¿Qué es una nación?
Cuando la excepción no es ejercida a favor del que menos tiene se atenta contra la igualdad


La disputa política diaria nos hace olvidar que a los conceptos, a veces, hay que sacarles lustre para que no pierdan su significado. La polisemia, tan fecunda en literatura, es una trampa para la deliberación pública, ya que nos impide distinguir con claridad qué queremos decir con las palabras. Del mismo modo que bajo el título “libertad” se pueden defender causas e ideologías contrarias, otros términos centrales como “nación” o “igualdad” han sufrido un desgaste semántico casi letal para la reflexión.
Es curioso, pues en su origen la idea de nación se forjó estableciendo un vínculo indisoluble con la igualdad. En el contexto revolucionario, el abate Sieyès definió la nación desde su célebre pasquín como un cuerpo de asociados que viven bajo una misma ley. Hay otras definiciones inspiradas, como aquella de Ernest Renan en la que describía la nación como un plebiscito diario, o la de Benedict Anderson como comunidad imaginada. Sin embargo, en su dimensión estatal (frente a la nación cultural que distinguiera Friedrich Meinecke), la nación se ha articulado tradicionalmente a partir de la ley común.
La reunión de semejantes en torno a una norma compartida es, en el fondo, todavía más antigua. Aristóteles, en su Política, ya destacó que una polis es una multitud de ciudadanos reunidos alrededor de una semejanza. Para entonces, la Grecia Antigua ya había acuñado el concepto de isonomía, una noción que sitúa la igualdad ante la ley (y la propia igualdad de la norma compartida) como premisa fundacional de la comunidad política.
Es casi imposible no regresar a todos estos precedentes de nuestra herencia política en unos días en los que el Gobierno negocia una financiación singular con Cataluña. La fortuna ha querido que etimológicamente la palabra “privilegio” aluda, precisamente, a la ley particular. Una excepcionalidad que, cuando no se ejerce en favor del que menos tiene, atenta contra la igualdad que vertebra la comunidad.
Tampoco servirá que todos los territorios puedan replicar una autonomía fiscal que reivindican siempre los que más tienen. Porque hacerse cargo del niño pobre de Cádiz, del jubilado de Zafra o de la mujer con discapacidad de Mieres es una responsabilidad civil que atañe de manera igual al contribuyente de Hernani, de Girona o de Madrid. Una nación, a fin de cuentas, no es más que un territorio donde se hace exigible la solidaridad forzosa. Por eso no hay comunidad si no se está dispuesto a compartir la suerte. Sobre todo cuando es mala.
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