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ELECCIÓN PARLAMENTARIA
Columna
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¿Elección parlamentaria o constituyente?

Hay algo que partidos y analistas parecen no advertir: bajo el diseño constitucional existente, cada elección parlamentaria puede equivaler a una elección constituyente

Sesión en la Cámara de Diputados de Chile, el 16 de junio.

Atrás parecen haber quedado los días de incertidumbre, polarización y promesas de refundación que marcaron los experimentos constitucionales chilenos. Lo que por años dominó la agenda política y colmó la imaginación ciudadana hoy se percibe como un capítulo cerrado, una etapa que muchos prefieren olvidar o evitar.

Esa sensación se hace más patente en el contexto de la carrera presidencial, que ha comenzado a perfilarse tras las primarias y en un escenario de creciente volatilidad electoral. En medio de candidaturas emergentes, caídas abruptas y un resultado todavía abierto, la cuestión constitucional parece haber desaparecido del debate, salvo menciones anecdóticas del presidente del Partido Comunista.

Sin embargo, hay algo que partidos y analistas parecen no advertir: bajo el diseño constitucional existente, cada elección parlamentaria puede equivaler a una elección constituyente. En los comicios de noviembre, podríamos estar, en los hechos, eligiendo una nueva constituyente sin saberlo.

La razón es simple pero profunda. Las reformas constitucionales de 2022 y 2023, impulsadas como medidas transitorias durante los procesos constituyentes, introdujeron dos cambios que transformaron radicalmente la Constitución de 1980. Primero, redujeron drásticamente los quórums para reformar la Constitución y las leyes orgánicas constitucionales. Con ello, reconfiguraron el peso relativo de las mayorías parlamentarias, eliminando aquello que los críticos de la Constitución de 1980 denunciaban como camisas de fuerza, cerrojos o leyes de amarre. La rigidez que caracterizaba originalmente nuestro modelo constitucional ha dado paso a una aritmética legislativa mucho más flexible a las mayorías parlamentarias. Segundo, se reestableció el voto obligatorio, transformando con ello los patrones de participación electoral. Ante un modelo de voto voluntario, los partidos podían contentarse con movilizar a su electorado afín. Pero bajo el nuevo escenario, marcado por una volatilidad electoral sin dimensiones programáticas, los resultados electorales se vuelven mucho más inciertos. El resultado de la elección de consejeros constitucionales de 2023 parece ilustrarlo con claridad.

Todo ello da cuenta de un cambio profundo: la arquitectura constitucional chilena ya no es la misma, pero seguimos habitándola como si lo fuera. Para entender la magnitud de esta transformación, conviene mirar de cerca las leyes orgánicas constitucionales, uno de los pilares estructurales del modelo de 1980.

Aunque criticables desde una perspectiva histórica por su utilización política, estas leyes fueron diseñadas para impedir que el vaivén de mayorías electorales comprometieran seriamente materias fundamentales para el funcionamiento de la democracia, la organización institucional del Estado y la configuración del modelo económico. Como en Francia o España, su función original era permitir que la Constitución se mantuviera como un texto relativamente breve, delegando la regulación de materias constitucionales a leyes provistas de resguardos especiales que las protegieran de los incentivos propios de la política ordinaria.

En este punto, es importante distinguir entre la política ordinaria y la constitucional. Mientras la primera busca otorgar un mandato electoral a una mayoría transitoria para implementar un programa de políticas públicas bajo reglas constitucionales predefinidas, la segunda tiene como objeto precisamente esas reglas: los principios, procedimientos y límites que estructuran el juego democrático. Al borrar esa línea divisoria, se altera la naturaleza misma del mandato que conferimos al elegir parlamentarios.

El catálogo de materias entregadas a las leyes orgánicas da cuenta de lo mucho que está en juego. Pensemos, por ejemplo, en el Banco Central. Aunque su existencia está garantizada constitucionalmente, es su ley orgánica la que determina realmente su rol y autonomía: regula el mandato de sus consejeros, el proceso para su remoción y sus atribuciones fundamentales. Todo ello podría ser modificado por una mayoría parlamentaria.

Algo similar ocurre con la Contraloría, el Poder Judicial o el Ministerio Público. Aspectos centrales de sus funciones de control y fiscalización quedan entregados a estas leyes, que a futuro podrían ser redefinidas sin necesidad de grandes acuerdos constitucionales. Como en estos casos, hay muchos otros ejemplos que retratan el nuevo poder que las mayorías legislativas transitorias tendrán para redibujar la geografía institucional chilena.

También está en juego el modelo económico. Es una ley orgánica la que reglamenta cuestiones fundamentales de las concesiones mineras, como los derechos que otorgan, las obligaciones que suponen, su duración y caducidad. En un país cuyas riquezas naturales son la base fundamental de su economía, esta nueva realidad constitucional puede tener efectos estructurales en el modelo de desarrollo.

Hoy, todas estas materias pueden ser modificadas por mayoría absoluta en ambas cámaras, un umbral relativamente bajo considerando su importancia y cada vez más impredecible ante la volatilidad electoral. Y aunque las reformas constitucionales siguen requiriendo un quórum de 4/7, esa barrera es más formal que real: en la práctica, implica apenas doce votos adicionales en la Cámara de Diputados y cuatro en el Senado respecto de las leyes orgánicas. La línea que separaba la política ordinaria de la constitucional se ha desdibujado casi por completo.

Esto significa que una mayoría parlamentaria —por definición transitoria— puede tener en sus manos la llave para transformar el régimen constitucional, incluso de forma radical en ciertos escenarios electorales. Poco queda en la Constitución vigente de aquellos vetos que, hasta hace poco, protegían a las minorías frente a cambios estructurales. Esos contrapesos han sido reemplazados por una arquitectura constitucional mayoritaria, en la que la voluntad coyuntural de una coalición puede redefinir aspectos fundamentales de la convivencia democrática.

Es cierto que la fragmentación parlamentaria puede actuar como un freno a la lógica mayoritaria. Pero esa misma fragmentación también convive con otros factores que pueden contrarrestarla: la indisciplina parlamentaria, la ausencia de lineamientos programáticos entre partidos, la impulsividad del trabajo legislativo y la tiranía de las encuestas sobre los incentivos políticos de corto plazo. A diferencia de los procesos constituyentes recientes, aquí no hay plebiscitos de salida que sirvan como contrapesos. Las reformas pueden avanzar por los cauces más opacos de la legislación ordinaria.

En definitiva, si la Constitución chilena operó durante décadas como una camisa de fuerza y sus leyes orgánicas como cerrojos institucionales, ese andamiaje ha sido desmontado. Y, sin embargo, ni los partidos ni el electorado parecen haber tomado conciencia de ello. Toda la atención está centrada en la elección presidencial, pero la verdadera novedad –y el mayor riesgo– está en la parlamentaria: desde el retorno a la democracia, probablemente nunca ha habido tanto en juego como en la próxima elección de diputados y senadores. Poco importa que la fachada constitucional siga pareciendo similar. Ella cambió silenciosamente y, como resultado, puede que también lo hagan los equilibrios, incentivos y dinámicas del próximo ciclo político que ella albergará.

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