llevó a una treintena de profesores y orientadores para brindar apoyo académico y extracurricular a las escuelas valencianas afectadas.
Volver a clase en medio del caos
Uno de esos voluntarios fue Nerea González, una joven docente de Infantil que se encontraba dando clase en Dublín cuando la dana golpeó con todas sus fuerzas. “Por aquellos días, también cayó en Irlanda la tormenta más grave en toda su historia. Allí nos avisaron con una semana de antelación, para que todos retiraran las cosas pesadas del jardín y que nos quedáramos en casa; se podaron las ramas de los árboles; ese día tampoco hubo transporte público... Hubo mucha prevención y solo murió una persona en todo el país”.
El contraste con lo sucedido en Valencia, cuenta, no podría haber sido más intenso. Las conversaciones con su familia en España le terminaron de convencer y, por eso, contestó presta la llamada de la Fundación. El 22 de febrero ya estaba asistiendo como profesora voluntaria en el CEIP Blasco Ibáñez, de Beniparell (Valencia), cuyos alumnos y profesores habían sido reubicados en dos centros de Silla. Allí, en el CEIP Virgen de los desamparados, estuvo haciendo tareas de refuerzo escolar en Infantil y Primaria, pero también de apoyo emocional y de orientación al profesorado, tal y como recuerda Patricia Cerveró, orientadora.

No muy lejos, los alumnos y alumnas del Rosa Serrano habían ido poco a poco incorporándose en las instalaciones del CEIP Amparo Alabau, en la localidad de Alacuás. Las dos primeras fueron semanas de acompañamiento al alumnado y profesorado del centro desplazado. “Se trataba de ayudarles y acompañarles, y de asistirles si alguna de sus familias nos trasladaba que sus hijos podían tener alguna secuela (...). Lo primero era realizar ese trabajo emocional y que sacaran todo lo que tenían dentro, pero sobre todo que supieran que la escuela era un espacio en el que los niños podían volver a jugar”, explica Jorge Paredes, director del centro.
“Se les dejó hablar mucho, y trabajar sobre todo la conciencia del propio cuerpo”, sostiene Ana Hernández, orientadora. “En una situación traumática, una de las primeras cosas que debe trabajarse con los niños y con los adultos es la conciencia del propio cuerpo: el propio hecho de tocarnos y de sentirnos es como el primer paso para evitar o minimizar el trauma”. Su colega en el Blasco Ibáñez, Cerveró, recuerda que, si bien era cierto que los tutores habían estado ya contactando con cada familia para ver cómo estaban, la verdad es que luego las vivencias que traen los alumnos son a veces diferentes de lo que traen los papás. “Hay muchos nenes que aparentemente volvieron con normalidad, pero luego, con el tiempo, han ido saliendo muchas cosas que no habían estado bien asentadas o elaboradas con anterioridad”, añade.
Entre aquellas dinámicas, algunas de las que se propusieron fueron de meditación plena y respiración consciente; “el buscar como puntos de anclaje para poder centrarse en los propios sentidos, porque oler y saborear nos llevan a conectar con el momento presente, en vez de irnos al pasado o al futuro”, cuenta Cerveró. “Y luego también practicamos muchas dinámicas de expresión, y no solamente la oral, porque aunque hay niños más comunicativos, el que comunica (sobre todo en edad infantil) es el propio cuerpo. Y también está el poder expresar tus sentimientos a través de la comunicación artística”.
Fueron semanas llenas de dinámicas de mejora de la convivencia y de gestión emocional, lejos de las paredes familiares de sus propios centros, que se habían vuelto inaccesibles. “Aquellos eran espacios en los que no se podía ni respirar del olor que había. Y claro, cuando los niños llegaron en autobuses al nuevo centro, a un entorno limpio en el que podían disfrutar, jugar y salir a un parque, fue como una liberación”, recuerda Paredes. Una vez comprobado que podían regresar de manera segura, muchos alumnos volvieron, pero otros no pudieron hacerlo porque habían perdido sus casas y sus pertenencias, e incluso habían tenido que abandonar el pueblo para vivir en el hogar de otros familiares.
Las consecuencias de la dana
Cuando, el 5 de diciembre, se incorporaron los pequeños del Rosa Serrano, sus profesores pudieron rápidamente notar la diferencia: “Enseguida saltaban, estaban más irritados y nerviosos, y les costaba mucho concentrarse. Aunque esa inseguridad fue atenuándose con el paso del tiempo, sobre todo a raíz de su regreso al centro antes de finalizar el curso, y gracias a todos los talleres que hemos tenido a nivel emocional, que nos han proporcionado muchas herramientas para combatirlo”, explica Miquel Agapito, jefe de estudios.
La casuística con la que se encontraron estos centros fue completamente heterogénea: desde no tener casa a alumnos que se habían mudado con sus abuelos; aquellos que habían perdido ese pequeño negocio que tenían en el pueblo o familias que tuvieron que encontrar un alquiler fuera. Un intervalo que los profesores aprovecharon para formarse en la gestión de este tipo de crisis y catástrofes. “Si te digo la verdad, yo lo definiría bastante como la resiliencia de los niños; yo vi más afectado al claustro”, sostiene Ana Hernández, orientadora del Rosa Serrano. Agapito incide, además, en cómo ayudaron a poner las pérdidas en perspectiva: “Hemos intentado inculcar a los niños que estamos bien, y que la mayor parte de las pérdidas han sido materiales. Hay que darle valor a la vida, porque lo importante es que nuestro entorno y nuestra familia estén bien”.
Otro de los aspectos que se acentuaron a raíz de la dana tiene que ver con las autolesiones, tal y como explica Ricardo Lorente, director del Blasco Ibáñez: “Nunca habíamos tenido ese nivel de autolesiones, que se acentúa a partir de la catástrofe. Cada uno por sus causas, porque las situaciones familiares son muy diferentes, pero está claro que es un efecto derivado de no tener los niños las herramientas interiores necesarias para poder procesar lo que les estaba pasando”, argumenta. Consecuencias que dejaban huella no solo en los alumnos, sino también en los propios miembros del claustro. Porque, además de su propio trauma personal o familiar, tenían que lidiar con los problemas que les llegaban desde la escuela. Como le pasó a él mismo, hasta el punto de que al final tuvo que cogerse varias semanas de baja: “El estrés hace que estés en todo, no solo gestionando los recursos, sino que además es a ti a quien le van a llegar las quejas de todo el mundo (...). Además, para intentar rebajar ese nivel de ansiedad entre el profesorado, yo les pedí que lo redirigieran todo a mí... Y eso, al final, pasa factura”.

Durante estos meses, Ibai Álvarez ha sido orientador voluntario en el IES 25 de Abril de Alfafar, un centro “con un mayor grado de conflictividad económica y social”, afirma. Allí brindó no solo labores de orientación académica, sino también de escucha activa y de enlace entre alumnos y profesores, porque esta relación no es siempre lo buena que podría ser: “Mi labor principalmente ha sido escuchar; ser una persona que te sirva de punto de apoyo para que puedas sentirte escuchado y comprendido, y que si necesitas un consejo te lo pueda ofrecer”, sostiene.
Álvarez recuerda, además, que una de las dimensiones que hay que tener en cuenta es que la dana no solo ha sido el punto de origen de muchas problemáticas, sino que además ha agravado muchas otras que ya venían de antes: “Si alguien venía ya con problemas de casa, debido a sus recursos económicos o a su baja capacidad académica por problemas de concentración o de recursos, todo ello empeoraba”. A eso, apunta, hubo que añadir la presión académica: “A nivel de exigencia, no ha habido grandes excepciones con respecto a las pruebas de acceso a la universidad (PAU). Lloros, agobios, ansiedad por todos lados... Es algo que he comentado con otros voluntarios y que nos llamó la atención porque, a priori, cuando llegamos aquí, relucía una aparente normalidad; pero bastaba con escarbar un poquito y dejar que ellos se explicaran”.
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