Coherencia ética y coherencia política
Aunque los casos de Ábalos y Cerdán hayan dañado a su Gobierno, Sánchez no está obligado a dimitir


El PP tiene tres ventajas sobre el PSOE. La primera que, sin gobernar, cuenta con la afinidad ya de hecho una parte del aparato del Estado, señeramente la policía y los tribunales; la segunda, que tiene el apoyo de algunas de las grandes empresas del Ibex y de poderosos medios de comunicación dispuestos a traicionar la deontología periodística en favor del partidismo más sectario; la tercera, que, para llegar a la Moncloa, sólo tiene que pactar con una fuerza política. Esta última ventaja, por lo demás, se traduce en una gran desventaja para el sistema democrático en su conjunto: porque Vox, llave de Gobierno, radicaliza al PP, al que impide pactar con otras derechas más moderadas.
Esta es la única ventaja paradójica con la que cuenta el Gobierno de coalición en su momento de mayor debilidad: la de que la colusión Vox-PP, ya decisiva en autonomías y ayuntamientos, lo convierte, a los ojos de las fuerzas que lo sostienen (y de la mitad de la población), en una necesidad puramente democrática. Esta ventaja se traduce, a su vez, en la desventaja general de tener que pactar con muchos partidos al mismo tiempo, lo que en una situación de crisis revela toda la fragilidad de la investidura sanchista. Ahora bien, solemos ver en esta fragilidad solo el peligro muy grande que la acompaña, olvidando sus enormes virtudes democráticas. Desde el principio, nuestras derechas extremas han cuestionado la “legitimidad” del Gobierno de Sánchez como parte de una estrategia de derribo sin escrúpulos; y también de una historia secular en la que siempre han invocado la “legalidad” cuando gobiernan y la “legitimidad” cuando quieren recuperar, a cualquier precio, el Gobierno. Nadie en su sano juicio puede poner en cuestión la legalidad de la investidura de Sánchez; en cuanto a la legitimidad, a muchos nos parece que este Gobierno de coalición, más allá de sus timideces políticas, es probablemente el más legítimo de la historia democrática de nuestro país; y lo es precisamente porque es el fruto de negociaciones y acuerdos con una multitud transversal de fuerzas diferentes; porque representa, si se quiere, más Españas (plurinacionalidad y pluripensamiento) que ninguno anterior; porque, en definitiva, recibe su legitimidad de todas esas fuentes, estatales y nacionalistas, de centro, de izquierdas y de derechas, que invistieron a Sánchez en 2023. Por contra, la legitimidad de Feijóo en la oposición queda mermada por su connivencia con Vox, un partido antisistema, trumpista, homófobo, negacionista y liberticida. Como he escrito otras veces, claro que hay dos Españas: una difícil y una fácil. En la España difícil caben a regañadientes, entre forcejeos y empujones, casi todos. En la España fácil sólo cabe “España”, convenientemente despiojada de separatistas, maricones, rojos y moros. La alternativa de Gobierno del PP es no menos legal que el Gobierno del PSOE, es verdad, pero contiene exactamente la misma legitimidad democrática que el gobierno de Trump, de Milei o de Orbán. Feijóo, obsesionado con derrocar a Sánchez, ha aceptado alcanzar la Moncloa de la manera más fácil; es decir, renunciando a la legitimidad que solo podría recibir, más allá de sus votantes, de las otras fuerzas políticas democráticas.
Dicho esto, queda en pie la fragilidad de un Gobierno gravemente dañado por los recientes casos de corrupción. Que el PP no esté moralmente autorizado a hacer sangre, no nos impide a los demás mostrarnos implacables, por motivos éticos y también políticos. Ahora bien, conviene separar unos de otros. ¿Es legal el Gobierno de Sánchez? Sí. ¿Está obligado el presidente a dimitir y convocar elecciones? No. Los casos de Ábalos y Cerdán, ¿disminuyen seriamente su legitimidad? Sin duda. ¿No estaría obligado a dimitir por coherencia ética? Quizás. ¿No está obligado a no dimitir por coherencia política? Me parece que sí. No hay en estos momentos ninguna alternativa democrática a este Gobierno, como bien lo saben todos los que, con más o menos entusiasmo, lo apoyan; y, si no la hay, no puede haber tampoco ninguna razón ética válida para entregar el poder sin resistencia a una fuerza antidemocrática o, lo que es lo mismo, para dejar desprotegidos a los más vulnerables. Mientras su Gobierno y su conducta sean legales, Sánchez debe usar la legalidad para recuperar la legitimidad e impedir, o al menos retrasar, que la ultraderecha gobierne en nuestro país.
Vox, que resta legitimidad al PP, se la proporciona a la coalición de Gobierno y a la España difícil que representa, pero el golpe de mano de Ábalos y Cerdán deja muy poco margen de maniobra. La amenaza del fascismo ni puede disculpar la corrupción ni garantizar ya la supervivencia y mucho menos la renovación del gobierno. Parece inevitable que el empate de estos años, favorable en los penaltis a la España difícil, se resuelva definitivamente, en seis meses o dos años, en favor de la “España” fácil. En el contexto europeo y global (con solo un 8% de la población mundial viviendo en regímenes de “democracia plena”) la excepción ibérica se diría condenada a la extinción. ¿No habrá que intentarlo? Para sobrevivir, la España difícil necesita todas estas cosas: un PSOE sanchista y levógiro del que no se puedan temer nuevos casos de corrupción; unas izquierdas estatales —a su izquierda— capaces de “caminar por separado y golpear en común” y dedicadas, más allá, a movilizar a los beneficiarios de sus políticas sociales, hoy abandonados en la abstención; unas izquierdas territoriales (autonómicas o nacionalistas) dispuestas a integrar sus legítimos intereses propios en un proyecto del que desconfían o en el que no creen; y unas derechas nacionalistas comprometidas con la democracia. Digámoslo con claridad: de todos estos factores, los que más garantías ofrecen son los más inesperados y los más “periféricos”: las izquierdas independentistas y el PNV, cuyo sentido de la responsabilidad está salvando la democracia “española”.
Como español de izquierdas no socialista, lo que más me preocupa es la situación de las izquierdas estatales: llamémoslas, para entendernos, Sumar (lo que quiera que sea eso). Tanto para renovar la coalición gubernamental como para abordar un eventual nuevo ciclo derechista, Sumar —me parece— debería prepararse para salir del gobierno. “Prepararse para salir del Gobierno” significa actuar como si tuviese vida propia más allá de los ministerios que ocupa, lo que implica revisar su liderazgo, su organización y su discurso; pero “prepararse para salir del gobierno” podría significar también —por qué no— salir efectivamente del Gobierno antes de que sus logros y su integridad política sean completamente absorbidas por un PSOE en desbandada (o por un Podemos sectario aupado en los cadáveres de sus excompañeros). Si lo único que podemos hacer desde la izquierda —y no es poco— es apoyar al sanchismo, necesitamos para ello un Sumar fuerte (lo que quiera que sea eso) en las próximas elecciones, dentro de seis meses o de dos años. Si el sanchismo es finalmente derrotado por la “España” fácil, necesitaremos con igual o más motivo un Sumar fuerte (lo que quiera que sea eso): un asidero parlamentario de —pongamos— un 10% a partir del cual reconstruir un hueco habitable entre unas derechas crecidas y vengativas y un PSOE sin Sánchez enrocado en la supervivencia. Tanto para salvar el Gobierno como para salvar a la izquierda, Sumar (lo que quiera que sea eso) es imprescindible. Engañémonos un poco: nada está perdido. Digamos la verdad: salvo que alguien desde dentro le dé una sacudida, la inercia es ya de inconsistencia y evaporación.
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